por CHRISTIAN LAGRAVE
Le Sel de la terre n.º 50
Otoño de 2004, pp. 125-146.
Este estudio se inscribe dentro de una perspectiva
histórica como la expuesta por Jean-Claude Lozac’hmeur en sus dos obras
fundamentales. La primera demuestra que la masonería es la forma moderna
adoptada por una religión dualista muy antigua, la cual opone a un dios
pretendidamente tiránico (el Dios de la Biblia) un dios supuestamente emancipador
y amigo de los hombres, simbolizado por la serpiente [1]; la segunda explica
cómo los adeptos de este culto ejercen, desde el Renacimiento, a través de
organizaciones multiformes y más o menos secretas, una acción continua y
profunda cuyo fin es el establecimiento de un Estado totalitario universal bajo
la forma de una teocracia colectivista [2].
El éxito de su plan supone que se realicen
simultáneamente, por una parte, la disolución de las naciones en provecho de un
gobierno mundial, y por otra, la fusión de todas las religiones en una sola,
bajo una autoridad espiritual única cuyo carácter luciferino —primero oculto
bajo el velo de los símbolos— debe revelarse poco a poco para culminar en el
culto público y casi universal del demonio. Este será el reino efímero del
Anticristo. Estas dos maniobras de unificación de las naciones y de las
religiones están en curso; incluso se hallan bastante avanzadas: la primera es
el mundialismo, la segunda el ecumenismo.
Intentaremos mostrar que, en buena parte, el movimiento
ecuménico contemporáneo ha sido inspirado por las tesis del esotero-ocultismo,
vehiculadas por el “cristianismo romántico”, que fue a su vez fruto del
ocultismo del siglo XVIII (como lo demostró la obra clásica de Auguste Viatte, Les
Sources occultes du Romantisme); este seudo-cristianismo inspiró el
esoterismo de fines del siglo XIX, el cual influyó profundamente en dos de los
padres espirituales del Concilio Vaticano II: Marc Sangnier y Teilhard de
Chardin.
Nos detendremos particularmente en un personaje
clave, que constituye de algún modo el vínculo entre el cristianismo romántico
—en el que transcurrió su juventud— y el esoterismo de fin de siglo, al que
contribuyó ampliamente a suscitar: el diácono apóstata Alphonse-Louis Constant,
conocido como Éliphas Lévi.
El
esotero-ocultismo
Los términos
“esoterismo” y “ocultismo”
Según Jean-Pierre Laurant [3], el sustantivo
“esoterismo” apareció en 1828, bajo la pluma del historiador de la gnosis
Jacques Matter (1791-1864), en su Histoire critique du gnosticisme. Pero
el adjetivo “esotérico” había sido utilizado ya en 1742 por un masón,
Louis-François de La Tierce, caballero protestante francés, establecido en
Inglaterra y luego en Alemania, y autor de Histoire, Obligations et Statuts
de la Très Vénérable Confraternité des Francs-Maçons, Fráncfort, 1742; en
esta obra, “oponía dos clases de doctrinas: la exotérica, de la cual se podía
hablar en público, y la esotérica, reservada al secreto de las logias [4]”. Los
masones hicieron rápidamente un gran uso de este neologismo:
El fundador del rito de Memphis, Jacques-Étienne
Marconis de Nègre (1795-1868), presentó en L’Hiérophante, développements
complets des mystères maçonniques (1839) al conjunto de la masonería como
un esoterismo heredero directo de los misterios pitagóricos. Una concepción
semejante puede verse en el clásico de F. T. Bègue-Clavel, Histoire
pittoresque de la franc-maçonnerie, París, Pagnerre, 1843, al comienzo del
cap. I [5].
En cuanto al ocultismo, si la noción probablemente
proviene del De occulta philosophia, enciclopedia de magia publicada en
1533 en Alemania por el médico y cabalista Henricus Cornelius Agrippa
(1486-1535), el término parece haber aparecido hacia comienzos de la monarquía
de Julio, pues figura en 1842 en el Dictionnaire des mots nouveaux de
Richard de Radonvilliers; sería adoptado y difundido en 1856 por Alphonse-Louis
Constant en su obra Dogme et rituel de la haute magie, firmada con el
seudónimo de Éliphas Lévi.
La historia de estos dos términos aparece, pues,
íntimamente ligada a la gnosis, a la masonería y a la magia. Pero ¿qué
realidades designan?
El
esoterismo
El esoterismo pretende fundarse en la existencia de una “Tradición primordial” que habría sido dada a los hombres desde los orígenes bajo una forma velada, de modo que sólo una élite pudiera acceder a ella. El esoterismo propone dar acceso a esas verdades ocultas por medio de una revelación, una “iniciación”, que es como un “despertar”, un segundo nacimiento. El conocimiento que procura es iluminativo e intuitivo; esta iluminación gnóstica por medio del conocimiento produce una especie de éxtasis que imita al de los místicos cristianos. Como lo expresa muy bien el Padre Barbier, el esoterismo postula la existencia de una tradición secreta, la conservación de una enseñanza reservada únicamente a los iniciados, la cual se habría perpetuado desde la antigüedad a través de los siglos; que el mismo Jesucristo la habría recibido y comunicado a algunos de sus discípulos para que fuera guardada con igual cuidado en el seno del cristianismo, y que, desfigurada o traicionada por la Iglesia, habría sido fielmente conservada por las sectas ocultas, cuya cadena ininterrumpida se remontaría a los orígenes mismos del cristianismo.
Estas sectas se considerarían, pues, herederas de
la misión de la Iglesia. Y su misión es idéntica a la de la masonería. Su tema
común es una explicación del mundo que permite eliminar el dogma de la creación
y conduce a la divinización del hombre. De ahí el panteísmo emanatista que se
encuentra en el fondo de casi todos estos sistemas [6].
Y el P. Barbier añade con toda razón:
“Es casi superfluo hacer notar que esta absurda y
mentirosa suposición, tan opuesta a la obra de la redención y a su plan, está
en flagrante contradicción con toda la historia de la Iglesia y, primeramente,
con las palabras más formales de Jesucristo cuando dice a sus discípulos: “Lo
que habéis oído de mi boca, en secreto, predicadlo desde los tejados”; a
Pilato: “He hablado abiertamente al mundo y no he enseñado nada en secreto.
Pregunta a los que me han oído”; a sus apóstoles, antes de subir al cielo: “Id,
enseñad a todas las naciones...”.
El ocultismo
El ocultismo bebe de la misma fuente de
conocimiento que el esoterismo, pero pretende utilizar este saber —la “ciencia
oculta”, como la llama— para entrar en contacto con “seres superiores” que
habrían transmitido a ciertos hombres la Tradición primordial; busca poseer
poderes materiales sobrenaturales que intenta alcanzar mediante la práctica de
las técnicas de la alquimia, la magia o la brujería.
En la práctica, no existe una diferencia
fundamental entre estas dos actitudes, que implican las mismas creencias y que
recurren a un sobrenatural demoníaco; los adeptos del esoterismo son casi
siempre, digan lo que digan, practicantes del ocultismo. En consecuencia, y
como ya lo había hecho el P. Barbier, nos negamos a diferenciar el uno del
otro, tanto más cuanto que esta distinción es hoy puesta de relieve por quienes
pretenden oponer un “buen” esoterismo a un mal ocultismo.
El principio esencial de este movimiento ha sido
muy justamente definido por una investigadora católica, la Sra. Nelly Émont:
“Todas las enseñanzas [del esoterismo], sean
secretas o no, populares o eruditas, antiguas o recientes, derivan de esta
convicción: el universo es uno, compuesto de una sustancia única que se
despliega a partir de un principio eterno e increado, a veces llamado Dios. […]
El mundo no existe, en efecto, sino como término de una manifestación divina,
de una encarnación de Dios o de un principio divino en la materia [7].
