Por
REDUCO
Casi
llamamos necropsia a este trabajo que nos decidimos a hacer, quizás para
justificar el gasto de comprar y leer este libro que nos deja un sabor muy
amargo en la boca.
Si
uno se propone saber quién era Alfred Hitchcock, deberá ignorar olímpicamente
la presente “anatomía del maestro del suspense”, escrita por alguien llamado
Edward White cuyos antecedentes mencionables son haber trabajado dos años en la
BBC y colaborar en el suplemento literario de The Times.
Muchos
años después de la bochornosa biografía de Donald Spoto, ahora tenemos una
especie de reedición (un remake) bajo otro nombre, autor y formato. En esencia
es lo mismo. Está advertido el lector.
De
paso, este autor mismo dice que la biografía de Spoto fue ridiculizada “por
algunos de los colaboradores más fieles de Hitchcock por malicioso y fantasioso”.
La ventaja que tiene este autor de ahora es que no quedan colaboradores de
Hitchcock vivos o si lo están serán demasiado ancianos para ocuparse de
ridiculizar a este sucesor de Spoto. Bueno, nosotros vamos a hacerlo. No porque
conociéramos a Hitchcock, sino porque conocemos sus películas.
Escribir
una biografía, ¿para qué? ¿Qué se propone quien lo hace?
De
las vidas de los grandes hombres, los héroes y los santos, podemos sacar
enseñanzas de vida, deseos de imitación, y una mayor admiración por la gracia
de Dios que obra en nuestro barro.
De
la vida de los malvados, podemos entender cómo obra el diablo, y de qué modo
esas personalidades han marcado la historia. De cómo las ideas erradas pueden
desviar a un hombre del buen camino.
De
las vidas de los grandes artistas, que en general no son ejemplares ni
imitables, podemos sacar un mayor entendimiento acerca de la obra que llevaron
a cabo y legaron al mundo. Y de allí también una mayor valoración y admiración
por esa obra.
Por lo tanto, en este último caso, sin una admiración y deseo de mayor comprensión de la obra del artista, la biografía en sí carece de interés, y sólo se trata de un amasijo de anécdotas de chismosos, de destape de miserias físicas escudriñadas con placer morboso, de defectos espulgados con afán psicoanalítico, y de hasta teorías peregrinas que cuestionarían todo lo que hasta ahora se sabía del personaje-víctima en cuestión.
Este libro reúne esos defectos y al hacerlo no deja de exponer la inepcia porque promete descubrirnos “doce vidas de Alfred Hitchcock” y al final no nos entrega ni una sola.Para
empezar, el subtítulo dice que es una “anatomía del maestro del suspenso”, pero
una anatomía es el estudio de las partes del cuerpo, no del alma o la
psicología. White se traiciona porque intenta todo el tiempo bucear en las
profundas y oscuras motivaciones de la conducta de Hitchcock. Pero, finalmente,
como no entiende al autor por su obra, es decir sus películas, no llega a penetrar
en el alma de este complejo personaje. Porque White parte de una premisa
equivocada: pretende explicar (no decimos entender) el cine de Hitchcock a
través de su vida, cuando lo correcto es llegar a entender en cierto modo la
vida de Hitchcock a partir de sus películas. Y cuando decimos “la vida” no
queremos decir ese conjunto infinito de gestos fútiles de cada día, esas
miserias humanas que todos tenemos, sino lo que subyace bajo las apariencias, y
que se ha podido plasmar en su obra artística.
Empezamos
el libro leyendo la que este autor nos propone como la vida número doce: “El
hombre de Dios”. Allí se revela claramente que el escritor no es católico ni entiende
el catolicismo, por lo cual no puede entender el catolicismo –virtuoso o
negligente- del biografiado. Y por eso no entiende sus películas, lo cual lo
ayudaría precisamente para entender al hombre que las hizo. Ejemplo de esto lo
tenemos cuando explica la aparición de Grace Kelly en “La ventana indiscreta”
como algo “extraterrestre”, apareciendo de la nada en la oscuridad total
mientras Jeff duerme. Eso, como ya lo explicamos en uno de nuestros libros, es
la imagen de Eva que aparece ante Adán. Y la película, como el cine de
Hitchcock, nos habla siempre de la caída, del pecado original. Pero vaya uno a
explicarle esto a un periodista inglés ateo deseoso de sacar fama con una
biografía de un director famoso.
