Por Ignacio Balcarce
Para
lograr una inteligencia transparente del naufragio cultural que padece
Occidente deberíamos -como primer movimiento analítico- remontarnos al “Siglo
de las Luces” para encontrarnos con los primeros balbuceos de la ideología
iluminista. Instalados allí, podríamos indagar en sus causas, y eso nos
remontaría más atrás en el tiempo, por lo menos, a la revolución protestante.
Pero
en este caso, queremos contribuir a esclarecer el desarrollo de la tendencia
revolucionaria atendiendo a otros factores que han intervenido en el despliegue
del proceso destructivo, que reporta cierta complejidad para su comprensión,
porque no siempre avanza de manera limpia y homogénea.
El
iluminismo -como primera corriente antropocentrista y secularizadora- encontró
un complemento perfecto en otro fenómeno cultural que en principio se insinúa
como reacción antagónica, para finalmente amalgamarse en una misma y única
cosmovisión inmanentista que se extiende hasta hoy.
La
convergencia de iluminismo y romanticismo configura la trama de principios y
valores de eso que llamamos Modernidad, como corriente cultural inmanentista
que predomina desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Entender esta
abigarrada mixtura es de mayor importancia porque constituye el núcleo
ideológico desde donde proliferan todas las demás ideologías que actualmente
circulan desbocadas por nuestros ambientes.
RAZON
DISMINUIDA
El
temerario presupuesto de la ideología iluminista fue que la religión divide
a los hombres, es causa de guerras y por lo tanto debía ser suprimida, para
pasar a buscar otro tipo de nexo vinculante para la humanidad. Ese nuevo
punto de reunión capaz de conducir a una fraternidad universal será la Razón,
pero una razón disminuida, sin alcance metafísico, sin capacidad de
certezas religiosas, porque justamente, esa urticante cuestión, era la que
debía ser abolida para evitar las tensiones sociales.
Al
mismo tiempo que se rinde culto a la diosa razón, se promueve el agnosticismo metafísico
y religioso, pisoteando toda la auténtica sabiduría tradicional heredada de
Grecia, Roma y los contextos cristianos, que supieron encontrar en la razón el
cauce adecuado para comunicarse con lo divino. La religión es el privilegio de
la creatura racional, repetían los Padres de la Iglesia.
Desde
entonces el iluminismo vegeta en un racionalismo cientificista,
patinando en la superficialidad del empirismo, que si bien puede proveer
conocimientos para el desarrollo técnico y el dominio de la naturaleza, es
incapaz de otorgar el saber que eleva al hombre y le da expansión al espíritu.
Ante
ese asfixiante panorama irrumpe el romanticismo, con la intención de recuperar
la dimensión religiosa del hombre. Pero más allá de la valerosa iniciativa,
este movimiento no logra escapar a ciertos postulados iluministas, y
compartiendo errores comunes, contribuye a consolidar la cultura de la
inmanencia que tiene atrapado al hombre contemporáneo.
DESVIOS
El
romanticismo es un tema que suele ser mal encarado. Por lo general reducido a
una expresión artística, y la mayoría de las veces, aparece acusado por
el iluminismo liberal como la vertiente precursora de los populismos actuales,
pero esta simplista imputación parece responder más a una incapacidad ilustrada
para entender la sociabilidad humana y asumir con franqueza las deficiencias de
ciertos formalismos institucionales. Los desvíos románticos pasan por otro
lado.
Debe reconocerse como un movimiento heterogéneo, con distintas fases y distintas expresiones regionales a medida que se fue difundiendo, pero su nacimiento y primera oleada tiene que ubicarse en Alemania, a finales del siglo XVIII y principios del XIX. No es fortuito que aparezca en territorio protestante, donde el cristianismo de vena luterana es un fideísmo subjetivista.
Se
pueden enumerar distintas líneas dentro del romanticismo que van desde las
vertientes cristianas y las neopaganas, a las simplemente nacionalistas y
revolucionarias. Lo que nos permite reconocer como típicamente románticos
personalidades disímiles como Novalis, los hermanos Schlegel y los Grimm,
Schleiermacher, Schelling, Schopenhauer, Heine o posteriormente Wagner. De la
raíz alemana se va a extender un romanticismo inglés, francés, italiano,
europeo en general, hasta recalar en América con sus matices propios.