Una de las principales consecuencias de esta
enseñanza es la siguiente: el universo está en devenir.
“El mundo es el resultado de una acción cuyo origen
se sitúa en Dios. […] La finalidad del mundo es el retorno al Uno del cual
procede.”
¿De qué se trata?
El retorno al Uno, en la tradición [esoterista]
occidental, concuerda con la plena realización de Dios, o del principio divino.
Al manifestarse en el tiempo y el espacio, Dios se compromete en un proceso de
autorrealización cuyo término es, en lenguaje teosófico, el pleno conocimiento
de sí mismo. En esta perspectiva, el mundo también necesita ser renovado,
redimido. Los teósofos habían afirmado que el universo tal como lo conocemos
había sido arrastrado en la caída ocasionada por el primer hombre. Entonces se
manifestó la necesidad de su redención. Ésta será efectiva cuando, al final de
los tiempos, el universo, habiendo recobrado su cualidad originaria, sea
reintegrado en la perfección primera [8].
Por tanto, el universo está en devenir y el género
humano avanza hacia la unidad, es decir, hacia su reintegración en Dios, del
cual es una emanación.
Reconocemos allí el panteísmo tal como fue definido
en 1864 por el papa Pío IX en el Syllabus:
“No existe ningún ser divino, supremo, perfecto en su
sabiduría y en su providencia, distinto de la universalidad de las cosas, y
Dios no es otro que la Naturaleza; por consiguiente, está sujeto a cambios; de
este modo, Dios se hace en el hombre y en el mundo, y todo es Dios y tiene la
misma sustancia de Dios; Dios y el mundo son una sola y misma cosa y, por
consiguiente, también el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo
verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto.
La
“Tradición primordial”
Es necesario volver sobre el principal fundamento
de las enseñanzas esoteristas, que es la noción de Tradición primordial, pues
constituye una subversión de la concepción auténtica.
Desde el origen del género humano —ha escrito santo
Tomás de Aquino— todas las verdades que debíamos conocer por la Revelación
estaban contenidas en sustancia en los dogmas comunicados por el Creador al
hombre. En efecto, todas las verdades cristianas están originariamente
encerradas en algunos primeros principios, que fueron siempre objeto de fe; por
ejemplo: que hay un Dios, que su Providencia se extiende sobre nosotros… En la
noción de la existencia divina están contenidas implícitamente todas las
verdades eternas que deben hacer nuestra bienaventuranza, y en la fe en la
Providencia está encerrado el conocimiento de los designios y de la acción de
Dios para conducirnos a nuestro fin último [9].
Y monseñor Le Roy, obispo de Alinda y superior
general de los Padres del Espíritu Santo, quien citaba este texto [10],
concluía, a partir de sus propias observaciones sobre las tribus africanas
—observaciones iluminadas por la teología católica—:
“Todo se nos presenta como si la
especie humana, irradiando desde un punto común […], hubiese sido puesta en
posesión de un fondo de verdades religiosas y morales, con los elementos de un
culto, todo ello arraigado en la misma naturaleza del hombre, […] y dando poco
a poco —según las mentalidades particulares de cada raza […]— esas formas de
superficie variada pero fundamentalmente idénticas que llamamos religiones,
religiones a las cuales, en todas partes y desde el principio, se habrían
adherido los mitos, las supersticiones y las magias, que las vician y
desfiguran desviándolas de su objeto” [11].
Por lo tanto, es ilusorio ir a
buscar, en esas religiones, verdades que serían ignoradas por la auténtica
Iglesia. La Iglesia posee ella sola la plenitud de la Revelación, y todo lo que
las demás religiones poseen de propio son “los mitos, las supersticiones y las
magias”, de los cuales sabemos que proceden de la religión de la serpiente.
Ahora bien, son precisamente esos
elementos demoníacos cuya búsqueda va a alimentar, “en el seno del
cristianismo”, lo que la Sra. Nelly Émont llama “una tradición específica, que
puede calificarse de paralela a la tradición apostólica romana [12]”.
Pero esta tradición se cuida de
camuflarse bajo una máscara cristiana y de pretender trabajar por la apología
del cristianismo; el movimiento comenzó en la época del Renacimiento cuando,
bajo la influencia de las gnosis hermetistas y cabalísticas, ciertos humanistas
insinuaron la idea de que Dios se ha revelado auténticamente a varios pueblos,
fuera de las revelaciones hechas a Adán, a Moisés y a los apóstoles de Nuestro
Señor.
Es lo que aparecerá en los
comentarios que algunos eruditos del siglo XVI proponen acerca del Corpus Hermeticum.
El traductor, Marsilio Ficino
[1433-1499], está convencido de hallarse ante una auténtica revelación, y
Hermes es, a sus ojos, el primer redactor de una teología superior a la de
Moisés, puesto que da a entender que su autor ya identificaba al Verbo con el
Hijo de Dios.
Para justificar este enfoque, los
numerosos autores que se inclinan sobre este extraordinario descubrimiento
establecen semejanzas entre el texto del Génesis
y los tratados herméticos.
Hermes se convierte entonces en el
garante de una revelación que no pasa únicamente por Israel, pero cuyo
coronamiento es, sin embargo, el cristianismo [13].
Si bien es posible que algunos de
esos eruditos hayan sido cristianos sinceros, aunque imprudentes, los jefes de
fila —y en particular Marsilio Ficino— eran indudablemente gnósticos
camuflados, como lo será más tarde Campanella.
Su labor tendía, en realidad, a aniquilar el carácter único y divino de la
religión cristiana, pues, si hay varias revelaciones fuera de la de los santos
patriarcas, del antiguo judaísmo y de la Iglesia de Cristo, también hay, en
consecuencia, varias religiones auténticamente fundadas sobre la palabra de
Dios. Y como esas religiones son contradictorias, o bien ninguna es divina, o
bien Dios dice cualquier cosa según los interlocutores, y la Verdad no existe. Se
llega así, lógicamente, al indiferentismo y a la incredulidad, y es
precisamente allí adonde este tradicionalismo desviado va a conducir a casi
todos sus adeptos.
Del “tradicionalismo” al indiferentismo
La Sra. Nelly Émont ha distinguido sus etapas.
«Existe toda una tradición —escribe— cuya huella se
encuentra primero en los escritos de ciertos teósofos. Así, el caballero de
Ramsay ve en todas las religiones paganas una prefiguración de los dogmas cristianos,
y Dom Pernety (1716-1796) considera de manera semejante las fábulas de la
Antigüedad. […] Joseph de Maistre (1753-1821) estima que los cultos paganos son
los restos corrompidos de la revelación dada a los primeros hombres;
Louis-Claude de Saint-Martin (1743-1803) cree también en una tradición madre
original de la cual todas las tradiciones son resurgencias más o menos
oscurecidas. Esta convicción fue también la de Lamennais; el autor busca las
pruebas de la creencia en un Dios único en las antiguas tradiciones. Encuentra
igualmente en ellas la concepción de la inmortalidad del alma y de la primera
caída, y concluye que nunca ha habido varias religiones, sino una sola,
revelada al comienzo de los tiempos [14].»
Notemos que todos los autores que acaban de ser
citados son masones, salvo Lamennais, que es un futuro apóstata. Lo cual
muestra claramente que esta idea de una Tradición primordial, lejos de ser un
desarrollo ortodoxo de la noción de revelación primitiva, es una perversión de
ella que constituye un poderoso medio de corrupción de la fe [15].
