Por E. MICHAEL JONES
Fragmentos
de su libro LOS PELIGROS DE LA BELLEZA, El conflicto entre mímesis y
concupiscencia en las bellas artes E. Michael Jones Traducción Luis Álvarez
Primo Ediciones Fidelidad Buenos Aires 2024, que vivamente recomendamos.
Wagner
se sintió atraído por los doce semitonos de la escala cromática precisamente
porque su indeterminación le otorgaba libertad respecto del orden (musical,
sexual y político) que la melodía diatónica no le permitía. Wagner se sentía
tiranizado por la Melodía, Minna (su primera esposa) y Metternich porque sus
propias emociones no se ajustaban a los cánones del comportamiento razonable.
Su rebelión era la rebeldía contra el orden moral; su innovación musical era
simplemente el descubrimiento de un análogo musical a la rebelión contra la
razón que ansiaban su atribulada conciencia y sus deseos cada vez más
impetuosos. Su descripción de la nueva música que aspiraba a crear estaba llena
de una curiosa mezcla de metáforas sexuales y políticas aplicadas a la música
que deseaba escribir. La importancia del amor en la visión cristiana de las
cosas debía ser liberada del cristianismo que le daba su significado, y
permitir que se desarrollara en una dirección puramente sensual. La tonalidad
libre equivaldría entonces al amor libre, y las notas que habían estado sujetas
a las “claves” patriarcales quedarían libres, como mujeres emancipadas, para
seguir su inclinación hacia cualquier tono que les resultara sexual o musicalmente
atractivo. Clave musical, escribió Wagner, refiriéndose al término alemán
Tonart (tonalidad)
Cuando
menciona la “modulación armónica”, Wagner se refiere al monumental logro de
Bach en El clave bien temperado, que
cerró el círculo de quintas permitiendo una modulación ilimitada, Tristan und Isolde que Wagner interpreta
ahora en un sentido completamente distinto, que suena vagamente hegeliano y
sexual. El cristianismo, con su universalización del amor, permitió una
evolución, que ahora ha tomado conciencia de sí misma, yendo más allá de los
confines que la limitaban en el pasado. Bach, en la lectura wagneriana de la
modulación, ha abolido la monogamia musical que confinaba las notas a una sola
tonalidad. Todas las familias de tonos pueden ahora relacionarse directamente
entre sí más allá de los estrechos confines de la familia/melodía patriarcal, a
través de la “modulación armónica” que, en combinación con el poder fecundador
del texto poético, hace ahora posibles prácticamente todas y cada una de las combinaciones,
ya sean sexuales o musicales. La doctrina del amor cristiano, inicialmente tan
prometedora, se libera de sus estrechos confines dentro de la ley moral
cristiana y, ahora, puede expandirse para abarcar a toda la humanidad en un
“anuncio orgiástico y enardecedor de emociones sensuales”. Sin el texto, es
decir, sin la voluntad del poeta, que impregna a la música de dirección y
sentido, el músico-Absoluto, por ejemplo, el compositor de sinfonías:
Wagner
se enfrentaba, así, a una elección que tendría terribles consecuencias para la
música de Occidente. Podía tener melodía o emoción. Podía subordinar sus deseos
al logos de la música o la música a la lógica de sus deseos. El hecho de que
considerara ambos términos, emoción y razón, como antinómicos, anunciaba una
tragedia personal que, además, iba a convertirse gradualmente en una tragedia
pancultural. La modulación fue para la música lo que la verosimilitud para la
pintura. Bach dio un nuevo poder a la mímesis musical, pero ese nuevo poder
podía ser fácilmente dominado por la concupiscencia, cuando se ponía en manos
de un revolucionario como Richard Wagner. La escala diatónica, con su capacidad
tanto para despertar las emociones como para someterlas a las exigencias de la
razón, había desatado un estallido de creatividad musical sin precedentes, una
creatividad que encontró una de sus expresiones más significativas en las
tierras de habla alemana del siglo XVIII. El precio de admisión, sin embargo,
era el rigor del sistema tonal, diatónico, que se ajustaba tan admirablemente
al movimiento de la emoción humana. Al tener principio, medio y fin, la escala
diatónica podía evocar una catarsis emocional sin precedentes en otros sistemas
musicales. Pero el precio era atenerse a los cánones de la razón. Las emociones
que se despertaban sólo podían resolverse volviendo a la nota clave de la que
procedían. Modular incesantemente las notas de una tonalidad a otra, como
permitía el uso del cromatismo por parte de Wagner, equivalía a embotar su
poder de organización dramática en favor de una emoción malsana. Cuando Wagner
permitía que la modulación llevara la melodía a saltar por encima del muro de
la tonalidad para no volver nunca a la nota dominante, daba lugar a
sentimientos de pasiones tumultuosas e insatisfechas, pasiones que nunca
