lunes, 3 de marzo de 2025
EASTWOOD, HITCHCOCK Y EL PERIODISMO TILINGO
Por REDUCO
Se ha hecho un lugar común en la prensa sistémica,
cuando de cine se trata, apalear, denigrar, rebajar, cuanto sea posible, tanto
el cine como la persona de Alfred Hitchcock. Tanto es así, que lo hemos
reflejado, años ha, en dos artículos titulados “Hitchcock y la irritación de los progresistas I y II” (incluidos en
nuestro libro “Lo esencial de Alfred
Hitchcock”). No se nos ocurre otra causa para el resentimiento o la actitud
mezquina de tales medios masivos de desinformación, sino el catolicismo del más grande director de
cine de todos los tiempos. Ya en vida le fue negado una y otra vez el famoso
premio “Oscar”...
Volvemos a encontrar ese desdén por el genio del cine
en una crítica del diario “Clarín”, cuyo título proclama: “Jurado
N°2”: Clint Eastwood pulveriza a Hitchcock en esta película de juicio. https://www.clarin.com/revista-n/jurado-n2-clint-eastwood-pulveriza-hitchcock-pelicula-juicio_0_KilCxMKqc4.html
Según el escriba a sueldo del multimedios de
Goldman-Sachs, la película de
Clint es tan buena que el cine de Hitchcock queda reducido a polvo: Memento, Alfred, quia pulvis es et in
pulverem reverteris.
¿Se trata de una crítica cuaresmal?
El título de la nota –y el contenido- nos despertó la
intriga. Y he aquí que, a raíz de un largo viaje en avión (Lisboa-Rio de
Janeiro) tuvimos la oportunidad de ver –y, en cuanto nos fue posible, mirar- la
película de Eastwood: “Jurado N° 2”.
Se nos podrá argüir que la pequeña pantalla de un avión no es lo más apropiado
para ver una película, y es cierto, pero lo es también que la película se
fundamenta y construye en base a los diálogos, puesto que es una película de
juicio que transcurre en gran parte dentro de un tribunal. De allí el rigor del
guión y la puesta en escena ceñida a los personajes en un ámbito reducido. No
es, por tanto, una película de un gran despliegue visual. Casi se diría que es
un “telefilm”.
Bueno, pero, ¿pulveriza o no pulveriza?
Hablemos de la película. Es realmente buena, muy
buena. Mucho más si tenemos en cuenta la clase de oferta que solemos encontrar
en las butacas de los aviones. Es una película: 1)decente, 2)inteligente,
3)para prestar atención, 4)sin efectos especiales, sin golpes bajos ni escenas
de sexo. Todo lo dicho la convierte en una película inusual, más afín al cine
clásico, del cual Eastwood (94 años), con sus defectos y todo (pues hizo
bastante cine inmoral), viene a ser el último representante.
“Jurado N° 2” es, pues, una buena película menor, modesta,
con actores de segundo orden. No le pidamos mucho más.
El planteo de la película es una vuelta de tuerca a
“Doce hombres en pugna”, obra clásica en dos versiones cinematográficas, en la
cual el protagonista, un miembro del jurado, debe convencer a todos los demás
de sus dudas acerca de la culpabilidad de un acusado, al cual todos se ven
urgidos a condenar para sacarse de encima el compromiso. En este caso, el que
cumple el papel de contradictor, tiene la carga extra de querer hacerlo porque
sabe perfectamente que el acusado es inocente. ¿Cómo lo sabe? La víctima, que
se cree asesinada, en realidad fue atropellada accidentalmente por él mismo, el
“jurado N° 2”, en una noche oscura y tormentosa, habiendo pensado que se
trataba de un venado. Pero, y si fue un accidente, ¿por qué no lo confiesa sin vueltas?
Porque esa misma noche, mientras el acusado agredía a su novia, él estaba en el
mismo bar. Y siendo un ex alcohólico, y pese a que esa noche no probó una gota
de alcohol, razonablemente pensó que nadie le creería. Así, sería muy
probablemente condenado por atropellar a alguien conduciendo “ebrio”. Cuenta
además, este personaje, con la presión extra de tener que zafar pues su joven
esposa embarazada está por dar a luz. Como se ve, el argumento tiene todos los
condimentos dramáticos para atrapar al espectador, en un dilema moral que
acorrala al protagonista.
El problema para Reduco
–o sea, un servidor- es el siguiente: si bien el guión ensambla muy bien todos
estos conflictos, más otros laterales, es muy difícil identificarse con el
protagonista, un joven actor abúlico con bastante poca personalidad, si lo comparamos
sobre todo con los protagonistas de aquellas recordadas versiones de “Doce
hombres en pugna”, como eran Henry Fonda y Jack Lemmon. Además, hay una sub trama
poderosa que a medida que avanza la película cobra mayor protagonismo, y va
apagando el interés sobre la suerte del personaje principal: la fiscal es una
mujer implacable que está decidida a hacer condenar al acusado para favorecer
su ambición política de ser elegida fiscal de distrito. Pero, he allí lo
interesante, su situación da un giro en un momento y, en una especie de
“conversión”, empieza a buscar en serio la verdad, al descubrir que el acusado -¡y
condenado!- es inocente, y que el culpable podría ser en verdad el “jurado N° 2”.
Entonces, el protagonismo del “jurado N°2” pierde vigor, al punto que la
película llega hacia su resolución final sin haber pasado antes por el clímax,
como toda obra clásica narrativa requiere.
En definitiva, la emoción del espectador ha quedado en
modo de espera definitivo. El
suspenso se apagó porque simplemente no nos identificamos con el protagonista
principal. No nos pusimos en su piel. No sufrimos como nuestra su apretura.