El proceso que permite pasar de una idea a otra ha
sido descrito por la Sra. Nelly Émont:
«En estas diferentes perspectivas, se trata siempre
de mostrar que esa revelación dada a todos los pueblos en la aurora de la
historia del mundo, si bien se oscureció luego, fue conservada más pura en el
judaísmo y después restaurada por Cristo y la Iglesia, portadora de la única
tradición apostólica […].
Pero el mismo enfoque —a saber, que los pueblos
primitivos parecen todos portadores de una revelación— ha servido para un
discurso exactamente inverso al que consistía en querer glorificar el
cristianismo. Si hubo una revelación primitiva, y si los mitos son los
vestigios oscurecidos de ésta, nada permite pensar que se haya conservado aquí
mejor que en otra parte. Es esta óptica la que prevalece hoy y que pretende
fundar sus reflexiones, no sobre las diferencias que puedan oponer los mensajes
religiosos, sino únicamente sobre las semejanzas establecidas a partir del estudio
de los símbolos, de los ritos o de las cosmogonías. Inaugurada por los
pensadores del Renacimiento que querían comparar todo con todo para mayor
gloria del cristianismo, ella compara igualmente todo con todo, pero para
probar que el cristianismo no es más que un discurso entre otros. Fabre
d’Olivet es, indudablemente, el teósofo que, a comienzos del siglo XIX, marca
mejor este cambio de orientación. […] El estudio de los grandes mitos sirve
aquí a la convicción de que no hay revelación diferente de las demás, y que la
Tradición, de la cual las diferentes tradiciones religiosas son cada una a su
manera la expresión, es una, a pesar de las diversas deformaciones de la
historia [16].»
Es en esta vía en la que va a comprometerse el
ocultismo del siglo XIX, y particularmente uno de sus representantes más
influyentes: el abbé Constant, llamado Éliphas Lévi (1810-1875).
El diácono
Constant
Del cristianismo romántico al mesianismo
humanitario
(Constant, Esquiros, Wronski)
Alphonse-Louis Constant nació el 8 de febrero de
1810 en París, donde su padre era zapatero. Asistió primero a una escuela libre
de la isla Saint-Louis, luego, en 1825, ingresó al pequeño seminario
Saint-Nicolas du Chardonnet, dirigido entonces por el padre Frère-Colonna
(1786-1858), quien iba a ejercer sobre su destino una influencia tan decisiva
como funesta.
«Era», escribirá Constant, …
«El sacerdote más inteligente y más sinceramente
piadoso que he conocido; por eso fue también quien me hizo más bien y más mal.
Me hizo un gran bien al romper para mí las estrechas riendas de mi primera
educación católica, para abrir ante mí la vasta carrera del progreso y del
porvenir […].
Toda la doctrina del padre Frère se resumía en esto: la humanidad, caída del
seno de Dios por una falta original [17], vuelve a Él por un progreso que la
arranca de la materia y la espiritualiza gradualmente [18]; un deseo
arrepentido comienza la conversión del hombre, como la del mundo; creencias
misteriosas en las que se envuelve un amor naciente le dan por la fe la primera
prenda de la salvación; inflamado por los deseos que le hacen concebir tantos
frutos deliciosos aún en germen, se eleva hacia Aquel a quien ama, sobre las
alas de la esperanza, hasta que el amor, entreabriendo el cielo, lo toma en sus
brazos, jadeante y fatigado, y lo hace reposar para siempre sobre su corazón.
La historia de la religión se dividía así, para el padre
Frère, en cuatro grandes épocas: la época de la penitencia, o la edad del
diluvio y de la maldición de Caín; el tiempo de la fe, en la vocación de
Abraham, el padre de los creyentes; y este tiempo duraba, pasando por el
desierto con Moisés, hasta la venida de Cristo, quien, muriendo en la cruz,
legaba a su discípulo amado a su Madre y la esperanza; luego, bajo los
auspicios del Espíritu Santo, tercera persona de Dios aún no completamente
revelada, se abría en el porvenir un siglo de felicidad en el cual la humanidad
entera, sentada a la sombra de los manzanos de un nuevo Edén, debía sentir un
soplo de amor refrescar su frente bajo el batir de alas de la paloma
misteriosa, último símbolo de la Divinidad [19].
Tenemos aquí milenarismo en estado puro,
verosímilmente retomado de Joaquín de Fiore.
Según el ocultista Paul Chacornac, biógrafo de
Éliphas Lévi, «no es quizá exagerado decir que el padre Frère orientó a A.
Constant hacia el estudio de la magia [20]». Otro biógrafo de Constant, Alain
Mercier, explica que «fue por él [Frère-Colonna] que, desde su adolescencia,
Constant fue iniciado en las doctrinas poéticas de Fénelon, de Madame Guyon y
de Swedenborg [21]». Sería interesante saber más sobre el padre Frère-Colonna;
es probable que estemos ante un místico heterodoxo en la línea de Molinos y de
Madame Guyon, tal vez también un discípulo de los iluminados seudocristianos de
la segunda mitad del siglo XVIII, en particular de los martinistas.
Entregado a
la falsa mística
Sea como fuere, la enseñanza del padre
Frère-Colonna, lejos de edificar al joven seminarista, lo convirtió en un ser
atormentado, presa de una exaltación seudomística malsana, tentado por el
panteísmo y obsesionado por la idea del infierno; reprodujo más tarde, en 1841,
algunos poemas que había escrito entonces:
«A veces me
parece que la pena eterna
me roe con un amor ardiente como el odio;
quisiera inmolarte a ti mismo y ofrecerte
para siempre los tormentos que me haces sufrir;
ser feliz en un infierno que rugiera tu gloria,
expresar tu victoria con una inmensa desesperación,
ser tu enemigo para aplastarte en mí,
para cederte mi trono, ser dios como tú...
[…]
¡Oh Dios! no siendo tú, sufro por seguir siendo...
Entonces, si no fuera, ¿podría aún amar?
Pero quiero ser en ti, quiero sumergirme,
perderme en tu seno, mi Dios, sin saber siquiera
si te he deseado, si existo, si te amo.
Pero tú solo ser feliz, solo triunfante, solo yo,
pues tú solo eres bueno, pues todo bien eres tú!»
“Así —comenta él— mi alma, abandonada a sí misma, aspiraba, por las
solas fuerzas de su amor, a la unidad divina, a esa gran religión del porvenir
que reunirá a todos los seres en un solo ser, a todas las ciencias en una sola
idea, a todos los corazones en un solo amor; a ese panteísmo, en fin, del cual
hombres de mala fe quieren hacernos huir como de un error monstruoso, y que es,
sin embargo, la última palabra de la sublime doctrina de Cristo y de sus
Apóstoles.
Sin embargo, yo era todavía un católico dócil y fervoroso; sentía que
Dios es todo amor, y admitía el dogma del infierno con una sumisión ciega; pero
aun cuando mi razón se sometía a esa monstruosa ficción del dualismo maniqueo
[22], mi corazón protestaba contra ella con un grito sublime, y habría querido
ser Dios, no para morir en la cruz y salvar solo a algunos hombres, sino para
condenarme a fin de llenar todo el infierno y extinguirlo sofocándolo.
He aquí el himno que compuse un día bajo la impresión de este
pensamiento:
«Quisiera,
¡oh mi Dios!, amarte sin esperanza,
y llevar para siempre el peso de tu venganza,
para que todos los pecadores, menos culpables que yo,
pudieran reconocer mejor tus perdones y a ti.
[…]
Tengo celos, ¡oh Cristo!, de tu Getsemaní
y de tu queja: Eli, lamma sabachtani?
En nuestros días tenebrosos, en que el mundo que tiembla
ve palidecer y caer todos sus astros juntos,
quisiera, embriagado por los sufrimientos de un Dios,
[…]
ser Dios para sufrir, pero sin saberlo,
y retorcer como un gusano mi sangriento desespero;
[…]
gritarte: ¡oh mi Dios!, ¡tú me has abandonado!...
