Alfred
Hitchcock es el más famoso y el más desconocido de los directores de cine. Que
tal paradoja no es infrecuente nos lo recuerda el ilustre caso de Charles
Foster Kane y su añorado trineo. Sin embargo, “el lado oculto del genio” no se
encuentra husmeando en macabras confidencias de alucinados biógrafos, ni en
reveladoras, enigmáticas y postreras palabras susurradas en el lecho de muerte.
Alfred Hitchcock, como todo gran artista, se reveló de forma indirecta en su
obra; una obra que no tuvo por fin revelar a Alfred Hitchcock. Su fin fue
revelarnos a nosotros mismos, en tanto que espectadores en el cine y en la vida.
Su influencia como artista se ha confesado o
señalado –por cierto que casi siempre sin fortuna- en innumerables películas.
De hecho, a esta altura pareciera que ya está todo resuelto y decidido al
respecto, y cada nueva publicación, obra u homenaje, se comprueba, no hacen
sino repetir los lugares comunes de las anteriores, cuando no intentan innovar
mediante vueltas de tuerca tan torcidas que son la negación misma de la obra de
este director al que han mal interpretado. Pero es precisamente porque
advertimos que casi todo aquello se trata de “mucho ruido y pocas nueces”,
derroche de errores y, pocas veces, aciertos, de muchos que han sufrido el
vértigo sin llegar a subir a la cumbre donde el Hitchcock esencial los
esperaba, es por esto que nos proponemos desmontar el terreno transitado a la
vez que analizar la obra hitchcockiana en lo que tiene de distinguible y única.
Hitchcock es el poeta del Orden. Todos sus films
son la pugna entre el orden y el caos o entre la luz y la oscuridad, a través
de las angustiantes peripecias que sus personajes sufren, y nosotros con ellos.
Cumbres y mesetas de su obra serán recorridos en esta obra, para advertir hasta
qué punto la lucidez del director católico puede ayudar a desengañarnos de las
vanas presunciones que llevamos con nosotros, los curiosos hijos de Adán y Eva.