Por Louis Jugnet
La pretensión de “estar en la verdad”,
de “tener la verdad" indigna a mucha gente que replica: “Eso es orgullo” o
también: “Entonces, todos los otros están en el error”, etc... En la medida en
que tal prejuicio es curable, tratemos de eliminarlo aclarando algunas
confusiones.
1.-Pensar, por razones bien
fundadas, que uno está en la verdad no es de ningún modo índice
de orgullo, sino —por sorprendente que esto pueda parecer a algunos—
de humildad. El conocimiento humano, en
efecto, precisamente en cuanto limitado
e imperfecto, no constituye la realidad, sino que debe someterse a ella. La verdad es el
acuerdo entre el espíritu y la cosa conocida. Cuanto más modesto y fiel sea el espíritu
humano, tanto más probabilidades tendrá de ver
que la realidad (científica, filosófica, teológica) se descubre
ante él, gracias a una especie de ascesis
de la inteligencia y de la voluntad.
2.-“Conocer la verdad”, “estar en la verdad” es considerado por algunos
de nuestros adversarios de una manera tan
estúpida que uno se pregunta si a veces esta confusión que
cometen no es voluntaria. Disipémosla
sin embargo:
a) “tener razón”, “estar en la verdad”,
“poseer la verdad”, no significa en
absoluto ni que el filósofo o teólogo que afirma poseer este
privilegio sepa todo y que no se equivoque nunca en nada, lo
que sería pura y simplemente grotesco (y
sin embargo, ¡es lo que algunos parecen creer!),
b) ni que su doctrina no contenga ninguna obscuridad, ninguna franja inexplicable, o
que agote totalmente la realidad en todas sus profundidades. “Hay más cosas en
el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que puede soñar vuestra filosofía”
(Hamlet). Nada más verdadero. También
aquí, un “dogmático” sabe afirmar cuando hace falta, y respetar el misterio
dondequiera lo encuentra. (¿Hará falta repetir, por enésima vez, que la
expresión escolástica “adaequatio rei et ¡ntellectus” no significa de ninguna manera “correspondencia
absolutamente perfecta entre la cosa y el pensamiento”, sino relación de
conformidad objetiva y válida, aunque limitada, no
siendo ningún conocimiento humano exhaustivo?).
c) Eso no significa tampoco que fuera de la doctrina que
se defiende todo sea falso en las doctrinas
adversas. Los filósofos tomistas no piensan en absoluto cuestionar que haya
verdades en Berkeley, Kant, Hegel, Marx, Bergson; los teólogos católicos no
quieren negar en modo alguno que haya verdades en el protestantismo, en el judaísmo,
en el brahmanismo. Pero la cuestión que se
plantea es muy distinta. Se trata de
saber si esas verdades están, por así decir, a su gusto, en libertad, y como en su casa, en las doctrinas
adversarias. Ahora bien, lo que pensamos es que esas verdades no cumplen allí
sino un papel parcial, fragmentario, incompleto, que
están envueltas por errores flagrantes que las deforman,
falseando su verdadero alcance; y que de este modo, lo que
domina en una doctrina falsa, y por lo cual
corre el riesgo de ser propiamente desastrosa, es el espíritu
de esta doctrina, espíritu de error y de negación.
Ejemplos:
El judaísmo y el islamismo insisten
siempre en la unidad de Dios (lo cual
es verdad), pero lo hacen intencionalmente, de un modo unilateral, que excluye el dogma
cristiano de la Trinidad. Lutero insiste en el hecho de que la gracia sola justifica y, en estado bruto,
esta fórmula es verdadera. Pero en
él, esto excluye la economía católica de los sacramentos, etc...
Igualmente, Kant ve con justeza que el
conocimiento es activo, pero concibe
esta actividad como ciega y constructiva, que no
alcanza al ser. Marx ve bien el
papel con frecuencia demasiado desconocido del factor económico. Pero le
adjudica un alcance exclusivo e inaceptable, etc… Todo no es falso, en
detalles, en las doctrinas, pero el
espíritu lo infecta todo. Si esas verdades son admisibles y
asimilables, lo son con la condición de que
sean extraídas de esas falsas doctrinas (por consiguiente, primero crítica del error) y en
cierto modo sean “bautizadas”, repensándoselas
en otra perspectiva.
3.-Estas pretensiones, a pesar de ser
tan limitadas, chocan todavía a algunos. Es porque no creen en la posibilidad para el espíritu humano
de alcanzar la verdad con certeza. Son escépticos o relativistas por temperamento. No
hay que pensar que tal actitud sea el máximo exponente de la cultura o de la
inteligencia. Hay allí, por el contrario, una
pura y simple anemia (o impotencia)
intelectual. El escepticismo no es
una posición normal. La historia del
pensamiento, como la patología mental, muestra en él una degradación del
espíritu, una impotencia para cumplir nuestras funciones
intelectuales. Tal actitud debe corregirse y reformarse mediante
una verdadera reeducación moral,
intelectual y espiritual. No hay que hundirse beatamente en ella,
si se quiere ser verdaderamente hombre. Algunos dicen cuando escuchan a alguien
que les expone una doctrina determinada: “Él dice esto, es su punto de vista,
pero otro diría otra cosa sobre
la misma cuestión”. Quienes esto dicen muestran a las claras que son
subjetivistas hasta los tuétanos, incapaces de considerar por si mismos el contenido de una doctrina (punto
de vista del objeto estudiado, del ser) y capaces sólo de considerar el sujeto que juzga, que se sirve de su inteligencia.
LOUIS JUGNET