Ser así, bajo el peso de tinieblas profundas,
durante la eternidad, el redentor de los mundos,
o incluso ser lo bastante grande, inmolándome a ti,
¡para llenar todo el infierno y cerrarlo sobre mí!
Después de una semejante oración, uno debe sentir
que el buen Dios de los católicos había sido superado, y que el dogma del
infierno no podía ya resistir mucho tiempo contra mi ardiente amor de Dios y de
la humanidad” [23].
En 1830, Constant pasa al seminario de Issy para
terminar sus dos años de filosofía. Después de Issy, llega al seminario de
Saint-Sulpice para hacer su teología.
Allí es ordenado subdiácono y tonsurado.
En 1835, cuando tiene a su cargo uno de los
catecismos de jóvenes de Saint-Sulpice, se enamora de una de sus alumnas, en
quien «cree ver a la Santísima Virgen aparecida bajo una forma carnal [24].» ¡He
aquí adónde conduce la exaltación provocada por la seudomística cristiana del padre
Frère-Colonna!
Constant debía recibir la ordenación sacerdotal en
mayo de 1836, pero su director, exigiéndole renunciar antes a su pasión,
prefirió renunciar al sacerdocio.
Su madre, que soñaba con verlo sacerdote, se suicidó de desesperación.
Sin recursos, Constant se ganó la vida dibujando retratos para una publicación
mensual.
Se relacionó con socialistas como Flora Tristan y
Alphonse Esquiros; incluso fue durante algún tiempo adepto de Ganeau, llamado
el Mapah, que había fundado una religión, el evadismo (a partir
de los nombres de Eva y Adán), destinada a reconstituir el Andrógino primitivo.
Insatisfecho, intentó volver a la Iglesia y se
retiró en julio de 1839 al convento benedictino de Solesmes; pero solo
permaneció allí un año, sin lograr entenderse con el superior, Dom Guéranger
[25].
«Todos los
hombres serán salvados»
Lejos de hacerlo volver a la sana doctrina, la
estancia en Solesmes fue para él ocasión de hundirse aún más en la gnosis:
«Fue en Solesmes —escribirá en La Asunción de la
Mujer— donde el Spiridion de George Sand cayó por casualidad entre
mis manos [26].
“Tuve también el ocio de estudiar allí la doctrina
de los antiguos gnósticos, la de los Padres de la primitiva Iglesia, los libros
de Casiano y otros ascetas, y finalmente los piadosos escritos de los místicos,
y especialmente los libros admirables y aún ignorados de la santa señora Guyon
[27]. La vida y los escritos de esta mujer sublime me abrieron la puerta de
muchos misterios que aún no había podido penetrar; la doctrina del amor puro y
de la obediencia pasiva a Dios me desengañaron completamente del infierno y del
libre albedrío; vi a Dios como el ser único en el cual debía absorberse toda
personalidad humana; vi desvanecerse el fantasma del mal, y exclamé:
Un crimen no puede ser eterno y castigado,
¡y el mal sería dios si fuera infinito!
[…]
Un infierno fuera de ti supone otro dios.
[…]
¡Si el infierno está en ti, es un infierno de amor!»
Me sorprendí al reencontrar en las predicciones de
la señora Guyon ese reino futuro del Espíritu Santo, esa consumación en la
unidad por el amor que todos los verdaderos cristianos han esperado en todos
los siglos; comprendí cómo el culto de María servía de transición entre el
reino de Cristo y el de la celestial Paloma. […]
Respiré entonces […]; triunfaba de haber aplastado
bajo mis pies aquella fea figura de Satanás, sentía mi corazón dilatarse en el
pensamiento de que todos los hombres serían salvados, y ya no podía concebir
cómo, ni por un solo instante, había podido creer en un Dios todopoderoso y
bueno y en una condenación eterna. […] Condenaba mi celo amargo de antaño y ya
no comprendía el fanatismo odioso; ya no creía en el infierno [28].»
A su salida de Solesmes, no encontró más que un
puesto de supervisor en el colegio de Juilly; rebelde y miserable, escribió La
Biblia de la libertad (1841), apología del comunismo que fue inmediatamente
confiscada y le valió una condena de ocho meses de prisión “por ataque a la
propiedad y a la moral pública y religiosa”. Sin embargo, reincidió publicando
dos libros del mismo tono: Doctrinas religiosas y sociales y La
Asunción de la mujer, en 1841.
Compromiso
revolucionario
En 1845 sedujo a una colegiala de dieciocho años,
Noémie Cadiot, que huyó de la casa de sus padres para reunirse con él;
amenazado de ser procesado por rapto de menor, se casó civilmente con ella en
julio de 1846, abandonando a otra amante que, sin embargo, esperaba un hijo
suyo. Un nuevo panfleto revolucionario, La Voz del hambre, le valió al
año siguiente una condena de seis meses de prisión.
En 1848 publica El Testamento de la Libertad,
que concluye en estos términos:
“Resumamos en pocas palabras: queremos regenerar y
universalizar el sentimiento religioso mediante la síntesis y la explicación
racional de los símbolos, a fin de constituir la verdadera Iglesia católica o
la asociación universal de todos los hombres. […] En La Biblia de la
Libertad, hemos saludado el genio de la revolución del progreso y del
porvenir. En La Fiesta del Corpus Christi, hacemos un retorno hacia las
verdaderas creencias católicas, e invitamos a la Iglesia, nuestra madre, a
venir hacia nosotros para bendecir la emancipación y la asociación de todos los
pueblos del mundo. En La Madre de Dios, La Asunción de la Mujer y
La Emancipación de la Mujer, explicamos nuestra religión maternal; y en La
Última Encarnación, hacemos volver a Cristo a la tierra y saludamos al
genio del Evangelio marchando a la cabeza del progreso” [29].
Se cuenta entre los conspiradores que preparan
secretamente la revolución de 1848; el 16 de marzo funda El Tribuno del Pueblo,
periódico socialista.
También anima el Club de la Montagne junto
con Esquiros, y busca convertirse en diputado, apoyado por el Club de las
Mujeres, del cual Noémie [su esposa] es secretaria; ésta, feminista del
grupo de las Vesubianas, comenzaba entonces una carrera de periodista y
escultora bajo el nombre de Claude Vignon. Derrotado en las elecciones,
Constant […] renuncia a la política y […] vive restaurando muebles antiguos y
componiendo canciones. El descubrimiento de la filosofía de Wronski lo orientó
hacia la Cábala, que le pareció “un álgebra de la fe”, y de la cual se enamoró
al punto de abandonar su nombre, en 1853, por el de Éliphas Lévi […]. Tomó la
dirección en junio de 1853 de la Revue progressive, pero su
patrocinador, el viejo marqués de Montferrat, sedujo a su esposa, la cual huyó
con él [30].
El marido predicaba la emancipación de la mujer; su
mujer se emancipaba: ¡era el orden natural de las cosas!
Esoterismo y
exoterismo
Quedándose solo, Éliphas Lévi partió a Londres de
mayo a agosto de 1854; allí trabó amistad con el novelista Bulwer-Lytton,
apasionado por la teúrgia, quien lo llevó a evocar a los espíritus usando las
conjuraciones de La Clavícula de Salomón […]. A su regreso a París,
trabajó en un gran libro de cábala especulativa […] Dogma y ritual de la
alta magia [31], uno de los clásicos del ocultismo. Afirmaba allí que en
los textos de la India védica, de Asiria y de Egipto, así como en el Talmud
[…], se hallaban “las huellas de una doctrina en todas partes la misma y en
todas partes cuidadosamente escondida”. Esta doctrina siendo, ante todo, un
medio de gobierno espiritual [32].