Y en esto, claramente, entre tantas cosas, Eastwood al
lado de Hitchcock se parece a Zelensky al lado de Trump. ¿Quién pulveriza a
quién?
Dice el cronista clarinero: “Jurado
Nº 2 traza puentes con otras
tradiciones: la película de juicio, por un lado, y una visión hitchcockiana del
mundo, por el otro. Pero son
puentes contrahechos, caminos torcidos que Eastwood desvía hacia otros destinos”.
¿Qué viene a ser la “visión hitchcockiana del mundo”? Respondamos: la puesta en
escena de un personaje acusado de un crimen que no cometió, pero que es culpable
en otro sentido. Pero eso, ya lo dijimos, deriva de la visión católica de
Hitchcock o, en palabras de Gómez Dávila: “Los hombres se dividen en dos bandos: los que creen
en el pecado original y los bobos”. El que ha construido “puentes contrahechos” es en
verdad Eastwood, v.gr. “Los puentes de Madison”.
¿Qué visión del mundo ofrece aquí Eastwood? La verdad
y la justicia deben ir juntas. Esa noción de bien y justicia, objetivas, no nos
llevan a pensar más allá. En tiempos de wokismo y de agenda 2030, en tiempos de
sionismo, no es poca cosa y no le podemos pedir más.
De nuestra parte, podemos inferir que los juicios por
jurados, democráticos, esencia del Sistema “americano”, en cuanto a lo que se
nos muestra, lleva al triunfo de la injusticia y la mentira. ¿Habrá querido
plantear, Clint Eastwood, algo de eso?
No sabemos. Lo que sí sabemos, es lo que dijo una vez
Alfred Hitchcock, cuando lo cuestionaron por realizar una escena humorística en
las narices mismas de los próceres norteamericanos, en el Monte Rushmore: “Para mí el cine está antes que la democracia”.
No podemos dejar de suscribirlo.
IN MEMORIAM: ANÍBAL D'ÁNGELO RODRÍGUEZ
A
10 años de su muerte
“Dichoso
aquél que muere por su casa y su tierra. Dichoso aquel que muere para que siga
indemne la vida de un niñito, la gloria de un país. Dichoso aquel que muere por
la Cosa Perenne, por un Santo Sepulcro, Dulcinea, Beatriz” .
Charles
Péguy
Por
Antonio Caponnetto
El
21 de febrero de 2015 se nos murió Aníbal D’Ángelo Rodríguez. Una década ya, y
sin un Tito Livio para narrarla.
Aníbal
estuvo ligado activamente a Cabildo desde sus ya lejanísimos
comienzos, hace cinco décadas, bajo la dirección del inolvidable Ricardo
Curutchet; y no sería desproporcionado afirmar que acaso fuera mejor escribir
que Cabildo estuvo ligado a él, en tanto nuestra revista procuró siempre la
compañía de los mejores camaradas, maestros y amigos.
Hay
muchos modos de recordarlo y de darle las gracias por su vida fecunda. Se nos
permitirá elegir de esos modos, los cuatro que más nítidamente nos resultaron
admirables.
Aníbal
se desempeñaba como bibliotecario del legendario colegio Don Jaime. Era un
puesto a su medida, para quien podría haber hecho suyas las palabras del ciego
aquel que gritó sin reproches: “yo que me imaginaba el paraíso bajo la especie
de una biblioteca”. En esa inmensa anaquelería escolar él resolvía todos los
problemas humanos y divinos, visibles e invisibles. Desde el lápiz olvidado por
un chiquillo hasta la bibliografía especializada que requería algún docente.
Desde el crayón o la tiza para el ocupante olvidadizo de un pupitre, hasta los
libros sapienciales que formaban los entendimientos.
Conocía
a cada uno por su nombre (algo se ha dicho al respecto en el Evangelio); y
todos lo conocían a él, casi universalmente apodado Papi. Cuando tuve que
escribir un pequeño libro para uso interno de los chicos del Don Jaime –Venimos
desde el ayer fue su título- Aníbal se convirtió en el personaje
obligado que protagonizaba diálogos y tertulias. Tomó con benevolencia ese
tránsito de la realidad a las letras. Y con la afabilidad de siempre siguió
ejerciendo su mester diario. Incluso hubo una versión mexicana de este
librillo, adaptada por la Profesora Sofía Villavicencio Márquez, y editada por
la Universidad Autónoma de Guadalajara, en 1998.
Aníbal
seguía allí de protagonista omnisciente, dibujado como un anciano sapiente y
enojoso cada vez que correspondía. Cuando le mostré la “prueba” de su fama en
la entrañable comunidad jalisciense sonrió con expresiva complacencia. La
legítima travesura pedagógica había traspasado las fronteras.
Hubo
en Aníbal un segundo oficio y era el de humorista. No era cómico, ni gracioso;
tal vez ni siquiera divertido. Y al final de los años conoció momentos de
depresión y de tristeza, como es humanamente comprensible.
En
una de las cartas que de vez en vez supo mandarme, me habló de esa angustia que
los psicólogos llaman existencial y que, él, sin rodeos, prefería llamar “cosas
de viejo”. Pero tenía por naturaleza ingenio y gracia, y sabía tocar todas las
cuerdas de la ironía, todos los matices del sarcasmo, todas las honduras de la
broma. Por lo mismo que era circunspecto y formal, podía ser eutrapélico. Y
entonces, las prosas y las glosas dangelianas alcanzaban genuinas cumbres de
risa franca y contagiosa.
