La
grandeza del ser humano radica en saber hacer buen uso de los dones del
Creador, así como su debilidad se manifiesta en la capacidad de abusar de
ellos. ¿Qué hay más precioso que el don de la palabra, ese magnífico regalo que
bastaría por sí solo para asegurar al hombre la superioridad sobre todo este
universo visible? ¡La palabra! Es la expresión del pensamiento, el vínculo de
las inteligencias, la condición primera de la enseñanza y del comercio social,
el instrumento y el vehículo de la verdad. Pero, ¿qué se convierte la palabra
en la boca de quien la usa para propagar la mentira o el vicio? Turba los
espíritus, agita a las multitudes, enciende las pasiones, corrompe y mata las
almas. Mientras la sabiduría fluye de los labios del justo —labia justi
erudiunt plurimos—, la lengua de los malvados destila veneno —venenum
aspidum sub labiis eorum. Y si nada hay más eficaz que la palabra de Dios
para fortalecer la virtud —vivus sermo Dei et efficax—, ¿no nos recuerda
también el Apóstol que “las malas conversaciones corrompen las buenas
costumbres”? —corrumpunt bonos mores colloquia prava. Ya lo decía el
Sabio al mostrar que la palabra es instrumento de vida o de muerte —mors et
vita in manu linguae— según se emplee para el bien o se ponga al servicio
del mal.
Y
la escritura, ese arte maravilloso que, con unos pocos signos, encadena la
palabra y fija el pensamiento, ¿de cuántas maneras no es útil para conservar
las verdaderas doctrinas y transmitirlas de una generación a otra? Gracias a
ella, los siglos se enlazan entre sí y todo el pasado del género humano revive
ante nosotros. Por ella remontamos hasta el origen de los tiempos para recoger,
edad tras edad, junto con las lecciones de la sabiduría humana, los preceptos y
enseñanzas de Dios. Pero, ¡cuántas veces este poderoso auxiliar de la verdad y
de la virtud se ha convertido en medio de propagación del error y del vicio! Y
si, gracias a la escritura, la santidad y la verdadera ciencia sobreviven en
páginas inmortales, ¿no permanecerá también el mal libro abierto ante los ojos
de las generaciones venideras como una fuente envenenada de donde fluirán sin
cesar la mentira y la corrupción, extraviando las inteligencias y marchitando
los corazones?
El
hombre tiene así este poder que es a la vez su fuerza y su debilidad: el de
hacer servir al bien los dones del Creador o de desviarlos de su verdadero fin.
Por eso, Queridísimos Hermanos,
cuando condenamos los abusos o reprobamos los excesos, nuestras quejas y
reproches nunca se aplican al uso regular y legítimo de las cosas. ¿Existe
acaso un descubrimiento más admirable y útil en sí mismo que el de la imprenta,
ese complemento providencial de la palabra y la escritura? ¿Y no parecía, al
darle alas a la verdad, que este nuevo arte habría de asegurar su triunfo en
todo el mundo? Sin duda, y no puede olvidarse que el libro de Dios, la Biblia,
fue el primero en salir de esas prensas nacientes, como para marcarlas con el
sello de la consagración divina. Pero era fácil prever, como sucede con todo lo
humano, que esta invención tan favorable por sí misma al progreso de la verdad,
no tardaría en convertirse, en manos del error, en un arma poderosa, y que los
malos libros se multiplicarían junto con los buenos. No había transcurrido un
siglo desde la introducción de este nuevo y temible elemento en la vida
pública, cuando ya el santo Concilio de Trento se alarmaba al ver difundirse
tantos escritos perniciosos. Las solemnes advertencias que la augusta Asamblea
dirigía a los pastores y a los fieles —ya para estimular el celo de unos, ya
para apartar a otros de lecturas peligrosas— muestran con claridad hasta qué
punto preocupaban desde entonces los estragos de la mala prensa a las
autoridades de la Iglesia.
¿Es
necesario añadir, Queridísimos Hermanos,
que desde aquella época el peligro no ha hecho más que agravarse día tras día?
A los medios de difusión que ya poseía el error, nuestro siglo ha sabido añadir
uno nuevo, más rápido y más extendido que todos los anteriores. Mientras la
lectura de libros quedaba limitada a un círculo relativamente reducido, la
propagación del mal se contenía. Pero esa esfera de acción se ha ampliado desde
que, junto al libro que solo unos pocos leen, se inventó la hoja ligera,
diaria, accesible a todos, que resume día a día las noticias del mundo entero,
y que, aprovechando ese atractivo natural de la curiosidad humana, trata todos
los temas posibles, a la ligera y casi como un juego, sin que nada escape al
azar de una discusión que toca todo, desde las más altas verdades de la
religión hasta los más mínimos detalles de la economía doméstica o social. Al
penetrar así en los hábitos cotidianos de la vida, en los que ha sabido hacerse
un lugar considerable, el periódico —pues hay que llamarlo por su nombre— se ha
convertido en una fuerza significativa tanto para el mal como para el bien. Y
no se corre riesgo alguno de exagerar al decir que no hay palanca más poderosa
que la prensa para mover a las multitudes y activar sus intereses y pasiones.
Pero
dejemos a los legisladores y a los hombres de Estado la tarea de conciliar el
advenimiento de este nuevo poder con la estabilidad del orden civil. Lo que a
nosotros nos preocupa, y estamos en derecho de valorar, es el papel y la
actitud de la prensa frente a la religión. Ciertamente, no podríamos alabar lo
suficiente a los escritores valientes que se mantienen constantemente en la
brecha para defender nuestras santas creencias contra los ataques de la herejía
y la incredulidad: ellos cumplen en la prensa un verdadero apostolado; y sostener
y difundir las publicaciones en que sirven los intereses de la fe con tanto
celo como talento, es un acto de entrega a la religión. También merecen nuestra
gratitud aquellos que, aun considerando que las controversias religiosas
tendrían mejor lugar en los libros, no dejan por ello de profesar un sincero
respeto por los derechos de la Iglesia y, al defender los grandes principios
del orden social, despliegan una actividad y una firmeza dignas de tan noble
causa. Si así se comprendiera universalmente la función de la prensa, no
tendríamos motivo alguno para inquietarnos por una institución cuyos beneficios
contrapesarían fácilmente sus inconvenientes.
Pero
no es este, Queridísimos Hermanos,
el carácter ni el propósito de esa parte de la prensa contra la que buscamos
precavernos. Lo que ella persigue, lo que se esfuerza en lograr, es la
destrucción de la Iglesia católica, de su doctrina y de sus instituciones; no
tiene otra razón de ser. Sin duda, la obra de Jesucristo está por encima de
tales ataques: ni la mentira ni la corrupción podrán prevalecer contra ella.
Pero lo que no es indestructible es la fe de los individuos, que puede verse
mortalmente herida a causa de los errores difundidos cada día ante un público
compuesto, en general, por personas poco instruidas y, por ello mismo,
incapaces de resistir indefinidamente al asalto perpetuo que se lanza contra
sus creencias y costumbres.
Monseñor Freppel, Carta
pastoral sobre la prensa irreligiosa, 8 de febrero de 1874.