Por THOMAS
MOLNAR
La
filosofía católica se ha granjeado una reputación desfavorable, en particular
por haber criticado a numerosos adversarios, ya sea ciertos sistemas
especulativos, ya sea, dentro de la misma Iglesia, tendencias consideradas
incompatibles con la doctrina enseñada. Parece que en tiempos ecuménicos no
conviene insistir demasiado en los conflictos; habría que destacar más bien los
puntos de encuentro y las convergencias. Por eso se considera que la Iglesia es
“negativa”, debido a que afirma conocer el fin último del hombre, así como los
caminos que conducen a él. Mientras que, a lo largo de su larga historia, otros
sistemas intentaron sustituir la imagen de la salvación propuesta por la
Iglesia por otra propia, y, al no lograrlo, optaron por cargar contra ella un
surtido de invectivas: retrógrada, negativa, inmovilista, reaccionaria,
aferrada al pasado, no conforme a la modernidad. Estos sistemas —el
gnosticismo, el maniqueísmo, la filosofía de las Luces, el liberalismo, el
marxismo, etc.— se levantaron contra la Iglesia desde el exterior. El
ockhamismo, en cambio —aunque no es el único— tuvo la particularidad de surgir
dentro de ella, concretamente dentro de la escolástica, y ello en un tiempo muy
próximo a la muerte de santo Tomás. Junto a la ortodoxia, surgió una enseñanza
que iba a revolucionar el mundo especulativo y empírico, y cuyos efectos siguen
siendo tan activos hoy como en el siglo en que enseñaba Guillermo de Ockham, es
decir, en la primera mitad del siglo XIV. (Tomás murió en 1274, Guillermo en
1349; ambos fallecieron antes de haber cumplido los cincuenta años).
¿Cuál
es el contenido y cuál es el significado del ockhamismo? Digamos, de manera
general, que Ockham pertenece con toda propiedad al espiritualismo
«ultrasobrenaturalista» (término del erudito inglés Mons. Ronald Knox)
franciscano, heredero del abad calabrés Joaquín de Fiore (fallecido en 1198).
Convencidos de que la verdadera Iglesia de Jesucristo había sido falseada por
la Iglesia institucional, rica y poderosa, Joaquín y los franciscanos que lo
seguían pretendieron restablecer la idea original, o más bien establecer la
verdadera Iglesia, fiel a la enseñanza del Señor. Según el sistema joaquinita,
los fundadores de la Iglesia auténtica —es decir, la del “tercer estado” del
cristianismo— son los monjes, que obrarían ya no bajo el signo del Padre o del
Hijo, sino del Espíritu Santo. Ockham se muestra de acuerdo con los Fraticelli, la rama
radical de la Orden, en los siguientes puntos esenciales: énfasis en la fe,
poca importancia a los sacramentos; primacía de la Verdad sobre la Autoridad;
organización espiritual de los fieles más que instituciones visibles; mayor
importancia de los doctores (teólogos) que del Papa; prioridad del laicado
sobre el clero, el cual no tiene, en realidad, nada que mediar entre los fieles
y Dios. De este resumen se desprende que no solo Lutero iba a formular las
mismas proposiciones, sino que incluso en nuestros días los radicales retoman
esas mismas tesis. ¿Acaso Küng, Curran y otros no sostienen que la reflexión de
los teólogos prevalece sobre la de la Iglesia oficial, que los laicos (guiados
por esos mismos teólogos) apenas necesitan la dirección espiritual de los
sacerdotes, y que las “comunidades de base”, asociaciones informales de
creyentes, son las que tienen el porvenir? Sería, pues, erróneo —notémoslo de
paso— atribuir a Küng, Curran y otros cualquier tipo de novedad; son
simplemente portavoces de viejos errores que suenan “modernos” gracias a la
caja de resonancia de los medios, los cuales ignoran la historia y la tradición
filosófica.