Para
aclarar más el panorama podemos establecer una serie de antagonismos generales
que se plantean en relación al iluminismo, aunque hay que advertir que
pretender elegir uno entre ellos dos sería caer en la trampa dialéctica.
Frente
al racionalismo oponen el sentimentalismo; frente a la ciencia oponen el arte;
frente a la civilización universal y cosmopolita oponen el nacionalismo y la
exaltación de las particularidades locales; frente al academicismo oponen la
cultura popular; frente al mundo comprendido de modo mecanicista oponen la
interpretación de la naturaleza como un ser viviente y dinámico, que muchas
veces llega a confundirse con la misma divinidad; y frente al materialismo
irreligioso perseguirán una revalorización de la espiritualidad.
LA
RELIGION
Precisamente,
en el modo de interpretar la religión vamos a encontrar la clave del
problema: la incapacidad para escapar a la burbuja de la inmanencia.
Schleiermacher,
uno de los padres fundadores del romanticismo, define la religión como
sentimiento del Absoluto. Imprimiendo una nueva comprensión del fenómeno
religioso que significa anular la relación real y objetiva que se compone entre
un Dios trascendente y personal que ha revelado un dato concreto para que los
hombres, al recepcionarlo intelectualmente, logren organizar sus vidas en la
verdad. La redefinida relación con Dios pasará a resolverse en las vivencias
interiores, en el difuso mundo de los afectos y la volatilidad de las
emociones.
El
romanticismo saca la religión de la realidad cognoscible para todos y la
traslada al ámbito de los sentimientos y la experiencia subjetiva. Lo
importante a advertir en esta reconfiguración de lo religioso es que
movimientos de impronta anti-materialista y anti-empirismo no alcanzan
a superar el inmanentismo, y predican una espiritualidad sin conexión con
una auténtica instancia trascendente y una verdad objetiva que ha descendido
desde la esfera sobrenatural, pero con el respaldo de los argumentos necesarios
para ser asimilada intelectualmente por todos en la complementariedad de la fe
y la razón.
Siguiendo
ese sendero que no distingue con precisión lo sobrenatural y lo
natural, la gracia y la naturaleza, lo eterno y lo temporal, se llega al
panteísmo y al ateísmo - y a todas las espiritualidades en boga-, porque el
hombre concluye por identificarse con Dios y Dios con una naturaleza cerrada
sobre sí misma, y cuando todo es Dios, nada es Dios. Sucede que el
romanticismo ha recogido otro vicio iluminista: el historicismo progresista.
RETROCESO
GNOSTICO
Si
bien reivindican el pasado buscando prestar fidelidad a una identidad histórica
-incluso removiendo los más antiguos mitos fundacionales para internarse en un
brumoso esoterismo ancestral-, creen encontrar en la desfiguración historicista
de la religión una suerte de evolución -al dejarse modelar por un zeitgeist (clima
cultural de la época)- que los introduce a una era de mayor comprensión y
conciencia de la divinidad, cuando en realidad, esto supone un claro
retroceso a los viejos divagues gnósticos.
En
este enfoque la religión ya no depende de una fe seria, en información
sustentada con argumentos sólidos y testigos confiables, sino que es una
elaboración personal que la va reduciendo a especulación subjetiva. A
partir de esto, creer -que es un modo válido y certero de conocimiento humano
cuando cuenta con respaldo confiable- será devaluado a conjetura caprichosa y
podrá considerarse mera superstición.
Esta
falsa religiosidad no estipula ningún riesgo para el proyecto iluminista, por
eso es recibida como opción libre del individuo y se le presta espacios para su
despliegue en el fuero privado, mientras la vida pública se va organizando
sobre el tejido institucional iluminista de carácter ateo, presentado como
neutro y tolerante de todas las confesiones bajo el nombre de laicismo.