El
lector regular de Cabildo puede dar testimonio de cuanto
decimos. Y todavía hoy, los más antiguos, recordarán su participación en
aquella chanza formidable que se pergeñó desde las páginas cabildeñas en los
años setenta, cuando el genio de Luis María Bandieri decidió “probar” que
Borges no existía. Recuerdo que Curutchet, Falcionelli y Aragón, entre otros,
reían a dos carrillos ante los desopilantes argumentos sobre la inexistencia de
Georgie. Bandieri ha sabido recordar no hace tanto este episodio, fruto de su
pluma festiva, de su talento inmenso y de su erudición apabullante. Era un juego
servido en bandeja para que “Papi” participara. Y lo hizo. Marcó un hito en la
historia bien nutrida del humorismo nacionalista. No nos olvidemos tampoco de
sus imitaciones al Sancho de Castellani, que en nada se diferenciaban del
original. Yo intenté algo parecido, tanto a modo de tributo a Aníbal como al
mismísimo cura loco. Nos hubiéramos reído un largo rato intercambiando esos
plagios cantados. Eso creo.
Hubo
un tercer Aníbal, que podríamos llamar el intelectual estudioso y combativo.
Quizás y mejor, el apologeta, hablando un poco a la antigua usanza. Nos dejó
varios libros notables y un sinfín de escritos, que han hecho un bien inmenso
en ordenar, recopilar y editar sus descendientes. Sobre todo, gracias al
inteligente fervor juvenil del padre Martín Villagrán. Dios le pague. Ojalá se
puedan incluir en esos preciados volúmenes lo que se encuentre de su anunciado
libro sobre el siglo XX; y unos cuentos que, ya cerca del final, me comentó que
le mandaba a Gabriela Cura y a Hugo Esteva. No conozco ninguno, pero deduzco
que –por lo que llegó a decirme-tenían a sus nietos más pequeños como
destinatarios.
Aníbal
poseía el hábito (en otra carta me lo dice), de levantarse una y otra vez del
asiento en pos de alguno de sus infinitos libros, para consultar sobre lo que
andaba elaborando. Cuando la artrosis le hizo doloroso ese ir y venir por los
estantes, decidió escribir algo que no lo obligara a pasar continuamente de una
postura a la otra. Entonces encontró como solución redactar cuentos. Para lo
cual no necesitaba respaldo bibliográfico. Bendita artrosis que engendró un
Aníbal cuentero. La mía, apenas si me suscita improperios. Por
favor, si alguno de los mentados conserva esos relatos literarios de Aníbal,
que sea tan amable de compartirlos.
Su
capacidad de lectura era apabullante. Su facilidad para conocer el estado
actual de la cuestión –cualquiera fuera ella- sorprendía hasta a los
especialistas. Su modo grato de comunicar lo difícil, era proverbial entre sus
dones. Todo esfuerzo le parecía poco para defender a Dios y a la Patria; a las
glorias de la Iglesia y de la Civilización Cristiana. Ahora, con internet,
cualquier cacatúa sueña con la pinta de Menéndez y Pelayo. Pero Aníbal estaba
al corriente de todo lo édito, sin distinguir entre la tecla “enter” y la
“control”, como corresponde a todo varón decente.
Jorge
Bohdziewicz –entrañable amigo y maestro- Fundador del Instituto Bibliográfico
Antonio Zinny, le publicó un par de obras preñadas de lucidez en defensa del
Nacionalismo, y desenmascarando a la vez a dos de sus torvos detractores:
Fernando Devoto y Cristian Buchrucker. Vale la pena leerlas y estudiarlas a
fondo. Es grande el provecho que se sigue. Máxime cuando no faltan hoy
apatridistas –que así se llaman a sí mismos: ¡extraña honra!- que hacen del Nacionalismo
su principal enemigo, ignorándolo todo acerca de él.
A
veces diferíamos en algunos juicios prudenciales, lo que me llenaba de
intranquilidad. Pero las diferencias eran insignificantes y él sabía dirimirlas
con una caridad y un sentido práctico pocas veces visto. En carta del 15 de
noviembre de 2006 –a propósito de una de esas distinciones- estampó algo que
hoy suena a clarividente vaticinio: “Mi posición es "no hay enemigos a la
derecha" con la PRIMERA y SUSTANCIAL (las mayúsculas son de Aníbal)
aclaración de lo erróneo y equívoco de la palabra derecha y mi certeza de que
la autodenominada derecha liberal no es derecha”. Podrían tomar debida nota los
abanderados del neoderechismo mileista, cuya <batalla cultural>, al final
se supo, no era más que un recurso de tahúres para tener una alcancía
posmoderna cargada de criptomonedas.
Por
último, hubo en Aníbal un militante nacionalista de la primerísima hora. De la
hora de los pugilatos en las calles, de los testimonios viriles a plena luz del
día, de los riesgos corridos con la exposición del propio pellejo en cada
circunstancia crucial. Nacionalismo católico y argentino, nativo y propio de
estas tierras nuestras. Pero jamás avergonzado por tener que defender a los
nacionalistas de otras latitudes, ni a los grandes movimientos nacionales que
batallaron en Europa, ni la verdad histórica conculcada por los aliados, ni a
los grandes derrotados de Occidente tras la tragedia de 1945. Cuando las
izquierdas le recordaban este pasado suyo para desprestigiarlo, él reconocía
con honor su antigua y renovada militancia. Postura que incluso había abrevado
en su propio entorno familiar. Aníbal era un bien criado y mejor aprendido.
Cada vez que desde Página 12 lo acusaban de neonazi, él fingía
una iracundia jocosa: “¿Cómo neo? Yo soy paleonazi en todo caso”. Era otra de
sus ocurrencias.
Por
eso al despedirlo, a la vera de su féretro, en su antigua casona bellavistense,
con el telón de fondo de una legión de hijos y de nietos, de parientes y de
amigos que se acercaban a acompañarlo, no pude evitar, junto al rezo silente,
la musitación de aquella Marcha del Aliancista que lo acompañó desde los días
de su lejana juventud:
Despierta
camarada, que fresca de rocío
la
voz de los clarines te llama a tu deber,
la
media luz del alba ya alumbra los caminos
¡Despierta,
camarada, llegó el amanecer!