Frente
a la Iglesia, se encontraba para Ockham la Ciudad temporal, concretamente el
Imperio romano-germánico, adversario del papado. El pensamiento joaquinita-franciscano
sentía el mismo desprecio por uno y por otro, pero con una distinción
importante. La Iglesia debía ser puramente espiritual, estando prohibido todo
compromiso con la materia, las posesiones y el poder político. En cambio, el
Príncipe, no estando vinculado por estas consideraciones, tenía las manos
libres incluso para oprimir al pueblo, que lo merecía de todos modos, puesto
que Dios ha colocado al Príncipe por encima del pueblo para castigarlo por sus
pecados. Así se creó en la mente de Ockham y de sus correligionarios
franciscanos una situación cuyas consecuencias seguimos sufriendo hoy: el
cristiano debe deshacerse de la institución eclesiástica, pero someterse a las
autoridades seculares. La razón es que solo la fe y el espíritu cuentan, y en
ese ámbito hay que ser intachable ante Dios; la Ciudad, por definición injusta
(aquí una interpretación errónea, aunque extremadamente influyente, de san
Agustín), no exige nada: es indiferente para la salvación, se la soporta con
resignación. El súbdito del Príncipe, que no participa más allá de lo
estrictamente necesario en la estructuración de la Ciudad, hará posible —seis
siglos después de Ockham— la instauración de los regímenes más totalitarios en
Europa sin que levante un dedo. Y dado que la naturaleza humana es la que es,
incluso colaborará, pues ¿en nombre de qué se alzaría contra un Estado tiránico
por naturaleza, casi por vocación? (Calvino, otro discípulo lejano de Ockham).
Iglesia débil y cuestionada en
nombre de una fe exclusiva y purificada, frente al Poder temporal sin freno
alguno hacia el despotismo: tal es la herencia política de Ockham.
Debemos preguntarnos: ¿qué teología condujo al
pensador anglosajón hacia estas conclusiones, que serán precisamente las de la
modernidad en filosofía y filosofía política? Emile Bréhier observa en su Historia de la filosofía
(vol. III, p. 729) que el Dios de Ockham no es el de la caridad, sino una
especie de Jehová caprichoso. Más exactamente, el teólogo franciscano atribuye
a Dios la potestas
absoluta, que le permite al Creador cambiar las leyes físicas y
morales de su propia creación sin advertir a los hombres, castigándolos, sin
embargo, por las consecuencias. ¿No es exactamente ese el poder que Ockham
atribuía también al Príncipe, apenas sujeto a las leyes? La enseñanza de la
Iglesia en este punto es que Dios posee la potestas
ordinata, es decir, que se somete a sus propias leyes y no las
invalida por razones que, en todo caso, son inescrutables para los hombres. La potestas ordinata no
es señal de debilidad de Dios; al contrario, hace de Él un juez que no modifica
la ley durante el proceso sin siquiera advertir al acusado. Para Ockham, lo que
hoy es el bien puede convertirse en mal por un decreto oculto de Dios.
La
confusión que de ello se sigue tiene, para Ockham, la ventaja de desestabilizar
aún más la base religiosa de la conducta humana, y así hacer de los hombres más
individuos —hoy diríamos personas maduras, adultas— que no necesitan un “padre”
que los dirija (Freud). De este modo son libres de vivir su vida individual, la
única que cuenta, y de constituir las relaciones que forman la sociedad civil.
Y así, tras el Papa, también el Emperador se ve prácticamente destronado, pues
“el rey recibirá su corona según cualquier acuerdo humano”. Más allá del Estado
y de la Iglesia, solo la sociedad civil y las transacciones entre ciudadanos
egoístas sobreviven: solo ellas tienen peso e importancia. No nos engañemos:
Ockham, a pesar de su espiritualidad franciscana, fue fuertemente influido por
el auge económico de las ciudades italianas (y flamencas, inglesas,
provenzales, etc.), cuyo interés era precisamente debilitar los poderes
adversos, o al menos abrirse paso entre ellos. En la estela de Ockham
encontramos, por lo tanto, no solo teólogos como Lutero, Calvino y los
contestatarios actuales, sino también pensadores políticos como Hobbes y Hume,
que apuntan igualmente al establecimiento de la sociedad civil, a la reducción
del Estado al papel de guardián del orden (“vigilante nocturno”) y, si no a la
eliminación de la Iglesia, al menos a su “privatización”. La eliminación de la
Iglesia: ese es hoy el objetivo del marxismo, un Estado que no es tal, sino un
Partido que usurpa y distorsiona sus funciones. La privatización de la Iglesia:
ese es el programa del liberalismo, que solo reconoce “grupos de interés”,
agentes estrictamente iguales en el consumo de alimentos, ocio o religión. Se
puede ver hasta dónde ha llegado el ockhamismo en su camino hacia la
purificación de la Iglesia y la enseñanza no adulterada de Cristo.
Vayamos
más lejos y preguntemos a Ockham (doctor invincibilis) las razones profundas de
su pensamiento. No es este el lugar para superponer la filosofía de santo Tomás
a la de Guillermo de Ockham, con el fin de observar la desviación ockhamista.
