lunes, 2 de junio de 2025

WAGNER COMO REVOLUCIONARIO CULTURAL

 


Por E. MICHAEL JONES

Fragmentos de su libro LOS PELIGROS DE LA BELLEZA, El conflicto entre mímesis y concupiscencia en las bellas artes E. Michael Jones Traducción Luis Álvarez Primo Ediciones Fidelidad Buenos Aires 2024, que vivamente recomendamos.

 

Wagner se sintió atraído por los doce semitonos de la escala cromática precisamente porque su indeterminación le otorgaba libertad respecto del orden (musical, sexual y político) que la melodía diatónica no le permitía. Wagner se sentía tiranizado por la Melodía, Minna (su primera esposa) y Metternich porque sus propias emociones no se ajustaban a los cánones del comportamiento razonable. Su rebelión era la rebeldía contra el orden moral; su innovación musical era simplemente el descubrimiento de un análogo musical a la rebelión contra la razón que ansiaban su atribulada conciencia y sus deseos cada vez más impetuosos. Su descripción de la nueva música que aspiraba a crear estaba llena de una curiosa mezcla de metáforas sexuales y políticas aplicadas a la música que deseaba escribir. La importancia del amor en la visión cristiana de las cosas debía ser liberada del cristianismo que le daba su significado, y permitir que se desarrollara en una dirección puramente sensual. La tonalidad libre equivaldría entonces al amor libre, y las notas que habían estado sujetas a las “claves” patriarcales quedarían libres, como mujeres emancipadas, para seguir su inclinación hacia cualquier tono que les resultara sexual o musicalmente atractivo. Clave musical, escribió Wagner, refiriéndose al término alemán Tonart (tonalidad)

 

Cuando menciona la “modulación armónica”, Wagner se refiere al monumental logro de Bach en El clave bien temperado, que cerró el círculo de quintas permitiendo una modulación ilimitada, Tristan und Isolde que Wagner interpreta ahora en un sentido completamente distinto, que suena vagamente hegeliano y sexual. El cristianismo, con su universalización del amor, permitió una evolución, que ahora ha tomado conciencia de sí misma, yendo más allá de los confines que la limitaban en el pasado. Bach, en la lectura wagneriana de la modulación, ha abolido la monogamia musical que confinaba las notas a una sola tonalidad. Todas las familias de tonos pueden ahora relacionarse directamente entre sí más allá de los estrechos confines de la familia/melodía patriarcal, a través de la “modulación armónica” que, en combinación con el poder fecundador del texto poético, hace ahora posibles prácticamente todas y cada una de las combinaciones, ya sean sexuales o musicales. La doctrina del amor cristiano, inicialmente tan prometedora, se libera de sus estrechos confines dentro de la ley moral cristiana y, ahora, puede expandirse para abarcar a toda la humanidad en un “anuncio orgiástico y enardecedor de emociones sensuales”. Sin el texto, es decir, sin la voluntad del poeta, que impregna a la música de dirección y sentido, el músico-Absoluto, por ejemplo, el compositor de sinfonías:

 

Wagner se enfrentaba, así, a una elección que tendría terribles consecuencias para la música de Occidente. Podía tener melodía o emoción. Podía subordinar sus deseos al logos de la música o la música a la lógica de sus deseos. El hecho de que considerara ambos términos, emoción y razón, como antinómicos, anunciaba una tragedia personal que, además, iba a convertirse gradualmente en una tragedia pancultural. La modulación fue para la música lo que la verosimilitud para la pintura. Bach dio un nuevo poder a la mímesis musical, pero ese nuevo poder podía ser fácilmente dominado por la concupiscencia, cuando se ponía en manos de un revolucionario como Richard Wagner. La escala diatónica, con su capacidad tanto para despertar las emociones como para someterlas a las exigencias de la razón, había desatado un estallido de creatividad musical sin precedentes, una creatividad que encontró una de sus expresiones más significativas en las tierras de habla alemana del siglo XVIII. El precio de admisión, sin embargo, era el rigor del sistema tonal, diatónico, que se ajustaba tan admirablemente al movimiento de la emoción humana. Al tener principio, medio y fin, la escala diatónica podía evocar una catarsis emocional sin precedentes en otros sistemas musicales. Pero el precio era atenerse a los cánones de la razón. Las emociones que se despertaban sólo podían resolverse volviendo a la nota clave de la que procedían. Modular incesantemente las notas de una tonalidad a otra, como permitía el uso del cromatismo por parte de Wagner, equivalía a embotar su poder de organización dramática en favor de una emoción malsana. Cuando Wagner permitía que la modulación llevara la melodía a saltar por encima del muro de la tonalidad para no volver nunca a la nota dominante, daba lugar a sentimientos de pasiones tumultuosas e insatisfechas, pasiones que nunca llegaban a resolverse porque habían roto con la razón y se negaban a volver a la tonalidad de la que partían. Desde una perspectiva humana, por lo general, sólo había una emoción que exigiera este tipo de extensión ad infinitum, y era la sexual. La música, que era la máxima expresión de esta modulación de la emoción de una tonalidad a otra durante horas y horas sin resolución a la vista, era pornografía musical, y estaba teniendo una especie de efecto enervante, desquiciante y debilitante en las audiencias que la escuchaban. Era un ejemplo clásico de lo que Oesterle llamaría “errar el tiro por exceso en la música”. Las emociones se tensaban en una dirección y, antes de que pudieran resolverse en la tonalidad inicial, se dirigían hacia otra tonalidad para tensarse de nuevo. La modulación cromática, que encontró su expresión más contundente en Tristán e Isolda, podía ahora permitir que el movimiento musical derivara de una tonalidad a otra en una orgía aparentemente interminable de emoción sensual, sin control por parte de los principios de la ley moral ni de las exigencias de la escala diatónica, las cuales, según la opinión de Wagner, encontraban su perfección en las creencias hipócritas y negadoras de la vida del cristianismo. En 1850, cuando Wagner aún se esforzaba por dar con un principio musical que encajara en su revolucionaria mentalidad, volvía una y otra vez a algo que inevitablemente se consideraba una violación de la familia “patriarcal”. La modulación cromática que encontraría su máxima expresión en Tristán e Isolda, que al fin y al cabo es una obra sobre el adulterio, halló su explicación teórica en una descripción de las doncellas “que van más allá de la familia’’.