Según
Eduardo Blanco, el colegio jesuita le habría inoculado a Hitchcock “fascinación
por la tortura, el dolor físico y el sufrimiento”. Dirá luego que el uso del
color por parte de Hitchcock en sus películas, sobre todo en los atuendos de
las actrices “rayaba en lo litúrgico”. ¿Explica por qué? No. ¿Cuál sería el sentido
litúrgico del gris en Kim Novak de Vértigo,
para este autor? No lo sabemos. ¿Y el amarillo de la protagonista de Marnie? Gris y amarillo, por supuesto, no
son colores litúrgicos. ¿Y el rosa del vestido de Grace Kelly en Para atrapar al ladrón, sería tal vez en
recuerdo del Domingo de laetare?... Sigue así el biógrafo su despiste como al
decir que Extraños en un tren “tiene suficientes
objetos poseídos como para llenar la Gruta de Lourdes” (¡!). Y no se priva de algún
dardo venenoso hacia los sacerdotes. Y
de acusar a Hitchcock de cierta severidad jansenista (¡!). Y sobrepasa los límites
cuando juzga que la conexión final de Hitchcock con el catolicismo -que el
sacerdote que iba a darle misa a su casa ha testimoniado, diciendo que veía caer
sus lágrimas cuando comulgaba- tenía que ver “con sus anticuados modales
ingleses y con su miedo a la confrontación con una figura de autoridad” (¡!). Cómo
habría leído este biógrafo el alma de Hitchcock, no nos lo cuenta…
Blanco
parece preocuparse demasiado en escarbar en busca de “lo peor de Hitchcock”, el
cual según él era egocéntrico, presumido, mujeriego, sádico, de una masculinidad
rígida, profanador de la moral pública, hombre convencional temeroso y
supersticioso, quizás engañado por su esposa (¡!). Abundan en este libro los “parece
que”, los “aparentemente” y, como ya dijimos, las pesquisas psicoanalíticas para
tratar de dar interés a un libro soso como una revista de sala de espera. Su
lista de insultos es casi tan abundante como la lista del misericordiador Bergoglio.
El
autor muy políticamente correcto dice: “Los dandis gais de Hitchcock [se
refiere especialmente a los de La soga,
pero no solo a ellos] transmiten una idea limitada, estereotipada y bastante sombría
de la vida de los homosexuales. Casi todos ellos están marcados por la
psicopatía, la enfermedad mental, la soledad o la miseria [¡Bravo, decimos
nosotros, es la realidad!]. Quizá, sin embargo, los usó para reconocer y
explorar las ambigüedades de su propia identidad”. Así que el gordo Hitchcock, felizmente
casado con una única esposa toda la vida, habría querido explorar su identidad sexualmente
ambigua (¡!).
Y
a pesar de todo eso que plantea suciamente, al autor, sin embargo, no le queda
más remedio que reconocer, en uno de sus capítulos, que Hitchcock era un hombre
de familia.
Quizás
uno de los pocos aciertos del autor esté en afirmar que “el humor en la obra de
Hitchcock podría explicar en cierta medida por qué nunca ganó un Oscar, un
premio que casi siempre favorece lo “serio” sobre lo cómico”. En parte sí, pero
fundamentalmente porque Hitchcock no era reconocido como “uno de ellos”.
Y
también esto es cierto: “La desaprobación y las incesantes bromas hacia
aquellos que se creen por encima de su posición son, sin duda, un rasgo del carácter
inglés de Hitchcock”.
Se
dice en la contratapa del libro:
“Con
humor e inteligencia, Edward White relaciona de forma iluminadora las películas
de Alfred Hitchcock con distintos momentos de su vida y su temperamento, y
analiza la producción cinematográfica completa, desde los primeros trabajos en
Inglaterra hasta sus películas más célebres en Hollywood”.
Como
hemos visto, ni humor ni inteligencia ni relación iluminadora. Ni siquiera es
un libro con “suspenso” o “entretenimiento”.
Sigue
diciendo la contraportada: “…cada uno de los doce capítulos del libro revela
algo fundamental sobre el hombre que se escondía detrás de este gran icono
cultural del siglo XX”.
Lo
único que revela el libro es la sandez de su redactor a la hora de abordar la
compleja vida de Alfred Hitchcock. De quien no diremos que fue precisamente un
modelo, pero al que le cabe una indagación más seria y consustanciada con su
obra. El biógrafo no demuestra ni entusiasmo ni conocimiento de su obra. Ergo,
su “anatomía del maestro del suspense” fracasa rotundamente.