Muy lógicamente, iba a convertirse en masón, y fue
iniciado el 14 de marzo de 1861 en la logia Rosa del perfecto Silencio,
del Gran Oriente [33]; dimitirá de la masonería algunos meses más tarde,
después de haber recibido el grado de maestro. Sus costumbres, como puede
suponerse, no tenían nada de castas, y se justificaba como antaño los gnósticos
y luego los quietistas:
“Amo a Dios —escribirá en El Libro de las
Lágrimas— y siento que todo me está permitido, porque me es imposible
querer el mal; en cuanto a las satisfacciones de la vida, sabría servirme de
ellas como sé prescindir de ellas. […] Por lo demás, mi alma participa tan poco
de los extravíos del animal, que ni siquiera me siento humillado por las
debilidades de la carne. No me ocupo más de lo que cae de grosero en esta
sentina de mi ser que del barro que piso con mis pies. Pasar el tiempo
vigilando todos los movimientos de los sentidos es, como el hijo pródigo,
entregarse al cuidado de los cerdos. A fuerza de despreciarlos, he llegado a no
darme ya cuenta siquiera de que están allí” [34].
Afirma practicar el verdadero cristianismo, que por
supuesto es esotérico; escribe a uno de sus discípulos, un oficial de marina
llamado Montant, que le preguntaba cuál era la posición de los iniciados
respecto de la religión:
[…] “Siempre ha existido en el cristianismo una
Iglesia oculta o joanina que, sin dejar de respetar la necesidad de la Iglesia
oficial, conservaba del Dogma una interpretación totalmente distinta de la que
se da al vulgo. Los templarios, los rosacruces, los francmasones de los altos
grados han pertenecido todos, antes de la Revolución francesa, a esa Iglesia
cuyos apóstoles en el siglo pasado fueron Martínez de Pasqualis, L. CL. de
Saint-Martin y hasta Madame de Krudener.
El rasgo distintivo de esta escuela es evitar la publicidad y no constitutirse
jamás en secta disidente. […] Aún existen hoy sacerdotes fervientes que están
iniciados en la doctrina antigua, y un obispo, entre otros, acaba de morir, que
me había hecho pedir comunicaciones cabalísticas. […] Jesús dijo que la
levadura debe estar escondida en el fondo del recipiente que contiene la masa,
a fin de trabajar día y noche en silencio hasta que la fermentación haya
invadido poco a poco toda esa masa que debe convertirse en pan.
“Un iniciado puede, pues, con simplicidad y
sinceridad practicar la religión en la que ha nacido, porque todos los ritos
representan, de maneras diversas, un mismo dogma. Pero no debe abrir el fondo
de su conciencia sino a Dios y no debe rendir cuentas a nadie de sus creencias
más íntimas. El sacerdote no puede juzgar lo que ni siquiera comprende el
propio papa.” [35]
En otras palabras: practicad el catolicismo, porque
todas las religiones exotéricas se valen lo mismo, pero interpretad los dogmas
como la gnosis y no como la Iglesia, y sobre todo no los confeséis jamás; así
podréis, poco a poco, invadir silenciosamente toda esa masa de cristianos
vulgares para convertirla en verdaderos gnósticos.
Cómo
penetrar en la Iglesia
El obispo al que se refiere Constant en su carta es
el de Évreux, Mons. Devoucoux (1804-1870), arqueólogo e historiador que desde
hacía tiempo se entregaba a interpretaciones cabalísticas y masónicas de los
símbolos de la iconografía cristiana, como en su Histoire de l’antique cité
d’Autun [36]. Según Chacornac, varios otros obispos de Francia estudiaban
las obras de Éliphas Lévi [37].
El ocultismo hallaba, pues, simpatías en el
episcopado, y Éliphas Lévi albergaba la esperanza de que llegaría un día en que
sus discípulos, si eran suficientemente hábiles, lograrían cambiar el espíritu
de los dogmas conservando la letra; lo escribió en 1861 en una obra que circuló
manuscrita y que no se imprimió hasta 1932-1933:
“No cambiemos los dogmas, no tenemos ni el derecho
ni el poder para ello. Limitémonos a cuidarnos de la levadura de los Fariseos,
que hace el mal pan de la enseñanza vulgar. ¿Y cómo creer todo lo que enseña la
Iglesia sin caer en los errores farisaicos? Es oyendo en un sentido espiritual
todo aquello que la multitud materializa por error... Hay que depurar nuestro
dogma volviendo a la concepción primitiva de los misterios, pero sin cambiar
nada de los términos y de las fórmulas definitivamente fijadas por la
infalibilidad de la Iglesia...” [38].
¿Quién va a realizar ese trabajo de depuración del
dogma para hacerlo compatible con la gnosis? El papa, responde Éliphas Lévi.
“Llegará un día en que un papa inspirado por el
Espíritu Santo declarará que todas las excomuniones están levantadas, que todos
los anatemas están retractados; que todos los cristianos están unidos a la
Iglesia, que los judíos y los musulmanes son bendecidos y llamados de nuevo por
ella […] Entonces ya no podrán existir protestantes”. [39]
Al mismo tiempo, escribía públicamente en otra
obra:
“La Biblia, el Corán y el Evangelio son tres
traducciones diferentes del mismo libro. Sólo hay una ley, como sólo hay un
Dios”. [40]
Y más adelante:
“[El libro Du Pape, de Joseph de Maistre]
demuestra claramente la necesidad humana del absolutismo espiritual […] El
papado debe perecer, o cumplir fielmente este programa [trazado por Maistre].
Lo hará cuando el dogma, templado en su fuente, se ilumine con los resplandores
de la cábala”. [41]
Será, pues, necesario un papa
cabalista, porque el verdadero cabalista está “por encima de los sistemas y de
las pasiones que oscurecen la verdad […]. Su oración puede unirse a la de todos
los hombres para orientarla, iluminándola con la ciencia y la razón, y conducirla
a la ortodoxia [42].”
¿De qué ortodoxia se trata? De la
del Anticristo y de Lucifer, él mismo lo dice: “Cuando el papado haya perdido
toda autoridad en el mundo”, entonces vendrán Henoc, luego Elías, luego el
Anticristo, “cuya misión será preparar el gran imperio temporal del revelador
del Evangelio [43].”
Pero —añade el padre de Lubac—, Éliphas Lévi nos
abre aún otra perspectiva, que se une y completa su espera del signo del
Espíritu:
“El ángel de la libertad nació antes de la aurora
del primer día, antes incluso del despertar de la inteligencia, y Dios lo llamó
la estrella de la mañana. — ¡Oh Lucifer! Tú te desprendiste voluntaria y
despectivamente del cielo donde el sol te ahogaba en su claridad, para surcar,
con tus propios rayos, los campos incultos de la noche. […] Lucifer, a quien
las edades de tinieblas han hecho el genio del mal, será verdaderamente el
ángel de la luz cuando, habiendo adquirido la libertad al precio de la
reprobación, haga uso de ella para someterse al orden eterno… [44].”
“Joaquinismo —comenta el padre de Lubac— adaptado
al gusto del siglo XIX, donde el Espíritu colabora con Lucifer para cumplir los
designios de Dios en la libertad [45].
A la misma conclusión llega un investigador
bordelés contemporáneo, el Sr. Jean-Claude Drouin [46]:
“En la cosmogonía compleja de Constant, expresada
en 1846-1848, Lucifer es el Espíritu Santo de la Trinidad cristiana finalmente
revelada. Ayudado por María, Lucifer prepara la Iglesia Universal: el “Mundo
nuevo”.
