Por Flavio Mateos
Hoy 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, y en este
año Lunes de Semana Santa, hace exactamente veinte años, el jueves 25 de marzo
de 2004, se estrenaba en Argentina una obra cumbre del arte religioso, la
película más trascendente de la historia del cine y la más revulsiva para el
establishment hollywoodense: La Pasión
de Cristo, dirigida por Mel Gibson. Obra arriesgadísima, inspirada
confluencia de talentos sostenidos por la gracia (puesto que sus máximos responsables
acudían a la misa tridentina diariamente), transgresora respecto de la
mediocridad y cobardía de sus antecedentes en el género, rigurosa tanto en su resolución
formal como jugada en su ortodoxia doctrinal, ya hemos dedicado un libro y
muchas más páginas a la película, así que no queremos repetirnos. Pero,
rememorando este hecho que merece ser recordado, puesto que el beneficio para
los fieles católicos ha sido inmenso en todo el mundo, apenas damos unos
apuntes, para lo cual vamos a traer acá a nuestro siempre requerido Padre
Castellani.
Decía aquel, en su sermón del Domingo de Ramos de 1966:
“Si
nos ponen ante los ojos una escena estremecedora de sufrimientos, naturalmente
lloramos; yo he llorado en el teatro tres o cuatro veces: no en el teatro
nacional. Eso lo puede hacer mejor un actor que un predicador, y mejor aún el
cine. De modo que para llorar a gritos, mejor es que fueran ustedes a ver una
de las treinta y cinco o cuarenta “filmes” que han hecho los yanquis sobre la
Vida de Cristo o su Pasión; “filmes” que empiezan, promedian y terminan con el
dogma moderno de que Cristo apareció en la tierra para defender la Democracia”.
(Esta
y todas las citas están tomadas del libro “Homilías inéditas”, Edive, Mendoza,
2020).
Ahí está servida en bandeja una observación que
permite de inmediato cualificar la película de Gibson: sí, de acuerdo, hemos
llorado mucho (los espectadores normales, no los intelectuales pedantes o
farisaicos, no los judíos ni los modernistas ni los periodistas a sueldo de los
medios masivos de falsificación, que por el contrario han rabiado, pataleado, denigrado,
acusado de antisemitismo y otras paparruchadas al director del film), pero si
debemos destacar por sobre todas las cosas la película, no es por su gran carga
emotiva, absolutamente lograda merced al talento artístico de sus realizadores,
sino porque contradice todas las versiones previas del cine –sea o no
hollywoodense-, cine que nunca se animó
a presentar la Pasión en sí misma, ni se animó a afirmar con convicción la
relación del sacrificio redentor de Cristo que es el sacrificio redentor de la
santa misa, ni se animó a mostrar el fariseísmo de frente y con crudeza, sin
pedir permiso a la B’nai B’rith para satisfacer las demandas de los fariseos contemporáneos.
Sí señor, como dice Castellani: “No está mal llorar los dolores de Cristo; pero
llorar nuestros pecados es más alto; el llorar por todos los pecados del mundo,
aún más alto: “dichosos los que lloran”; el hacerse una idea de lo que será el
pecado delante de Dios, más alto todavía; y el conocer que “Dios es amor” es lo
mejor de todo. Para eso sirve el vivo recuerdo de la Pasión, que tanto se
empeña la Iglesia en suscitar ahora. Eso sí, debe ser vivo, cuanto más vivo
mejor”. Y ese recuerdo vivo, vivísimo, nos lo ha presentado “La Pasión de
Cristo”, que anuncia desde un comienzo, que todo lo que hemos de ver que sufre
Cristo en la película fue, como dice el capítulo 53 de Isaías, que cita el film:
“Él,
en verdad, ha tomado sobre sí
nuestras dolencias, ha cargado con nuestros dolores, y nosotros le reputamos
como castigado, como herido por Dios y humillado. Fue traspasado por nuestros
pecados, quebrantado por nuestras culpas; el castigo, causa de nuestra paz,
cayó sobre él, y a través de sus llagas hemos sido curados”.
Sigue el Padre
Castellani:
“¿Por
qué escogió Cristo una muerte tan atroz? Si bastaba una lágrima, una gota de sangre
del Hombre Dios para hacer la Redención, ¿a qué esa monstruosa orgía de
atrocidades? La respuesta corriente es que sus enemigos eran atroces; y es
buena en puridad. Puesto que Cristo iba a satisfacer por todos los pecados del
mundo, era conveniente que toda la maldad del mundo se volcara sobre él –dice Santo
Tomás. Y así toda la maldad humana se concentró en un rincón del mundo y se hizo
una punta, un “pincho” que cayó sobre un solo hombre. Esa palabra “pincho o
aguijón usa San Pablo: “el pincho del pecado es la muerte”-dice (I Cor. 15,56).”
Esa “extrema violencia” de que acusaron a la película
los que entonces se erigieron en escandalizados guardianes del decoro (mismos
que elogiaban toda clase de bazofia ultraviolenta surgida de la enajenación de
los asalariados de la perversión judeo-hollywoodense), era necesario se
mostrase, y arriba está la razón. Porque además “toda esa masa de perversidad
se había conglomerado en Palestina y era empujada de atrás por toda la
perversidad humana, gobernada por el Príncipe de este Mundo” (Castellani). Y
aquí tenemos otro grandísimo acierto de la película: la presentación del
diablo, el enemigo, el ideólogo homicida y mentiroso de toda esa salvaje maldad
impotente. Y “era necesario –dice Castellani- que la maldad se hiciese
manifiesta en un ejemplo retumbante para darnos una idea de lo que es el pecado
–y sus consecuencias”. De no haberse mostrado todo ello, la película hubiese
sido otra falsificación más, una mediocridad de la que nadie seguiría hablando
ya hace mucho tiempo.
En definitiva, “La Pasión de Cristo” puso en escena, en
la gran pantalla, y de forma bella, todo aquello que nadie se había hasta
entonces animado a des-ocultar, a poner a la consideración mundial, sin
concesiones a la corrección política. El coraje y la audacia que hicieron falta
para ello, ya de por sí vale nuestro encomio. El resultado es una obra que ya
es un clásico del cine. Y como toda obra de arte, llama a ser contemplada,
disfrutada, interpretada para ser, finalmente, trascendida.