Si
en medio del combate cayeras, camarada,
con
el azul y blanco tu cuerpo cubriré.
Besada
por la luna de cerros y de pampas,
la
tierra en que descanses florecerá en laurel
Has
despertado, camarada. Y desde tu vigilia perenne nos aguardas. Dios nos haga
merecedores de encarnar la consigna teresiana, permaneciendo firmes y sin
dormir, pues no hay paz sobre la tierra. Entonces, en esa vigilia nos
encontraremos de nuevo, ya sin las fatigas ni las pesadumbres de la marcha
terrena.
Camarada
Aníbal D´Ángelo Rodríguez: ¡Presente!
ESOTERISMO: EVOLA, CRISTIANISMO E ISLAM
por Don Curzio Nitoglia
Introducción
Los
crueles acontecimientos que han rodeado la aplicación de la «solución final
palestina» en la Franja de Gaza en los últimos meses deben hacernos tomar
partido a favor de los masacrados y en contra de los masacradores (sin
justificar la carnicería perpetrada el 7 de octubre en una fiesta rave). Sin
embargo, sería un gran peligro abrazar también la religiosidad islamista, a la
luz de las tradiciones esotéricas, contra las que debemos luchar con uñas y
dientes.
Ahora,
algunos ocultistas, entre ellos Edouard Schuré (del que se han hecho eco Evola,
Guénon y Schuon), han intentado acreditar la extravagante teoría del
«cristianismo esotérico».
Según
su hipótesis, incluso Jesús sería un «gran iniciado», un «maestro del
ocultismo», un sufí y un «gnóstico» como ha habido relativamente pocos a lo
largo de la historia de la humanidad y, por tanto, el cristianismo no sería
sustancialmente diferente del islam.
Para
apoyar su tesis, se apoyan en ciertas frases de la Sagrada Escritura, sacadas
de contexto y explicadas de forma diferente a la interpretación unánime de los
Padres de la Iglesia, de los Doctores escolásticos y de los Exegetas neo-escolásticos
aprobados por la Iglesia.
¿Hablamos de Sabiduría sólo entre
los «Perfectos»?
Para
reforzar esta tesis suya, se aferran a San Pablo, cuando escribe: «Hablemos de
la Sabiduría entre los perfectos» (I Cor., II, 6), tratando de hacerle decir
que la doctrina de la Sabiduría cristiana debe ser expuesta y discutida sólo a
y entre los «perfectos».
Por
el contrario, los Exegetas enseñan: «Sólo aceptando con la totalidad de la Fe
el Misterio de Cristo crucificado, el cristiano será iniciado e introducido en
la verdadera “Sabiduría”. El Evangelio, en efecto, es una «Sabiduría», pero una
«Sabiduría sobrenaturalmente misteriosa y salvadora», dada a los «Perfectos».
Sin
embargo, ¿quiénes son estos «Perfectos» para San Pablo? No piense en ellos como
los «iniciados» de los misterios ocultos del paganismo, como si el cristianismo
fuera una doctrina esotérica reservada sólo a los iniciados. ¡No! Al contrario
- la «Sabiduría», que es el séptimo Don del Espíritu Santo, está abierta a
todos, y todos, aunque de modos diferentes, son capaces de ella y deben ser
conducidos a recibirla» (Settimio Cipriani, Le Lettere di Sam Paolo, Asís, Cittadella
Editrice, 5ª edición, 1971, Primera Epístola a los Corintios, cap. II,
versículo 6, nota a pie de página nº 6/7).
Para
los esoteristas, en cambio, la «Sabiduría» sería un conocimiento
iniciático/esotérico, auto-salvador e incluso auto-divinizador (o Gnosis), al
que el hombre llegaría por sus solas fuerzas naturales y sobre todo a través de
la ciencia oculta.
¿Hablaba Jesús exclusivamente en
parábolas?
De
ahí que estos esoteristas citen al propio Jesús, que «sólo hablaba en
parábolas» (Mt., XIII, 34); de ahí que concluyan que el Redentor ocultó a las
masas la Verdad sublime, superior y sapiencial por principio, explícita y
sistemáticamente, presentándola o más bien velándola con palabras oscuras y
difíciles de comprender; lo que equivale a ocultarla con el silencio. Por lo
tanto, Cristo habría sido un esoterista y el Evangelio contendría en principio
una doctrina secreta.
Los Padres, Doctores y Exegetas han explicado siempre lo contrario, citando la Escritura en un sentido conforme a la Tradición apostólica, de la que son -si son moralmente unánimes- la voz genuina, el intérprete oficial y el eco fiel, que -en última instancia- sólo puede interpretar auténticamente el Magisterio público de la Iglesia.
CHESTERTON Y BORGES
Por Juan
Manuel de Prada
Siglo y
medio después de su nacimiento, las obras de Gilbert Keith Chesterton se siguen
reeditando regularmente y existe un creciente ‘culto’ a su figura. Resulta, en
verdad, paradójico (pero un escritor tan dotado para la paradoja como
Chesterton no podía tener otro destino) que una época empeñada en descreer de
todo aquello en lo que Chesterton fervorosamente creía se haya empeñado también
en tributar su veneración a Chesterton. Y es que el escepticismo terminal y
putrescente de nuestra época no ha podido con el talento en tromba del creador
del padre Brown, con su sentido común de tonelada, con la rozagante buena salud
de sus argumentaciones y el esplendor de su estilo, que se derramó sobre todos
los géneros.