Mesianismo
temporal
Acabamos de ver que las ideas del diácono Constant
se derivan de la tradición ocultista occidental, alimentada a su vez por la
gnosis; pero también se inserta en otra corriente, estrechamente dependiente de
la primera: la del mesianismo temporal, que pretende que la humanidad será
salvada, es decir, que accederá a una edad de oro, por el advenimiento de un
mesías —individual o colectivo— que ya no es el Dios de los cristianos.
Según Jean-Claude Drouin, el pensamiento mesiánico
en Francia en esa época está representado por el diácono Constant, por su amigo
Alphonse Esquiros [47] (1812-1876) y finalmente por el filósofo y matemático
polaco Joseph Marie Hoëné, llamado Wronski (1776-1853), que fue uno de los
maestros de Constant.
“Al estudiar a los principales autores utopistas en
Francia entre 1820 y 1850 —escribe el Sr. Jean-Claude Drouin—, hemos tomado
conciencia de que […], a primera vista, los pensamientos de Wronski, Constant y
Esquiros parecen impregnados de religiosidad y derivar directamente del
cristianismo ambiental; pero, al profundizarlos, es evidente que no son más que
manifestaciones inequívocas del racionalismo, del positivismo y del laicismo
que se desarrollan desde finales del siglo XVIII [48].”
[…] “Wronski, Constant y Esquiros representan, en
la Francia romántica y postromántica, la permanencia de una corriente mesiánica
que se aproxima, en ciertos aspectos, al espíritu llamado de 1848. Los tres
creen en la venida providencial de un Salvador cuya aparición en la tierra
debería traer el reinado de la paz y de la justicia.
Pero, sea cual sea el salvador —Rusia y los pueblos
eslavos para Wronski; el pueblo, la libertad, la mujer para Constant; la
humanidad para Pierre Leroux; Francia y la revolución para Esquiros—, siempre
es el hombre el que es divinizado y se convierte en el fin último de un
mesianismo que entonces pierde su carácter cristiano. […]. En los creadores de
la pseudoteología romántico-humanitaria del siglo XIX, el anuncio del
advenimiento próximo del Paráclito debe consumar la caída de los antiguos
poderes (incluida la Iglesia católica) en beneficio del nuevo hombre-dios, que
toma la mayoría de las veces un carácter colectivo: las naciones eslavas, el
pueblo francés o el Pueblo en su totalidad.
Así, los mesianismos de Wronski, de Constant y de
Esquiros no son religiosos más que en apariencia y en superficie. En
profundidad, no pertenecen ni al catolicismo ni a la ortodoxia.
Ultra-racionalistas, son partes integrantes del gran movimiento de
secularización, racionalización y laicización que se desarrolla en Occidente
desde hace varios siglos.
El fin último de aquellos a quienes se llama los
creadores del mesianismo sería en realidad no el advenimiento de un salvador
venido de lo alto, como el Cristo anunciado por los profetas, sino la verdadera
divinización del hombre en su razón individual y en su existencia colectiva: el
hombre creador, instrumento y fin de sí mismo. En esta concepción, el humanismo
absoluto ha reemplazado al mesianismo religioso.
Este fin es estrictamente idéntico al de la
masonería.
Del ocultismo de fin de siglo al
Vaticano II
(Saint-Yves d’Alveydre, el
Sillon, Schuré, Teilhard de Chardin)
Sería un error pensar que Éliphas Lévi fue un
ocultista extravagante, sin gran influencia ni posteridad intelectual. He aquí
lo que escribe de él Daniel Ligou en su Dictionnaire de la franc-maçonnerie
[49]:
“Su obra ocultista es enorme y su influencia fue
grande. Su revista, La Revue philosophique et religieuse, no duró más
que tres años (1855-1858), pero tuvo importantes ecos.”
Y concluye: “É. Lévi es uno de los más eminentes
ocultistas del siglo XIX.”
Saint-Yves
d’Alveydre
Éliphas Lévi influyó en otro ocultista célebre,
Saint-Yves d’Alveydre (1842-1909), inventor del concepto de sinarquía,
definida como un gobierno general científico compuesto de un Consejo europeo de
las comunas nacionales, un Consejo europeo de los Estados nacionales y un
Consejo internacional de las Iglesias nacionales.
Por Iglesias nacionales entendía, según escribió en
Mission des Souverains, publicada en 1882,
“la totalidad de los cuerpos docentes de la nación
[…] desde las universidades laicas, las academias, los institutos y las
escuelas especiales, hasta las instituciones de todos los cultos reconocidos
por la ley civil, comprendida la masonería… […] Esta constitución interior de
las iglesias nacionales, donde el episcopado, investido del poder de los
Apóstoles, no tendrá más que consagrar la suma de los intereses intelectuales y
verdaderamente religiosos de cada nación sin discutirlos, esta constitución,
digo, sería feliz que el papado pudiera tomar la iniciativa de aconsejarla
teocráticamente a todas las naciones europeas de Cristo.” [50]
Esta reconciliación de la ciencia y de la religión
judeocristiana, esta fusión de las Iglesias y de las universidades, esta
aproximación de los cuerpos docentes religiosos y civiles que él preconizaba
tendrían como efecto establecer una autoridad espiritual que guiaría a los
poderes políticos. En 1884 publicó su obra Mission des Juifs, en la cual
escribía:
“Sería deseable que el congreso [la asamblea del
gobierno mundial] se abriera solemnemente en una catedral y que todos los
sacerdotes de los cultos judeocristianos dijeran juntos: Padre nuestro,
mientras todas las campanas de todas las iglesias de Europa sonarían al mismo
tiempo para llamar a todos los pueblos a la misma bendición y a la misma
glorificación. La Asamblea [la asistencia del Congreso] diría con los
sacerdotes: Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como
en el cielo. Amén.” [51]
Éliphas Lévi difundió igualmente las ideas
ocultistas entre el público culto, lo que facilitó el éxito de lo que se ha
llamado el ocultismo de fin de siglo, con Papus, Péladan, Stanislas de
Guaita, Paul Sédir, Paul Vulliaud, etc., y naturalmente toda la escuela de la
sociedad teosófica. Su obra no es la única causa de la influencia ocultista que
se ha transmitido hasta el Vaticano II, pero es una fuente que fue
particularmente influyente en la alimentación de esa poderosa corriente
esotérico-masónica que el p. Barbier denunciaba con angustia en 1910, en su
célebre libro Les infiltrations maçonniques dans l’Église:
“La masonería —escribía— ha formado el infernal
designio de corromper insensiblemente a los miembros de la Iglesia, incluso a
los del clero y de la jerarquía, inoculándoles bajo formas aparentes y supuestamente
inofensivas los falsos principios con los cuales se promete trastornar el mundo
cristiano.” [52]
Y constataba que
“Los dogmas sociales sobre los cuales numerosos
católicos y sacerdotes fundan hoy la renovación del cristianismo, tienen una
fórmula idéntica a aquella que la masonería se proponía hacerles aceptar, y que
los procedimientos de los cuales hacen uso para […] arrastrar a la Iglesia
hacia esa transformación, son idénticos a aquellos cuyo empleo la masonería había
decidido.” [53]
Le
Sillon
Después de haber estudiado en
detalle todos los movimientos esotérico-ocultistas seudocristianos, el padre
Barbier constataba el éxito de sus ideas en el movimiento católico-democrático
del Sillon,
que iba a ser al mismo tiempo condenado por san Pío X.
