Por JOSEPH
PEARCE
27 de marzo
de 2021
Han pasado diecisiete años desde
el estreno de La Pasión
de Cristo de Mel Gibson, y ha pasado casi el mismo tiempo desde la
última vez que la vi. Hubo un período de varios años después de su lanzamiento
en que mi esposa y yo nos propusimos verla durante la Semana Santa. Esto llegó
a su fin después de que nuestra hija tuvo la edad suficiente para verse
afectada por lo que veía en la pantalla, siendo la violencia espantosa de la
presentación de la Pasión por parte del Sr. Gibson inadecuada para ojos
jóvenes. Durante años, por lo tanto, nuestra copia del DVD acumuló polvo entre
los muchos discos olvidados en un gabinete de la sala de juegos. Este año,
habiendo cumplido recientemente nuestra hija los trece años, lo sacamos, lo
desempolvamos y lo vimos juntos en familia.
Quedé asombrado nuevamente de lo
buena que es. Es tan buena, de hecho, que resulta inadecuado verla simplemente
como una película. Es mucho más. Transciende el género, desafiando sus
limitaciones. Lo hace, paradójicamente, rompiendo todas las reglas. El diálogo,
del cual hay muy poco, es parco, sucinto y va al grano. No hay verborrea
superflua. No se pronuncia palabra alguna que no sea absolutamente necesaria, y
cada palabra es transmitida con potencia precisa. Y, lo que es más, el diálogo
escaso está en arameo o en latín, requiriendo el uso de subtítulos. Esta audaz decisión
de dejar que la historia hable en lenguas arcaicas “muertas” es verdaderamente
inspirada, añadiendo una profundidad y un poder paradójicos, lo numinoso
sirviendo para ennoblecer lo luminoso, así como el latín ennoblece e ilumina la
liturgia. Hacer que Cristo hablara en inglés de Hollywood habría vulgarizado y
trivializado Sus palabras, de la misma manera en que la lengua vernácula
vulgariza y trivializa las palabras de la consagración en la Misa. Además, los
subtítulos añaden una sutileza a la experiencia del espectador de la obra,
requiriendo una implicación visual con las palabras y no meramente un
compromiso auditivo. Siendo el oído incluso más propenso a divagar que el ojo,
este doble compromiso de los sentidos profundiza la inmersión del espectador en
la acción, sirviendo el ojo lector para apoyar al oído que escucha.
El argumento, si la
re-presentación de la Pasión de Cristo puede reducirse a tal análisis, sigue la
narración evangélica, ayudada y secundada por la tradición, especialmente la
tradición que se ha solidificado en la práctica devocional popular y piadosa de
los Misterios Dolorosos del Rosario y del Vía Crucis. Tenemos la Agonía en el
Huerto, la traición de Judas, la flagelación, la coronación de espinas, la toma
de la cruz, las tres caídas bajo el peso de la Cruz, Simón de Cirene, el llanto
de las mujeres de Jerusalén, el encuentro con Santa Verónica y el milagro del
velo, el encuentro de Cristo con Su Madre en la vía dolorosa y, por supuesto,
el drama espantoso del mismo Gólgota.
No hay alivio ligero en medio de
la fealdad del pecado y la belleza de la respuesta de Cristo a él, pero sí hay
un grado de respiro dramático de la intensidad dolorosa de la Pasión en los
flashbacks a la vida de Cristo: la vida doméstica con Su Madre antes de Su
ministerio público; Su enseñanza y predicación; y por último, pero
indudablemente no menos importante, la Última Cena, la cual se representa como
la prefiguración tipológica tanto de la Crucifixión como del sacrificio de la
Misa.
En cuanto al elenco, es impecable.
La interpretación de Jim Caviezel como Jesús es tan inspirada que eclipsa en su
simplicidad y brillantez todas las demás presentaciones cinematográficas de
Cristo. La Madre de Dios tiene una belleza intemporal y sin edad; María
Magdalena tiene una belleza sensual que sugiere su pasado pecaminoso pero
transfigurado por su amor al Señor y su espíritu penitente. Juan el Evangelista
es una presencia poderosa en el silencio de su amor tanto por Cristo como por
la Madre de Cristo. En contraste, la grotesca fealdad física de muchos de los
personajes es un recurso para exponer su grotesca fealdad espiritual. La
presencia demoníaca es andróginamente inquietante en el personaje de Satanás
mismo, pero también en Herodes y en el narcisismo y decadencia satánicamente
ensimismados de su corte.
Como corresponde a una obra de tan
profunda ortodoxia, y La
Pasión de Cristo de Mel Gibson es indudablemente tal obra, la
oscuridad no prevalece. La sombra de la Caída que cae sobre el Gólgota no se
muestra como la victoria final de la oscuridad sobre la luz, sino como el
preludio de la victoria final de la Luz sobre la oscuridad. La catástrofe de la
Crucifixión es seguida en La
Pasión de Cristo del Sr. Gibson, como lo es en la verdadera Pasión
de Cristo, por la eucatástrofe de la Resurrección, el súbito y gozoso giro en
la historia del hombre que Dios mismo ejecuta.
Comencé estas reflexiones
afirmando que era inadecuado describir la obra maestra de Mel Gibson como una
película, insistiendo en que era mucho más que eso. Sería más exacto
describirla como un icono viviente. Nos llama a la oración. Nos conduce a la
contemplación que nos lleva a la presencia del mismo Cristo. Es un don más allá
de las palabras, exponiendo la insuficiencia de mis torpes garabatos. Como dijo
T. S. Eliot acerca de la Divina
Comedia de Dante, no hay nada que hacer en presencia de tal belleza
inefable excepto señalar y guardar silencio. Ya se ha dicho bastante porque no
podría decirse nunca lo suficiente. No hay palabras iguales a la tarea. El
resto es silencio. Silencio y alabanza. La alabanza silenciosa de la presencia
más allá del silencio.