Chesterton,
que en sus postrimerías fue un autor cada vez más vilipendiado por sus
compatriotas, disfrutó sin embargo en España y en otros países católicos de una
popularidad que se extendió durante los años cuarenta y cincuenta. Pero en la
segunda mitad del pasado siglo (a medida que los países católicos se
‘protestantizan’), sobre Chesterton cae un manto de oprobio, debido a sus
opiniones ‘reaccionarias’ (o sea, clarividentes y atinadísimas) sobre la
democracia, el progresismo, el evolucionismo, el feminismo y demás ‘ismos’
eméticos circulantes. Ni siquiera su valedor más ferviente y prestigioso, Jorge
Luis Borges, pudo sustraerse al rechazo general que producía en el progresismo
ambiental el pensamiento de Chesterton; y ya cuando escribe su necrológica en
la revista ‘Sur’ se desmarca de las posiciones de su maestro («Ninguna de las
atracciones del cristianismo puede competir con su desaforada
inverosimilitud»), asegurando que Chesterton es lo que es a pesar, y no
gracias, a su catolicismo.
Borges
también afirmará que «el interés que promueven [las creencias de Chesterton] es
limitado; suponer que [lo] agotan es olvidar que un credo es el último término
de una serie de procesos mentales y emocionales». Pero resulta que para
Chesterton el Credo era algo mucho más importante que «una serie de procesos
mentales y emocionales». Era el combustible de toda su literatura, que se
dedicaba a alumbrar los misterios de la fe, no al modo árido de tantos
apologetas envarados, sino al modo malabar de un artista circense, de tal
manera que los dogmas se ponen ante nuestros ojos a hacer volatines y fingen
estar ebrios, haciéndonos reír casi sin darnos cuenta, como nos haría reír un
señor que saliese a la calle vestido con pijama y bombín. Algo tan elemental
jamás lo entendió Borges, que por mucho que leyó y citó y tradujo a Chesterton,
por mucho que imitó su humor polémico y la hermosa «claridad latina» de su
estilo paradójico, siempre se empeñó en construir un Chesterton a su medida,
aligerado o ‘depurado’ de aquellos aspectos de su pensamiento que le resultaban
ininteligibles o le provocaban rechazo (no olvidemos que, para Borges, «la idea
de un ser perfecto, omnipotente, todopoderoso, es la máxima creación de la
literatura fantástica»).
De este
modo, todas las lecturas que Borges hace de Chesterton son cojas, hemipléjicas,
a menudo grotescas, cuando no directamente idiotas. Así ocurre, por ejemplo,
cuando nos presenta ‘El hombre que fue Jueves’ como una fantasía a mitad de
camino entre Lewis Carroll y Franz Kafka, ignorando la tesis teológica que el
libro esconde entre sus páginas. Pues ‘El hombre que fue Jueves’ es, ante todo,
una finísima fábula sobre los misterios del sufrimiento, el libre albedrío y el
problema del mal, que al fin y al cabo son los mismos asuntos que hallamos en
el Libro de Job; sólo que el tratamiento chestertoniano es por completo
novedoso. Para un lector poco avisado, ‘El hombre que fue Jueves’ puede parecer
una diatriba contra el anarquismo; pero Chesterton no dirige sus dardos contra
la desobediencia a los gobiernos, sino contra el ‘non serviam’ convertido en un
«vasto movimiento filosófico que está siempre anunciando una futura era de
bienaventuranzas».
A la postre,
Borges formaba parte de ese vasto movimiento filosófico; de ahí que, aunque
siempre escribiese bajo el «notorio influjo» de Chesterton, nunca pudiese
penetrar en el hombre que palpitaba en la brillantez de su escritura, en el que
se amalgamaban –como escribiera Leonardo Castellani– «la sabiduría del anciano,
la cordura del varón, la combatividad del joven, la petulancia del muchacho,
la risa del niño y la mirada asombrada y seria del bebé». Y todas esas prendas
comparecen en su escritura, que ejercen un influjo vitalmente atrayente en sus
lectores. Porque el influjo que Chesterton ejerce no es solamente (a diferencia
del que ejerce Borges) de índole intelectual o estética; Chesterton es también
un ‘maître à penser’ que configura nuestro pensamiento y nos enseña a vivir.
Creo que
esta es, a la postre, la razón última de la vigencia de Chesterton, siglo y
medio después de su nacimiento; una vigencia que es de la misma naturaleza que
la de otros autores como Cervantes o Dostoievski que, además de brindarnos deleite
literario, nos modelan interiormente; una vigencia que Borges no podrá tener
nunca, aunque sea el escritor en español técnicamente más perfecto de todo el
siglo XX. Sin duda, se trata de una magnífica ironía que Dios eligiese a Borges
como rescatador de Chesterton, sin permitirle penetrar la razón última de su
valía, del mismo modo que eligió a Moisés como guía hacia la tierra prometida,
sin permitir que la pisase. Y es que Dios es un ironista tan paradójico y
deslumbrante como el mismísimo Chesterton.
https://noticiasholisticas.com.ar/chesterton-y-borges-por-juan-manuel-de-prada/
viernes, 21 de febrero de 2025
CONSTRUCCIÓN DE LA MODERNIDAD
Hoy 21 de febrero se cumplen diez
años de la muerte del maestro Aníbal D’Angelo Rodríguez. Reproducimos un
escrito suyo a manera de homenaje.
Por ANÍBAL D'ANGELO RODRÍGUEZ (1927-2015)
Como hemos dicho, la modernidad es, primero, una de las dos
formas culturales de la civilización occidental. Ello no significa olvidar que
surgió en un momento determinado y que, en consecuencia, puede servir también
para identificar una etapa de nuestra civilización. Y que así como la
cristiandad tiene una «prehistoria» (los siglos I a V de nuestra era), un
desarrollo (siglos V a X) un apogeo (siglos XI a XIII) y una crisis (siglos XIV
a XX)[1],
la modernidad recorre también una trayectoria paralela, con una prehistoria
(siglos XI a XIII), una transición (siglos XIV a XVII), un desarrollo (siglos
XVIII y XIX) y una crisis (siglo XX).