Digamos solamente que Tomás mantuvo el equilibrio entre christianitas y humanitas, siendo el hombre miembro
de ambas. Lejos de desgarrarlo, esta dualidad refuerza en el hombre la solidez
de las instituciones, ya que la justicia humana sólo permanece válida por su
conformidad con el derecho natural. Mientras tanto, otro discípulo lejano de Ockham,
el jurista moderno Hans Kelsen, elaboraba los principios jurídicos hoy vigentes
en nuestras democracias, según los cuales la cuestión del bien y del mal no se
plantea: la ley es válida porque es la ley. Es el legislador quien lo decide,
como el Dios caprichoso de Ockham que fundamenta sus decisiones en los datos de
una situación examinada empíricamente. Si sobreviene un régimen totalitario, o
favorable al aborto o a la eutanasia, el legislador justificará sus leyes por
referencia a la elección aparente de la mayoría, o de quienes hablan en su
nombre.
Volvamos
al pensamiento profundo de Ockham, cuyas raíces son nominalistas. Ya Pedro
Abelardo combatía la tesis de que las cosas se dividen entre esencias
—entidades metafísicas (digamos, para simplificar, ideas de Platón)— e
individuos separados pero múltiples. Las esencias no son universales, únicas
verdaderas, lo que haría que los individuos fueran ilusorios y la multiplicidad
un error de perspectiva. Ockham compartía la opinión de Abelardo: los
universales no tienen más que un estatuto lógico; solo el individuo es real.
Digamos —piensa Ockham— que la causalidad es un universal, por tanto válida en
todo lugar y momento, esencialmente válida. Según esta hipótesis, el fuego y el
hecho de quemar son causa y efecto. Sin embargo, argumenta nuestro filósofo,
Dios puede ordenar que el fuego no queme, que tenga otro efecto. La causalidad
ya no sería válida. Vemos que la epistemología ockhamista está en la raíz de su
política y de lo que piensa sobre el papel de la Iglesia. Más importante aún
para el pensamiento posterior a Ockham, la causalidad no está en la naturaleza:
está en el espíritu y la voluntad de Dios. Cinco siglos más tarde, surgirá
Kant, quien localizará la causalidad no en el espíritu de Dios, sino en el del
hombre. Será una de las categorías de nuestra razón, pero nadie podría decir si
ella, la causalidad, se encuentra también en los hechos. Ockham fue así el
padre del agnosticismo moderno. En él hay dos procesos: vuelve a Dios incierto
tanto para la naturaleza como para el hombre, y lo convierte finalmente en
objeto de la fe —una fe que es gratuita, sin otro apoyo dentro de la economía
de las facultades humanas. El otro proceso de Ockham es hacer del
hombre-individuo el dueño de los fenómenos —fenómenos, ya que no conocemos la
esencia de las cosas (Kant, una vez más). Solo que este dominio, cuya idea será
retomada por Bacon y Descartes, se ejerce únicamente sobre los fenómenos, ya
sea, como hemos visto, en el ámbito judicial, político, institucional y, en
última instancia, religioso. Y ciertamente en el ámbito científico. Como
observa Marcel De Corte en La
inteligencia en peligro de muerte, si hoy somos esclavos de la tecnología,
es porque el saber, la ciencia, han perdido su sustrato y solo se interesan por
el momento de las cosas. Ahora bien, lo que ocurre en las ciencias es
inmediatamente transferido a los asuntos humanos: nuestras relaciones se
mecanizan, burocratizan, tecnifican; la famosa “comunicación” se realiza por
medio de eslóganes y nociones prefabricadas. Es el universo de la publicidad y
de la propaganda.
En
el origen de la modernidad se encuentra, más que ningún otro, Guillermo de
Ockham. Hay que reconocerle que su obra contiene también aspectos positivos,
aunque el precio pagado fue considerable. ¿En qué consiste esa modernidad?,
¿cuál es su fundamento? En su expresión más simple: Ockham —pero no solo él,
sino toda una línea de pensadores desde Abelardo hasta Nicolás de Cusa, de
Marsilio de Padua hasta Galileo— realizaron el paso de las esencias a los
fenómenos, de las relaciones entre los fenómenos al método que los mide. El
método permitió luego llegar al dominio de las cosas, al precio del sacrificio
del contacto íntimo con ellas.
Medimos
todas las cosas, no las comprendemos. La medición se sustituye por la
comprensión, creando su propio mundo en el que hacer preguntas sobre la natura rerum parece obsceno a
nuestros contemporáneos.
La
pensée catholique
n° 234 - Mai-juin 1988.