llegaban a resolverse porque habían roto con la razón y se negaban a volver a
la tonalidad de la que partían. Desde una perspectiva humana, por lo general,
sólo había una emoción que exigiera este tipo de extensión ad infinitum, y era
la sexual. La música, que era la máxima expresión de esta modulación de la
emoción de una tonalidad a otra durante horas y horas sin resolución a la
vista, era pornografía musical, y estaba teniendo una especie de efecto
enervante, desquiciante y debilitante en las audiencias que la escuchaban. Era
un ejemplo clásico de lo que Oesterle llamaría “errar el tiro por exceso en la
música”. Las emociones se tensaban en una dirección y, antes de que pudieran
resolverse en la tonalidad inicial, se dirigían hacia otra tonalidad para
tensarse de nuevo. La modulación cromática, que encontró su expresión más
contundente en Tristán e Isolda,
podía ahora permitir que el movimiento musical derivara de una tonalidad a otra
en una orgía aparentemente interminable de emoción sensual, sin control por
parte de los principios de la ley moral ni de las exigencias de la escala
diatónica, las cuales, según la opinión de Wagner, encontraban su perfección en
las creencias hipócritas y negadoras de la vida del cristianismo. En 1850, cuando
Wagner aún se esforzaba por dar con un principio musical que encajara en su
revolucionaria mentalidad, volvía una y otra vez a algo que inevitablemente se
consideraba una violación de la familia “patriarcal”. La modulación cromática
que encontraría su máxima expresión en Tristán
e Isolda, que al fin y al cabo es una obra sobre el adulterio, halló su
explicación teórica en una descripción de las doncellas “que van más allá de la
familia’’.
En
el segundo acto de Tristán e Isolda
encontramos la culminación de la actividad de Wagner como revolucionario
cultural. Envalentonados por la filosofía de Schopenhauer, que proponía que el
yo no sólo creaba el mundo, sino que era el mundo, “selbstdann bin ich die
Welt” (yo mismo; entonces yo soy el mundo”,), Tristán e Isolda cantan su himno
a la sinrazón, el dueto “O sink hernieder”, y siguen adelante hacia la
gratificación sexual, con la ilusión de que la revolución cultural puede
llevarse a cabo según sus propias leyes. Pero amanece, y ambos se ven
arrastrados de nuevo a la dura luz de la verdad, lo deseen o no. La importancia
moral de las imágenes de luz y oscuridad no era nueva con Mozart y La flauta mágica. Forma parte del
patrimonio universal de la humanidad, se encuentra en todas las religiones del
mundo y tiene su versión cristiana en el Evangelio según San Juan (3:19-21): y
este es el juicio: que la luz ha venido al mundo y los hombres han amado más
las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra
mal, odia la luz y la evita, por miedo a que sus acciones sean ex puestas…
El
pasaje difícilmente podía estar lejos de la conciencia del público, que
escuchaba embelesado el panegírico de Wagner a la extinción de la luz de la
razón. Tampoco podía estar lejos de la mente de Wagner, dado lo que había dicho
anteriormente sobre la nefasta influencia del cristianismo. Esta contradicción
directa del cristianismo y la luz de la razón era, sin embargo, el principal
atractivo que tenía precisamente para aquel público. Occidente meditaría, con
creciente intensidad, durante el siguiente siglo y medio sobre el precio que
estaba dispuesto a pagar por la liberación sexual, la liberación de la luz de
la razón, la liberación de los logros culturales que se basaban en el sometimiento,
por parte de la sociedad, de la pasión individual al orden de la razón.
¿Mereció la pena después de todo? El público, que se vio inundado por las
tibias modulaciones cromáticas de Tristán, podía hacer se esta pregunta una y
otra vez. ¿Realmente valía la pena? ¿No sería mejor perecer en un estallido
exquisitamente consumado de apasionada Liebestod? (muerte de amor: muerte
erótica consensuada),
El
logro de Wagner en Tristán consistió en su habilidad para plantear la cuestión
sexual a su público de forma convincente. La huida de la razón en la moral no
es, en efecto, diferente de la huida de la razón en la música. La música dota
al argumento de una plausibilidad de la que carece por sí, hecho que tanto
Platón como Aristóteles reconocieron, y la razón por la que Platón prohibió
ciertos modos musicales en su república. Wagner volvió a esta tradición de
armonía mundial, pero con la intención de tramar su derrocamiento. Sin embargo,
al lograr su propósito, subvirtió su propio mensaje. La república estaba en peligro
por ciertos modos musicales, mucho más radicalmente que por anarquistas como
Bakunin. El Tristán de Wagner era el espejo perfecto de sus deseos desordenados
y, más que eso, también reflejaba los deseos desordenados de las clases cultas
que acudían a escucharle, y encontraban estímulo en su música.