En efecto, la modernidad como forma cultural comienza a construirse en
Occidente en los mismos siglos en que la Cristiandad llega a su apogeo. Está
representada, al principio, por un simple «cambio de acento» en los temas a
estudiar, un nuevo interés por la naturaleza, apenas uno de esos «aleteos de la
mariposa», que a la vuelta de los años se convertirá en un ciclón.
En los siglos de transición el cambio se irá profundizando y precisando. Es el
nominalismo (siglo XIV), el renacimiento y el humanismo (siglo XV), la reforma
protestante (siglo XVI) y el racionalismo (siglo XVII). Todo ello acompañado,
como una música de fondo, por el crecimiento de la ciencia moderna y la
expansión de Europa por el mundo.
Si se observa con cuidado, se notará que todos estos movimientos preparatorios
de la modernidad propiamente dicha se producen dentro de la civilización
occidental, que por entonces se llamaba –y se comprendía a sí misma como– la
cristiandad. Todos ellos son claras herejías (los protestantismos) o
desarrollos filosóficos (el nominalismo, el humanismo y el racionalismo) o
movimientos artísticos de superficie que expresaban cambios del punto de vista
(el renacimiento). Pero todos con clara dependencia de un patrón cultural
cristiano, del cual se distinguían o separaban sin dejar de tenerlo por punto
de referencia. Todo eso estalla –en el siglo XVIII– en tres grandes
revoluciones que completan la obra precedente de la etapa (y los movimientos)
de transición. Al comenzar el siglo, la revolución cultural del iluminismo, en
donde reside el verdadero meollo de la modernidad. A mediados del siglo, la
llamada «revolución industrial», y a fines de la centuria, las revoluciones
políticas, cuyo modelo es la francesa.
En cuanto al iluminismo, éste consiste en una nueva visión del mundo que se
edifica con la herencia de los siglos precedentes y con la obligada –y ya
mencionada– relación con la cristiandad. Sólo que parte (como dijimos más
arriba) de la negación del punto de partida de la religión que había edificado
a esa otra forma cultural: la existencia de un Dios providente, omnipotente y
omnisciente que gobierna al mundo, y su reemplazo por la humanidad, sujeto de
la historia humana que recorre una trayectoria necesaria: la del progreso,
mediante la cual esa humanidad llegará a saberlo todo, gracias a la ciencia, y
a dominar la naturaleza, haciéndose «dueño y señor» de ella.
Véase cómo expresaban esto los pensadores del siglo XVIII: «La
naturaleza no ha establecido límite alguno al perfeccionamiento de nuestras
facultades humanas. La perfectibilidad del hombre es verdaderamente indefinida
y el progreso de esta perfectibilidad de ahora en adelante es por lo tanto
independiente de lo que pudiera hacer cualquier poder que quisiera detenerlo y
no tiene más límites que la duración del globo terráqueo [...] Este progreso
[...] no podrá ser nunca detenido ni nada podrá hacernos volver atrás mientas
la tierra siga ocupando su sitio en el vasto sistema del universo»[2].
Obsérvese
que el progreso actúa aquí como una fuerza «divina» en el sentido de que es
«independiente de lo que pudiera hacer» cualquier hombre en particular. Es una
fuerza cuya sede está en una humanidad que adquirirá los caracteres de Dios, su
providencia (el Progreso conduce al mundo como Dios lo hacía en la cosmovisión
cristiana), su omnisapiencia (la humanidad llegará a saberlo todo) y su
omnipotencia (la naturaleza será puesta a su servicio mediante las técnicas que
derivan de la ciencia). Pero lo importante de la visión que Condorcet traduce
es su necesidad: ya no es un camino que el hombre puede elegir sino
que «la perfectibilidad» se ha hecho independiente del hombre: no es una meta,
es un destino ineluctable.
Es esta nueva visión del hombre la que está en la raíz de la modernidad, la que
explica su desarrollo y también su crisis, como veremos más adelante. Y es una
visión con la que Belloc tropezó y a la que dedicó sus principales obras que
–como la presente– son de Filosofía de la Historia más que de Historia.
Es también la que explica nuestro tiempo, puesto que setenta y cinco años
después de este libro todavía el debate intelectual de fondo sigue siendo el de
progresismo y anti-progresismo (así lo ve la mayoría de los contemporáneos) o
–como diría Belloc– el de cristianismo o modernismo.
*
En el «Estudio preliminar» al libro «Sobrevivientes y recién
llegados» de Hilaire Belloc, Ed. Pórtico – 2004.
[1] Obsérvese que hablamos de la
Cristiandad –forma cultural– y no del cristianismo ni de la Iglesia Católica.
[2] Boceto de una imagen histórica del
progreso del espíritu humano,
por el Marqués de Condorcet, 1795. Citado por R. Nisbet en Historia
de la idea del Progreso, Gedisa, Barcelona 1981.
https://blogdeciamosayer.blogspot.com/2019/09/construccion-de-la-modernidad-anibal.html
sábado, 3 de agosto de 2024
NOTA SOBRE LA POSESION DE LA VERDAD
Por Louis Jugnet
La pretensión de “estar en la verdad”,
de “tener la verdad" indigna a mucha gente que replica: “Eso es orgullo” o
también: “Entonces, todos los otros están en el error”, etc... En la medida en
que tal prejuicio es curable, tratemos de eliminarlo aclarando algunas
confusiones.