 

En el segundo acto de Tristán e Isolda encontramos la culminación de la actividad de Wagner como revolucionario cultural. Envalentonados por la filosofía de Schopenhauer, que proponía que el yo no sólo creaba el mundo, sino que era el mundo, “selbstdann bin ich die Welt” (yo mismo; entonces yo soy el mundo”,), Tristán e Isolda cantan su himno a la sinrazón, el dueto “O sink hernieder”, y siguen adelante hacia la gratificación sexual, con la ilusión de que la revolución cultural puede llevarse a cabo según sus propias leyes. Pero amanece, y ambos se ven arrastrados de nuevo a la dura luz de la verdad, lo deseen o no. La importancia moral de las imágenes de luz y oscuridad no era nueva con Mozart y La flauta mágica. Forma parte del patrimonio universal de la humanidad, se encuentra en todas las religiones del mundo y tiene su versión cristiana en el Evangelio según San Juan (3:19-21): y este es el juicio: que la luz ha venido al mundo y los hombres han amado más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra mal, odia la luz y la evita, por miedo a que sus acciones sean ex puestas…

 

El pasaje difícilmente podía estar lejos de la conciencia del público, que escuchaba embelesado el panegírico de Wagner a la extinción de la luz de la razón. Tampoco podía estar lejos de la mente de Wagner, dado lo que había dicho anteriormente sobre la nefasta influencia del cristianismo. Esta contradicción directa del cristianismo y la luz de la razón era, sin embargo, el principal atractivo que tenía precisamente para aquel público. Occidente meditaría, con creciente intensidad, durante el siguiente siglo y medio sobre el precio que estaba dispuesto a pagar por la liberación sexual, la liberación de la luz de la razón, la liberación de los logros culturales que se basaban en el sometimiento, por parte de la sociedad, de la pasión individual al orden de la razón. ¿Mereció la pena después de todo? El público, que se vio inundado por las tibias modulaciones cromáticas de Tristán, podía hacer se esta pregunta una y otra vez. ¿Realmente valía la pena? ¿No sería mejor perecer en un estallido exquisitamente consumado de apasionada Liebestod? (muerte de amor: muerte erótica consensuada),

 

 

El logro de Wagner en Tristán consistió en su habilidad para plantear la cuestión sexual a su público de forma convincente. La huida de la razón en la moral no es, en efecto, diferente de la huida de la razón en la música. La música dota al argumento de una plausibilidad de la que carece por sí, hecho que tanto Platón como Aristóteles reconocieron, y la razón por la que Platón prohibió ciertos modos musicales en su república. Wagner volvió a esta tradición de armonía mundial, pero con la intención de tramar su derrocamiento. Sin embargo, al lograr su propósito, subvirtió su propio mensaje. La república estaba en peligro por ciertos modos musicales, mucho más radicalmente que por anarquistas como Bakunin. El Tristán de Wagner era el espejo perfecto de sus deseos desordenados y, más que eso, también reflejaba los deseos desordenados de las clases cultas que acudían a escucharle, y encontraban estímulo en su música.