Como
contrapunto de El Evangelio según San Mateo, de Pasolini,
no se nos ocurre mejor título que La Pasión de Cristo (2004),
la película de Mel Gibson que, en el momento de su estreno,
desató los vituperios más furibundos y epilépticos entre
los biempensantes. Especialmente llamativo nos resultó entonces
que, para condenar la violencia perturbadora que asomaba a algunas secuencias
de La Pasión de Cristo, sus detractores sacaran mucho en romería la
obra citada de Pier Paolo Pasolini, oponiéndola al 'tremendismo' de Gibson.
Cuando lo
cierto es que Pasolini cuenta en su filmografía con alguno de los títulos más
insoportablemente violentos de la historia del cine, como Saló o los
120 días de Sodoma, donde la adaptación del Marqués de Sade servía
como vehículo de denuncia del fascismo. Y es que en este mundo
podrido el uso iconográfico de la violencia resulta admisible si se emplea para
ilustrar un alegato antifascista o antibélico; en cambio, produce escándalo en
un alegato cristiano.
Por los
mismos días en que se estrenaba La Pasión de Cristo lo
hicieron también títulos pululantes de aberraciones como La pianista de Michael
Haneke o Irreversible de Gaspar Noé, por
supuesto bendecidos por los ditirambos de la misma cofradía que puso a caer de
un burro la obra maestra de Gibson. Pero los vituperios que
entonces cayeron sobre Gibson no eran causados por su verismo violento, sino por
mostrar la insoportable imagen de un Dios encarnado que se inmola para
redimir a los hombres; pues el mingafrigidismo moderno considera que todo
sufrimiento es estéril y repudia la idea del sacrificio, mucho más si tal
sacrificio es divino. Es misión legítima y necesaria del verdadero arte golpearnos
sin remilgos, trastornar los cimientos de nuestro conformismo y actuar
como una Gorgona que nos petrifica de horror. Y en este sentido, la película de
Mel Gibson logra plenamente su misión artística.
Para añadir
un poco de pimienta al guiso, se pretendió que La Pasión de Cristo era
un panfleto antisemita (y todo por reproducir el clamor de los judíos
ante el pretorio, tal como se recoge en los Evangelios: «Caiga su sangre
sobre nosotros y sobre nuestros hijos»). Lo cual, tratándose de una película
que recoge entre sus fotogramas pasajes de la vida terrenal de Jesucristo tan
significativos como la predicación del amor a los enemigos, es cuando menos
pintoresco.
A la postre,
queda demostrado que La Pasión de Cristo ofende por su catolicismo
militante, que se manifiesta, sobre todo, en su tratamiento de la figura de
la Virgen María (interpretada por Maia Morgenstern),
cuyo sufrimiento sereno depara algunos de los momentos más memorables de la
película, también los más originales; pues aunque Gibson sigue casi al dedillo
los Evangelios y las visiones de la agustina Ana Catalina Emmerich,
se permite algunas licencias creativas muy enriquecedoras.
Así ocurre,
por ejemplo, cuando María se prosterna y pega la oreja al pavimento y extiende
los brazos sobre él, como si lo quisiera abrazar; un pudoroso movimiento de
cámara nos muestra que, justamente debajo de ese lugar, se halla Jesús,
aherrojado en una mazmorra.
Así ocurre
también cuando María, transida de dolor, presencia una de las caídas de
su Hijo, aplastado por el peso de la cruz; entonces Gibson intercala un flash-back en
el que Jesús, todavía niño, se tropieza mientras corretea y se pega un morrón,
lo que obliga a María a correr a su lado, para consolar su llanto.
Ese mismo
movimiento instintivo y protector la impulsa a socorrer, tantos años después,
al Hijo que va a ser sacrificado; y la transposición de planos temporales logra
crear un clima de un patetismo estremecedor. Otras secuencias, como aquella en
la que la Virgen y María Magdalena (Monica Bellucci) se
agachan sobre el suelo del pretorio, para limpiar con unos paños la sangre
vertida por Jesús durante la flagelación, poseen una hondura teológica que
excede las modestas intenciones de este artículo.
Mel Gibson,
en fin, postula un entendimiento de la Pasión en el sentido etimológico de la
palabra, como sufrimiento que estimula la aflicción. Esta
vindicación del pathos como instrumento de catarsis
estética y moral la hallamos ya en los trágicos griegos y ha estado
siempre muy presente en la iconografía católica (pensemos, por ejemplo, en la
imaginería barroca española). Pero nuestra época no soporta tales enseñanzas:
pese al aparente éxito de la película, Gibson se convirtió desde entonces en un apestado,
también entre los católicos fariseos, que pronto empezaron a hacer
dengues y aspavientos ante los turbulentos episodios que protagonizaría en su
caída.
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en XLSemanal.