1.-Pensar, por razones bien
fundadas, que uno está en la verdad no es de ningún modo índice
de orgullo, sino —por sorprendente que esto pueda parecer a algunos—
de humildad. El conocimiento humano, en
efecto, precisamente en cuanto limitado
e imperfecto, no constituye la realidad, sino que debe someterse a ella. La verdad es el
acuerdo entre el espíritu y la cosa conocida. Cuanto más modesto y fiel sea el espíritu
humano, tanto más probabilidades tendrá de ver
que la realidad (científica, filosófica, teológica) se descubre
ante él, gracias a una especie de ascesis
de la inteligencia y de la voluntad.
2.-“Conocer la verdad”, “estar en la verdad” es considerado por algunos
de nuestros adversarios de una manera tan
estúpida que uno se pregunta si a veces esta confusión que
cometen no es voluntaria. Disipémosla
sin embargo:
a) “tener razón”, “estar en la verdad”,
“poseer la verdad”, no significa en
absoluto ni que el filósofo o teólogo que afirma poseer este
privilegio sepa todo y que no se equivoque nunca en nada, lo
que sería pura y simplemente grotesco (y
sin embargo, ¡es lo que algunos parecen creer!),
b) ni que su doctrina no contenga ninguna obscuridad, ninguna franja inexplicable, o
que agote totalmente la realidad en todas sus profundidades. “Hay más cosas en
el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que puede soñar vuestra filosofía”
(Hamlet). Nada más verdadero. También
aquí, un “dogmático” sabe afirmar cuando hace falta, y respetar el misterio
dondequiera lo encuentra. (¿Hará falta repetir, por enésima vez, que la
expresión escolástica “adaequatio rei et ¡ntellectus” no significa de ninguna manera “correspondencia
absolutamente perfecta entre la cosa y el pensamiento”, sino relación de
conformidad objetiva y válida, aunque limitada, no
siendo ningún conocimiento humano exhaustivo?).
c) Eso no significa tampoco que fuera de la doctrina que
se defiende todo sea falso en las doctrinas
adversas. Los filósofos tomistas no piensan en absoluto cuestionar que haya
verdades en Berkeley, Kant, Hegel, Marx, Bergson; los teólogos católicos no
quieren negar en modo alguno que haya verdades en el protestantismo, en el judaísmo,
en el brahmanismo. Pero la cuestión que se
plantea es muy distinta. Se trata de
saber si esas verdades están, por así decir, a su gusto, en libertad, y como en su casa, en las doctrinas
adversarias. Ahora bien, lo que pensamos es que esas verdades no cumplen allí
sino un papel parcial, fragmentario, incompleto, que
están envueltas por errores flagrantes que las deforman,
falseando su verdadero alcance; y que de este modo, lo que
domina en una doctrina falsa, y por lo cual
corre el riesgo de ser propiamente desastrosa, es el espíritu
de esta doctrina, espíritu de error y de negación.
Ejemplos:
El judaísmo y el islamismo insisten
siempre en la unidad de Dios (lo cual
es verdad), pero lo hacen intencionalmente, de un modo unilateral, que excluye el dogma
cristiano de la Trinidad. Lutero insiste en el hecho de que la gracia sola justifica y, en estado bruto,
esta fórmula es verdadera. Pero en
él, esto excluye la economía católica de los sacramentos, etc...
Igualmente, Kant ve con justeza que el
conocimiento es activo, pero concibe
esta actividad como ciega y constructiva, que no
alcanza al ser. Marx ve bien el
papel con frecuencia demasiado desconocido del factor económico. Pero le
adjudica un alcance exclusivo e inaceptable, etc… Todo no es falso, en
detalles, en las doctrinas, pero el
espíritu lo infecta todo. Si esas verdades son admisibles y
asimilables, lo son con la condición de que
sean extraídas de esas falsas doctrinas (por consiguiente, primero crítica del error) y en
cierto modo sean “bautizadas”, repensándoselas
en otra perspectiva.
3.-Estas pretensiones, a pesar de ser
tan limitadas, chocan todavía a algunos. Es porque no creen en la posibilidad para el espíritu humano
de alcanzar la verdad con certeza. Son escépticos o relativistas por temperamento. No
hay que pensar que tal actitud sea el máximo exponente de la cultura o de la
inteligencia. Hay allí, por el contrario, una
pura y simple anemia (o impotencia)
intelectual. El escepticismo no es
una posición normal. La historia del
pensamiento, como la patología mental, muestra en él una degradación del
espíritu, una impotencia para cumplir nuestras funciones
intelectuales. Tal actitud debe corregirse y reformarse mediante
una verdadera reeducación moral,
intelectual y espiritual. No hay que hundirse beatamente en ella,
si se quiere ser verdaderamente hombre. Algunos dicen cuando escuchan a alguien
que les expone una doctrina determinada: “Él dice esto, es su punto de vista,
pero otro diría otra cosa sobre
la misma cuestión”. Quienes esto dicen muestran a las claras que son
subjetivistas hasta los tuétanos, incapaces de considerar por si mismos el contenido de una doctrina (punto
de vista del objeto estudiado, del ser) y capaces sólo de considerar el sujeto que juzga, que se sirve de su inteligencia.
LOUIS JUGNET
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La magnitud del Milagro del Sol, el 13
de octubre de 1917 en Fátima, se relaciona con la magnitud del mensaje que nos
quería transmitir Dios. Y si las apariciones fueron proféticas, no podemos
dejar de pensar en que debieron anunciar o figurar de algún modo el destino que
le esperaba a la Iglesia, amenazada por sus más terribles enemigos. En efecto,
el Cielo no sólo anunció la llegada del comunismo, sino también la devastadora
crisis en el seno de la Iglesia, ocupada por sus enemigos. Este es un análisis de
esos hechos, en un esbozo a lo largo de significativos y cronológicamente
coincidentes sucesos en la historia de la Iglesia, en el combate del Anticristo
contra el Papado, que se aproxima a su fin.