“No parece dudoso […] que el
carácter meramente idealista de la democracia del Sillon acerque a sus adeptos al
movimiento rosacruz y martinista, y ofrezca un punto de unión con él. Se sabe
que el idealismo se ha convertido en la profesión de fe exterior del Sillon. […] Fue en el
sexto congreso nacional del Sillon,
en 1907, cuando esta metamorfosis, cuyo trabajo algunos habían discernido desde
hacía tiempo, se consumó a plena luz. Al escribir La Décadence du Sillon, resumí sus resultados
en una fórmula que al Sillon
no le gustaría reconocer como exacta, pero cuyos rasgos, como he mostrado, son
rigurosamente auténticos. No será inútil reproducirla aquí:
Considerando que el ideal
cristiano de los católicos puede serles común con aquellos que rechazan su fe;
Considerando que el ideal moral y
social que debe triunfar para la salvación del país, si conviene aún llamarlo
ideal religioso en tanto que se toma este nombre por sinónimo de ideal
democrático, no deja por ello de ser separable de la fe católica;
Considerando que un partido
fundado sobre la comunidad de un ideal así determinado está llamado a cambiar
las almas, y que todo otro partido sería nefasto para la Iglesia;
El VI Congreso nacional del Sillon pide que se
denuncie y se rompa la unión fundada sobre la conformidad del culto religioso;
Propone la unión de todos aquellos
que, protestantes, librepensadores o católicos, quieren que el ideal cristiano
y el ideal democrático sean un solo y mismo ideal, y se proponen realizar este
ideal en la sociedad mediante el reino de la justicia y de la fraternidad;
Y excluye fuera del partido moral
y social así constituido para la regeneración del país y el triunfo de la
Iglesia, a los católicos que no han comprendido, como el Sillon, la repercusión
del ideal democrático y cristiano en el ámbito político y social.” [54]
Desde entonces, el idealismo se ha
vuelto cada vez más el término exclusivamente adoptado para expresar las
aspiraciones de esta escuela, y justificar, por su eclecticismo, la posición
independiente en la que pretende mantenerse.
Pero el idealismo es igualmente, como se ha visto, la expresión seductora bajo
la cual las conspiraciones ligadas contra la fe y la Iglesia disfrazan su
maquinación […]. Por ambas partes, el ideal perseguido es un ideal democrático.
Por ambas partes, el idealismo está representado por cierta concepción de la
democracia.
El paralelismo es sorprendente
entre las esperanzas de todas las sectas teosóficas y las del Sillon. Por ambas
partes se hacen brillar ante los ojos de la humanidad las promesas de una nueva
edad de oro [55].
Según todas estas sectas, en
efecto, la historia de la humanidad comprende una serie de épocas a través de
las cuales la materia inanimada se eleva, bajo la acción de la “materia
astral”, hasta la divinidad. La primera fue la del brahmanismo, la segunda la
de la religión de los egipcios, la tercera es la época cristiana, la cuarta la
época revolucionaria, la quinta será la de la República universal, cuyo poder
judío provoca actualmente la eclosión por todos los medios. Las épocas
posteriores marcarán en la historia de la humanidad etapas tan superiores a lo
que podemos concebir, que actualmente no pueden definirse.
He ahí el sueño fantástico que
está en el fondo de todas esas declamaciones sobre el progreso y el porvenir de
la humanidad. He ahí el espejismo en el cual se dejan atrapar
—inconscientemente, sin duda— el jefe y los adeptos del Sillon. Cuando el
señor Marc Sangnier proclama con su inagotable locuacidad que la democracia es
el resultado necesario del cristianismo, que debe elevar a la humanidad a una
organización social en la cual se llevarán al máximo la conciencia y la
responsabilidad de cada uno; cuando describe el ideal de esa sociedad donde la
autoridad ya no tendría, en el fondo, razón de ser, porque sus leyes se
encontrarían dictadas de antemano por la conciencia universal; sus palabras no
tendrían más que un significado declamatorio y quimérico si no correspondieran
a un estado de espíritu existente en él mismo y entre los que lo escuchan.
Ahora bien, es el estado de
espíritu que la masonería cabalística y teosófica crea y mantiene, haciendo
actuar fuerzas diseminadas por todas partes. El Sillon sufre su influencia y la propaga a
su vez. No es al cristianismo a quien beneficia.
La democracia, por lo demás, no
es, ni para unos ni para otros, una forma de gobierno. Es un grado de la escala
misteriosa por la cual la humanidad se eleva a sus destinos. Es la realización
de un progreso igual al que representó antaño el paso del paganismo al
catolicismo. La república universal que este progreso prepara será tanto más
superior a la cristiandad de la Edad Media cuanto ésta lo fue al brahmanismo y
al mundo pagano.
Estará hecha de la fusión de todas
las Iglesias, de la abolición de todas las patrias, del igualamiento de todas
las clases, de la supresión de la propiedad privada y de la destrucción de la
familia.
¿Es necesario recordar las
diversas y múltiples manifestaciones por las cuales el Sillon alentó esas
temibles utopías? He aquí el ideal democrático, más o menos claramente
entrevisto, pero saludado desde lejos con igual entusiasmo por los gnósticos y
los sillonistas,
o mejor dicho, por los demócratas de todas las escuelas y de todas las
denominaciones, sin excluir de ello a una parte notable del clero [56].
Se sabe que el Sillon, después de su
condena, fingió someterse y continuó subrepticiamente su propaganda en los
medios católicos y, en particular, en el clero; se sabe también que la condena
de la Action Française
fue la revancha del Sillon
y permitió que sus ideas amplificaran considerablemente su audiencia. Allí se
encuentra una de las fuentes de las doctrinas ecuménicas y de la libertad
religiosa que triunfaron en el Concilio Vaticano II.
El
padre Teilhard de Chardin (1881-1955)
Pero existe otra corriente, al
menos igual de importante: la de Teilhard de Chardin, quien fue uno de los
padres espirituales póstumos del Concilio.
¿Cómo llegaron estas ideas
esotérico-ocultistas al célebre jesuita? Entre otras vías, por intermedio de Édouard
Schuré (1841-1929); escritor, musicólogo, crítico de arte y apasionado del
ocultismo, Schuré es autor de una obra titulada Los grandes Iniciados, subtitulada Esbozo de la historia secreta de
las religiones – Rama, Krishna, Hermes, Moisés, Orfeo, Pitágoras, Platón, Jesús,
publicada en 1889 y reeditada muchas veces. En esta obra, bajo una forma lírica
y pseudo-erudita, vulgariza las ideas del esotero-ocultismo, en particular las
de Constant, de Saint-Yves d’Alveydre, de Fabre d’Olivet y de Madame Blavatsky.
Sabemos, desde la publicación de
sus cartas a su prima Marguerite Teilhard-Chambon [57], escritas en 1916, que
Teilhard leyó mucho a Schuré y que mucho aprendió de él:
“Leí también a Schuré, que
evidentemente es muy tónico para el espíritu; hace sentir y pensar, en el orden
de las realidades que nos interesan a ambos […]. Alegría de encontrar un
espíritu extremadamente afín al mío; excitación espiritual al entrar en
contacto con un alma apasionada por el Mundo; satisfacción al constatar que las
cuestiones que me preocupan son precisamente las que han animado la vida
profunda de la humanidad; placer de ver que mis ensayos de solución convienen
en suma perfectamente a las visiones de los ‘grandes iniciados’ sin alterar el
dogma […]. De la lectura de estas páginas […] tengo conciencia, hasta ahora, de
haber sacado sobre todo un vehemente aumento de mi convicción sobre la
necesidad, para la Iglesia, de presentar el dogma de una manera más real, más
universal, más ‘cosmogónica’, me atrevería a decir” [59].
