A
10 años de su muerte
“Dichoso
aquél que muere por su casa y su tierra. Dichoso aquel que muere para que siga
indemne la vida de un niñito, la gloria de un país. Dichoso aquel que muere por
la Cosa Perenne, por un Santo Sepulcro, Dulcinea, Beatriz” .
Charles
Péguy
Por
Antonio Caponnetto
El
21 de febrero de 2015 se nos murió Aníbal D’Ángelo Rodríguez. Una década ya, y
sin un Tito Livio para narrarla.
Aníbal
estuvo ligado activamente a Cabildo desde sus ya lejanísimos
comienzos, hace cinco décadas, bajo la dirección del inolvidable Ricardo
Curutchet; y no sería desproporcionado afirmar que acaso fuera mejor escribir
que Cabildo estuvo ligado a él, en tanto nuestra revista procuró siempre la
compañía de los mejores camaradas, maestros y amigos.
Hay
muchos modos de recordarlo y de darle las gracias por su vida fecunda. Se nos
permitirá elegir de esos modos, los cuatro que más nítidamente nos resultaron
admirables.
Aníbal
se desempeñaba como bibliotecario del legendario colegio Don Jaime. Era un
puesto a su medida, para quien podría haber hecho suyas las palabras del ciego
aquel que gritó sin reproches: “yo que me imaginaba el paraíso bajo la especie
de una biblioteca”. En esa inmensa anaquelería escolar él resolvía todos los
problemas humanos y divinos, visibles e invisibles. Desde el lápiz olvidado por
un chiquillo hasta la bibliografía especializada que requería algún docente.
Desde el crayón o la tiza para el ocupante olvidadizo de un pupitre, hasta los
libros sapienciales que formaban los entendimientos.
Conocía
a cada uno por su nombre (algo se ha dicho al respecto en el Evangelio); y
todos lo conocían a él, casi universalmente apodado Papi. Cuando tuve que
escribir un pequeño libro para uso interno de los chicos del Don Jaime –Venimos
desde el ayer fue su título- Aníbal se convirtió en el personaje
obligado que protagonizaba diálogos y tertulias. Tomó con benevolencia ese
tránsito de la realidad a las letras. Y con la afabilidad de siempre siguió
ejerciendo su mester diario. Incluso hubo una versión mexicana de este
librillo, adaptada por la Profesora Sofía Villavicencio Márquez, y editada por
la Universidad Autónoma de Guadalajara, en 1998.
Aníbal
seguía allí de protagonista omnisciente, dibujado como un anciano sapiente y
enojoso cada vez que correspondía. Cuando le mostré la “prueba” de su fama en
la entrañable comunidad jalisciense sonrió con expresiva complacencia. La
legítima travesura pedagógica había traspasado las fronteras.
Hubo
en Aníbal un segundo oficio y era el de humorista. No era cómico, ni gracioso;
tal vez ni siquiera divertido. Y al final de los años conoció momentos de
depresión y de tristeza, como es humanamente comprensible.
En
una de las cartas que de vez en vez supo mandarme, me habló de esa angustia que
los psicólogos llaman existencial y que, él, sin rodeos, prefería llamar “cosas
de viejo”. Pero tenía por naturaleza ingenio y gracia, y sabía tocar todas las
cuerdas de la ironía, todos los matices del sarcasmo, todas las honduras de la
broma. Por lo mismo que era circunspecto y formal, podía ser eutrapélico. Y
entonces, las prosas y las glosas dangelianas alcanzaban genuinas cumbres de
risa franca y contagiosa.
El
lector regular de Cabildo puede dar testimonio de cuanto
decimos. Y todavía hoy, los más antiguos, recordarán su participación en
aquella chanza formidable que se pergeñó desde las páginas cabildeñas en los
años setenta, cuando el genio de Luis María Bandieri decidió “probar” que
Borges no existía. Recuerdo que Curutchet, Falcionelli y Aragón, entre otros,
reían a dos carrillos ante los desopilantes argumentos sobre la inexistencia de
Georgie. Bandieri ha sabido recordar no hace tanto este episodio, fruto de su
pluma festiva, de su talento inmenso y de su erudición apabullante. Era un juego
servido en bandeja para que “Papi” participara. Y lo hizo. Marcó un hito en la
historia bien nutrida del humorismo nacionalista. No nos olvidemos tampoco de
sus imitaciones al Sancho de Castellani, que en nada se diferenciaban del
original. Yo intenté algo parecido, tanto a modo de tributo a Aníbal como al
mismísimo cura loco. Nos hubiéramos reído un largo rato intercambiando esos
plagios cantados. Eso creo.
Hubo
un tercer Aníbal, que podríamos llamar el intelectual estudioso y combativo.
Quizás y mejor, el apologeta, hablando un poco a la antigua usanza. Nos dejó
varios libros notables y un sinfín de escritos, que han hecho un bien inmenso
en ordenar, recopilar y editar sus descendientes. Sobre todo, gracias al
inteligente fervor juvenil del padre Martín Villagrán. Dios le pague. Ojalá se
puedan incluir en esos preciados volúmenes lo que se encuentre de su anunciado
libro sobre el siglo XX; y unos cuentos que, ya cerca del final, me comentó que
le mandaba a Gabriela Cura y a Hugo Esteva. No conozco ninguno, pero deduzco
que –por lo que llegó a decirme-tenían a sus nietos más pequeños como
destinatarios.