Para todos los que se interesan
verdaderamente en buscar la salida de esta frenética pesadilla a la que el
mundo está siendo sometido, para los que se sienten tentados de tomar caminos
desesperados, simplistas o peligrosos, con respecto a la crisis en la Iglesia,
es imperioso conocer las apariciones, los sucesos y los mensajes de Ntra. Sra. de
Fátima.
El Corazón Inmaculado de María no sólo
sufre las ofensas y maltratos de los enemigos de la Iglesia de N.S. Jesucristo,
sino también y particularmente la cobardía y la indiferencia de sus hijos. Este
libro se suma a otra serie de títulos sobre Fátima, esperanza nuestra, con el
fin de esclarecer y mantener presente en nosotros la misión que el Cielo nos ha
encomendado.
Ningún católico verdadero puede permanecer indiferente o dormido en esta hora
decisiva para la Iglesia y el mundo.
OTROS TITULOS SOBRE FÁTIMA EN NUESTRA
EDITORA:
FORASTERO EN EL MUNDO
Por Juan Manuel de Prada
Me lo dijo
un señor que acababa de leerse mi más reciente novela, cuando se me acercó para
que se la firmara, en una caseta del Retiro: «Esta novela sólo la puede haber
escrito un hombre pretecnológico como usted». Por el ademán y el tono que había
empleado se podía entender que estaba tratando de piropearme; pero la
observación en sí podría haber sido perfectamente un vituperio. Como yo
reaccioné con un gesto algo mohíno, el señor quiso disipar cualquier ambigüedad
y remachó: «Se lo digo como un elogio. Yo también soy pretecnológico y sé
reconocer a uno de los míos».
Hablando más
reposadamente con aquel señor, entendí al fin la intención de su comentario.
Pretendía significar que aquella novela había sido escrita ‘a la antigua
usanza’, no sólo porque tuviese una extensión inusitada, sino también porque la
habitaban multitud de personajes, porque sus frases eran fluviales, porque su
estilo incluía figuras retóricas o formas de adjetivación que nuestra época
juzga jeroglíficas. Y también pretendía significar que una novela escrita de
este modo exige un lector que todavía no haya sido maleado fatalmente por las
nuevas tecnologías, que imponen una lectura nerviosa, puramente funcional, y
exigen un lenguaje cuanto más rudimentario y expeditivo mejor. Agradecí al
señor que ponderase de este modo mi novela; pero a la postre sus ponderaciones
y alabanzas me dejaron melancólico.
Según
estudios recientes, los adolescentes sólo son capaces de concentrarse en una
tarea durante sesenta y cinco segundos, mientras que los adultos apenas pueden
aguantar tres minutos. Todos podemos comprobarlo en nuestra vida cotidiana,
observando a nuestros hijos, observando a la gente que nos rodea, observándonos
a nosotros mismos. La tecnología está impulsando una mutación antropológica
como tal vez el mundo no contemplaba desde el tránsito de la cultura oral a la
cultura escrita. Aquel tránsito mató, sin duda, muchas de nuestras capacidades
de memorización y erosionó nuestra vida comunitaria, a cambio de brindarnos
indudables ventajas. Pero la tecnología está produciendo en nuestras vidas
mutaciones mucho más problemáticas. ¿Qué actividad propiamente humana se puede
desarrollar durante sesenta y cinco segundos? ¿Qué cantidad de amor y
abnegación podemos brindar en tres minutos?
Las nuevas
tecnologías, con su profusión de pantallitas y dispositivos portátiles, nos han
sumergido en un carrusel vertiginoso que ha centrifugado nuestra humanidad, que
ha hecho añicos nuestra capacidad de concentración, que ha atomizado y
desintegrado todas nuestras percepciones, que nos ha incapacitado para
desarrollar tareas que exijan dedicación y esmero. Y ha impuesto una nueva
forma de lectura ‘en diagonal’ que no merece tal nombre, tan compulsiva y
bulímica como el consumo de pornografía, en la que no tiene cabida el deleite
estético, tampoco la argumentación compleja o refinada. Así, toda lectura que
exija nuestra atención se convierte ipso facto en aflictiva;
toda expresión literaria sutil se torna pedantesca; toda argumentación compleja
se vuelve árida y prolija.
Nos hallamos
ante una auténtica mutación antropológica que no queremos afrontar, al estilo
del pecador que no quiere aceptar su pecado y termina santificándolo. Y lo más
amedrentador de esta mutación es que la dependencia tecnológica que padecemos
no es meramente morbosa, al estilo de un sarampión; ni siquiera lo es al estilo
de un cáncer, que pillado a tiempo se pueda remediar mediante su extirpación.
Las nuevas tecnologías se están convirtiendo –desde luego, para las nuevas
generaciones, pero también para mucha gente ya talludita– en una dependencia
orgánica: dependemos de ellas como dependemos de nuestros pulmones, de una
manera a la vez visceral e inconsciente que ya ni siquiera advertimos. Pero, si
nos privasen de esa dependencia, lo experimentaríamos de forma traumática, como
una mutilación que nos deja incompletos, exactamente igual que si nos privasen
de un pulmón.
Aquel lector
que ponderó mi novela me estaba salvando de la quema, pero también me estaba
condenando a una melancolía semejante a la que a veces asalta a don Quijote,
cuando advierte que le ha tocado vivir en un mundo sin caballería andante, un
mundo en el que se siente forastero y lo contempla como una estantigua propia
de otra época. Es muy triste vivir en un mundo sin caballería andante, casi
tanto como escribir en un mundo nervioso que camina hacia la noche; y que,
mientras camina, nos contempla con una mezcla de piedad y aprensión, como si
fuésemos mutilados.