De
las nupcias del iluminismo y el romanticismo brotarán las energías para atacar
el Antiguo Régimen.
REVOLUCIONARIOS
Este
consorcio es posible mediante otro factor: el nacionalismo, que no
puede confundirse con el sano patriotismo.
La
nación soberana que se entiende a sí misma como un sujeto histórico que debe
tomar conciencia de sí y lanzarse a la conquista de libertad para desplegar
todas sus potencialidades será la idea fuerza de las revoluciones
modernas. Esta corriente nacional-liberal se irá coagulando en los
Estados modernos organizados institucionalmente para asumir una supuesta
soberanía del pueblo y movilizando todas las fuerzas sociales en un proyecto de
poder fáctico. El Estado se configura como una agencia centralizada y
secular dedicada a construir la gloria nacional.
Si
Hegel significó la unidad teórica del iluminismo y el romanticismo, Napoleón
representa lo mismo en la arena política. Logró concentrar todas las fuerzas
sociales en un mismo proyecto de poder nacional que se instala por encima de
todas las diferencias, incluso de las posturas religiosas y las convicciones
morales. La idea fue que la instrucción cívica y la leva masiva forjaran “ciudadanos
patriotas” identificados con la defensa de un poder estatal
secularizado y territorial vinculado a ideales republicanos.
El
Estado fue encumbrado hasta identificarse con la patria, lo que permitió
absorber todas las funciones sociales en una extendida burocracia estatal que
invadiendo todas las esferas no duda en sujetar y usar a la misma religión para
intereses temporales, en la típica inversión en la jerarquía de bienes que
realiza la mentalidad inmanentista.
En
ese contexto ser patriota será ser demócrata, jurar por la
constitución, recitar preámbulos o cantar himnos, sin importar la religión que
se confiese y más allá de las oposiciones morales que puedan existir. La
república se alza como un valor supremo; la convivencia democrática como un
ídolo; el crecimiento económico como un fetiche.
Tras
esa fachada de abstracta unidad, el pueblo comienza a resquebrajarse en mil
divisiones porque ya ni siquiera se reconoce un concepto objetivo de justicia y
de bien común. En esas condiciones no hay sociedad porque no hay socios
cooperando en un fin común. Hay disociedad, lucha de poder, democracia y
relativismo, que consolida a la república como un sistema diseñado para buscar
equilibrios en el desorden y la tensión permanente. Ya no hay orden ni se lo
procura; hay caos organizado.
La
verdadera patria -ese patrimonio moral que une a los pueblos en una cadena
intergeneracional- fue ahogada en proyectos de poder material que
instrumentalizando valores y elementos tradicionales para forzar la cohesión
social vuelcan los pueblos al economicismo colectivo, en una obsesiva búsqueda
de bienestar que paradójicamente, inhibe toda posibilidad de vida
verdaderamente humana. La Iglesia pierde su autoridad moral, la
religión flota como un accesorio secundario y la cultura se rebaja a
expresiones superficiales que ya no reflejan la auténtica idiosincrasia de las
comunidades.
CONCLUSIÓN
En
resumen, el romanticismo permanece en la esfera de la inmanencia, pero
despliega un discurso más atractivo y conmovedor que el frío iluminismo. Por lo
tanto, ha servido para arrastrar a otra clase de espíritus al proceso
revolucionario contra el orden tradicional y católico, que por ser el orden
de la Verdad, es el único que establece un efectivo criterio de prioridades que
permite el desarrollo social integral en dirección al fin último de los hombres
y proporciona los medios para alcanzarlo en el marco del respeto por las
culturas particulares, a las que eleva y purifica de todo elemento corrosivo.
También
cabe aclarar que siendo el Estado-nación una construcción moderna que se
estableció atacando el orden social católico, hoy son los enclaves a defender
frente al vertiginoso avance del globalismo, ideología de dominación que
expresa un paso más en el proceso revolucionario anticristiano, con sus
costumbres depravadas y una concentración desmesurada de poder en agencias
supranacionales.
https://www.laprensa.com.ar/Laberintos-del-romanticismo-562509.note.aspx