Aníbal
poseía el hábito (en otra carta me lo dice), de levantarse una y otra vez del
asiento en pos de alguno de sus infinitos libros, para consultar sobre lo que
andaba elaborando. Cuando la artrosis le hizo doloroso ese ir y venir por los
estantes, decidió escribir algo que no lo obligara a pasar continuamente de una
postura a la otra. Entonces encontró como solución redactar cuentos. Para lo
cual no necesitaba respaldo bibliográfico. Bendita artrosis que engendró un
Aníbal cuentero. La mía, apenas si me suscita improperios. Por
favor, si alguno de los mentados conserva esos relatos literarios de Aníbal,
que sea tan amable de compartirlos.
Su
capacidad de lectura era apabullante. Su facilidad para conocer el estado
actual de la cuestión –cualquiera fuera ella- sorprendía hasta a los
especialistas. Su modo grato de comunicar lo difícil, era proverbial entre sus
dones. Todo esfuerzo le parecía poco para defender a Dios y a la Patria; a las
glorias de la Iglesia y de la Civilización Cristiana. Ahora, con internet,
cualquier cacatúa sueña con la pinta de Menéndez y Pelayo. Pero Aníbal estaba
al corriente de todo lo édito, sin distinguir entre la tecla “enter” y la
“control”, como corresponde a todo varón decente.
Jorge
Bohdziewicz –entrañable amigo y maestro- Fundador del Instituto Bibliográfico
Antonio Zinny, le publicó un par de obras preñadas de lucidez en defensa del
Nacionalismo, y desenmascarando a la vez a dos de sus torvos detractores:
Fernando Devoto y Cristian Buchrucker. Vale la pena leerlas y estudiarlas a
fondo. Es grande el provecho que se sigue. Máxime cuando no faltan hoy
apatridistas –que así se llaman a sí mismos: ¡extraña honra!- que hacen del Nacionalismo
su principal enemigo, ignorándolo todo acerca de él.
A
veces diferíamos en algunos juicios prudenciales, lo que me llenaba de
intranquilidad. Pero las diferencias eran insignificantes y él sabía dirimirlas
con una caridad y un sentido práctico pocas veces visto. En carta del 15 de
noviembre de 2006 –a propósito de una de esas distinciones- estampó algo que
hoy suena a clarividente vaticinio: “Mi posición es "no hay enemigos a la
derecha" con la PRIMERA y SUSTANCIAL (las mayúsculas son de Aníbal)
aclaración de lo erróneo y equívoco de la palabra derecha y mi certeza de que
la autodenominada derecha liberal no es derecha”. Podrían tomar debida nota los
abanderados del neoderechismo mileista, cuya <batalla cultural>, al final
se supo, no era más que un recurso de tahúres para tener una alcancía
posmoderna cargada de criptomonedas.
Por
último, hubo en Aníbal un militante nacionalista de la primerísima hora. De la
hora de los pugilatos en las calles, de los testimonios viriles a plena luz del
día, de los riesgos corridos con la exposición del propio pellejo en cada
circunstancia crucial. Nacionalismo católico y argentino, nativo y propio de
estas tierras nuestras. Pero jamás avergonzado por tener que defender a los
nacionalistas de otras latitudes, ni a los grandes movimientos nacionales que
batallaron en Europa, ni la verdad histórica conculcada por los aliados, ni a
los grandes derrotados de Occidente tras la tragedia de 1945. Cuando las
izquierdas le recordaban este pasado suyo para desprestigiarlo, él reconocía
con honor su antigua y renovada militancia. Postura que incluso había abrevado
en su propio entorno familiar. Aníbal era un bien criado y mejor aprendido.
Cada vez que desde Página 12 lo acusaban de neonazi, él fingía
una iracundia jocosa: “¿Cómo neo? Yo soy paleonazi en todo caso”. Era otra de
sus ocurrencias.
Por
eso al despedirlo, a la vera de su féretro, en su antigua casona bellavistense,
con el telón de fondo de una legión de hijos y de nietos, de parientes y de
amigos que se acercaban a acompañarlo, no pude evitar, junto al rezo silente,
la musitación de aquella Marcha del Aliancista que lo acompañó desde los días
de su lejana juventud:
Despierta
camarada, que fresca de rocío
la
voz de los clarines te llama a tu deber,
la
media luz del alba ya alumbra los caminos
¡Despierta,
camarada, llegó el amanecer!
Si
en medio del combate cayeras, camarada,
con
el azul y blanco tu cuerpo cubriré.
Besada
por la luna de cerros y de pampas,
la
tierra en que descanses florecerá en laurel
Has
despertado, camarada. Y desde tu vigilia perenne nos aguardas. Dios nos haga
merecedores de encarnar la consigna teresiana, permaneciendo firmes y sin
dormir, pues no hay paz sobre la tierra. Entonces, en esa vigilia nos
encontraremos de nuevo, ya sin las fatigas ni las pesadumbres de la marcha
terrena.
Camarada
Aníbal D´Ángelo Rodríguez: ¡Presente!