El arte iluminador para uso del pueblo: la Pasión de
Cristo de Mel Gibson.
Por Giovanni Papini
En tiempo de San Ignacio el arte comenzaba a decaer;
todavía seguía representando temas cristianos pero con espíritu pagano;
procurábase hacer resaltar la belleza material de las formas antes que la
fidelidad inteligible y la expresión espiritual. Los artistas abandonaban poco
a poco su condición de humildes artesanos, o en todo caso de humildes
ilustradores de la fe para convertirse en maestros orgullosos al acecho de
pingües ganancias, de gloria y de novedad. Cada uno de ellos quería afirmar,
como hoy se dice, la propia personalidad y, por exhibicionismo o por otras
ambiciones relegaban a segundo plano la instrucción del pueblo y sólo le
interesaban su capricho y su fama. Y bajo el nombre de Madonne se
complacieron en retratar a sus amantes y se sirvieron de la Crucifixión y de la
Resurrección para exhibir su sabiduría anatómica, los efectos inusitados de
colores, los contrastes geniales de sombras y de luces. El arte, bajo cierto
aspecto, salió ganancioso —por el placer sensual de los ojos— pero acusó una sensible
pérdida en su esplendor espiritual: todas las pinturas religiosas de Rafael no
tienen el valor, como interpretación y visión mística, de un solo fresco de
Giotto. Y el arte, en vez de ser el texto iluminador para uso del pueblo,
convirtióse poco a poco en el lujo y voluptuosidad de los ricos.
A la carencia del arte que iba encuadrándose en perfiles
netamente paganos remedió —sin pensarlo de un modo claro, ya que los santos no
se ocupan de estética — el genio de San Ignacio. Sustituyó las pinturas materiales
y perecederas de los muros con las pinturas, siempre nuevas y eternamente
evocables de la fantasía. Y de esta manera volvió a conducir y conduce a los
cristianos a la familiaridad visible, casi palpable y aspirable, de Cristo hijo
del Dios vivo; su método suprime la ilusión de los siglos y convierte a los
cristianos obedientes en contemporáneos de Pilato y de San Juan.
Él sabe que los hombres, atados a la servidumbre de los
sentidos, aman profunda y únicamente las cosas que ven, sienten y palpan, y
sabe que su memoria es débil y su espíritu difícil de encender. Y quiere
extender a todos los cristianos, nacidos miles de años más tarde el supremo
privilegio de los apóstoles, de los pescadores de Galilea y de los habitantes
de Jerusalén. Ver a Cristo y amarle; verle sufrir
y querer sufrir con El y por El es una sola cosa, y es el objetivo que persigue
la práctica perfecta de los Ejercicios. Ellos suprimen, en el plano
de la vida espiritual, las distancias de tiempo y de espacio que nos separan
sólo por una ilusión nuestra, de la presencia actual del Señor. Y no son
solamente, como muchos reconocen, un prodigio de sabiduría psicológica, sino
uno de aquellos caminos simples, pero milagrosos, que los santos han trazado
para acompañar a las almas sumergidas en el lodo ante la faz informe de Dios.
Giovanni Papini, SAN IGNACIO DE LOYOLA, en “La escala de
Jacob”, 1928.