Alain Tilloy, que cita estas
cartas, las comenta severamente:
“Así influenciado, obsesionado
como estaba ‘de una manera innata’ por el panteísmo ‘del que tiene el corazón
lleno’ [60], el pensamiento del P. Teilhard se deslizó por la pendiente
peligrosa del espiritualismo luciferino […]. ¿No llegó acaso a escribir a su
prima: ‘¿No es necesario, por amor de Dios, saber arriesgar (si es posible)
incluso la propia santidad o incluso la perfecta ortodoxia?’ [61]. El P.
Teilhard corrió ese riesgo. Jugó su santidad y su ortodoxia, y perdió” [62].
He aquí dos citas, características
del pensamiento teilhardiano, que confirman el juicio de Alain Tilloy: pocos
días antes de su muerte, Teilhard escribía a su inspiradora Maryse Choisy,
psicoanalista y hermana masónica del Droit
Humain:
“Me siento cada vez más preocupado
(es decir, apasionadamente interesado) por la búsqueda del Dios (no sólo
cristiano, sino transcristiano) que se ha vuelto necesario para las crecientes
exigencias de nuestra adoración” [63].
¿De qué Dios se trata? Otro texto
puede iluminarnos:
“Pienso que el gran hecho
religioso actual es el despertar de una Religión nueva que hace, poco a poco,
adorar al mundo y que es indispensable a la humanidad para que continúe
trabajando” [64].
Se comprenderá que, en vísperas de
la apertura del Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962), el Gran Maestre
del Gran Oriente de Francia, Jacques Mitterrand, haya lanzado este grito de
triunfo, que nos servirá de conclusión:
“[...] Un día, un sabio se levantó
de entre sus filas, [...] Teilhard de Chardin. Cometió, quizá sin darse cuenta,
el crimen de Lucifer que en Roma tanto se ha reprochado a los masones: en el
fenómeno de la ‘hominización’, y, retomando la fórmula de Teilhard, en la
‘Noosfera’, es decir, en esa masa de conciencias que rodea el globo, es el
hombre quien ocupa el primer plano. Cuando la conciencia alcanza su apogeo, en
el punto ‘Omega’, dice Teilhard, entonces es seguramente el hombre tal como lo
deseamos, libre en su carne y en su espíritu. Así, Teilhard ha puesto al hombre
sobre el altar y, adorando al hombre, no ha podido adorar a Dios” [65].
NOTAS:
[1] — Jean-Claude Lozac’hmeur, Fils de la veuve –
Recherches sur l’ésotérisme maçonnique, nouvelle édition revue et
complétée, Chiré, 2002.
[2] — Jean-Claude Lozac’hmeur – Bernaz de Karer, De
la Ré-volution – Essai sur la politique maçonnique, Éditions Sainte-Jeanne
d’Arc, 1992.
[3] — Jean-Pierre Laurant, Le Regard
ésotérique, Bayard, Paris, 2001, pp. 9 et 79. El autor, profesor de la
Escuela práctica de Altos Estudios, es favorable al esoterismo.
[4] — Jean-Pierre Laurant, Le Regard
ésotérique, p. 80.
[5] — Ibid.
[6] — P. Emmanuel Barbier, Les Infiltrations maçonniques dans
l’Église, Association Saint-Rémy, Mont-Notre-Dame et Société
Saint-Augustin, Lille-Paris-Bruxelles-Rome, Desclée, De Brouwer et Cie, 1910,
p. 49.
[7] — Nelly Émont, Introduction à l’ésotérisme, Paris, Droguet
et Ardant, 1991, p. 9-10. L’auteur est hostile à l’ésotéro-occultisme.
[8] — Introduction à l’ésotérisme, p. 18-19.
[9] — Santo Tomás de Aquino, II-II, q. 1,
a. 7.
[10] — En su excelente obra sobre La Religion des
Primitifs (Paris, Beauchesne, 1911).
[11] — La Religion des Primitifs, p. 484.
[12] — Introduction à l’ésotérisme,
p. 7.
[13] — Introduction à l’ésotérisme, p. 38.
[14] — Introduction à l’ésotérisme,
p. 39-40.
[15] — Se leerá con provecho el excelente estudio
de Jean Vaquié « Le Brûlant problème de la Tradition » (Lecture
et Tradition, nº 167, janvier 1991) qui fait le point sur ce sujet.
[16] — Introduction à l’ésotérisme,
p. 42.
[17] — Se
reconocerá en esta inversión de la noción de pecado original —que hace de la
“caída” un pecado del Dios creador, quien habría encerrado la sustancia divina
en la materia— uno de los principales temas gnósticos. (Véase la obra muy
esclarecedora de M. Étienne Couvert : De la Gnose à l’œcuménisme,
Éd. de Chiré, 2001.)
[18] — Se
notará aquí un parentesco indiscutible con las ideas que desarrollará más tarde
Teilhard de Chardin; como en Teilhard, una prosa grandilocuente, sentimental y
perfectamente vaga sirve para disimular la verdadera naturaleza de la mercancía
ofrecida.
[19] — Abbé Constant, L’Assomption de la Femme,
ou le livre de l’Amour, Paris, Le Gallois, 1841, cité par Paul Chacornac, Éliphas
Levi, Rénovateur de l’occultisme en France (1810-1875), Paris, Librairie
générale des Sciences occultes, Chacornac frères, 1926, rééd. 1989,
p. 7-8.
[20] — Ibid., p. 7, note 2.
[21] — Alain Mercier, Éliphas Lévi, Paris,
Seghers, 1974, p. 29.
[22] — ¡La
creencia en la eternidad de las penas del infierno y en la reprobación de los
ángeles rebeldes es tratada de ficción maniquea! La inversión gnóstica alcanza
allí su punto culminante.
[23] — L’Assomption de la Femme, ou le livre de
l’Amour, cité par Chacornac, p. 12-14.
[24] — Chacornac, Éliphas Levi, p. 21.
[25] — Alexandrian, Histoire de la philosophie
occulte, Seghers, 1983, p. 96-97. L’auteur est favorable à
l’ésotérisme.
[26] — Se
trata de una novela esotérica publicada en 1839 por Félix Bonnaire; la acción
transcurre en un monasterio de Italia, en el siglo XVIII, y presenta a un
novicio que será iniciado por un viejo monje en una doctrina gnóstica elaborada
en el siglo anterior por el fundador del monasterio, Spiridion, un judío
convertido primero al protestantismo y luego al catolicismo.
[27] — Se
sabe que esta inspiradora de Fénelon fue, junto con el P. Lacombe, religioso
barnabita, la principal responsable de la introducción en Francia del
quietismo; este falso misticismo, debido al sacerdote español Molinos, enseñaba
que el “amor puro” fijaba definitivamente el alma en Dios y que, no pudiendo ya
pecar, debía desentenderse de los actos cometidos por el cuerpo (veremos más
adelante que Constant retuvo la lección). Estas aberraciones evocan las que
enseñaban los gnósticos licenciosos de la Antigüedad. Notemos que Fénelon y Mme
Guyon fueron los padres espirituales del caballero de Ramsay, quien fue un
teórico del ecumenismo y de la masonería del Rito Escocés.
[28] — L’Assomption de la Femme, ou le livre de
l’Amour, cité par Chacornac, p. 41-43.
[29] — Citado por Christiane Buisset, Éliphas
Lévi : sa vie, son œuvre, ses pensées, Paris, Guy Trédaniel – Éditions
de la Maisnie, 1984, p. 86. El autor es presidente del Círculo Éliphas
Lévi, fundado en 1975 para continuar la enseñanza del « maestro ».
[30] — Alexandrian, Histoire de la
philosophie occulte, p. 97.
[31] — Paris, Germer-Baillière, 1856.
[32] — Alexandrian, Histoire de la philosophie
occulte, p. 98
[33] — Chacornac, Éliphas Lévi,
p. 191.
[34] — Cité par Christiane Buisset, Éliphas
Lévi, p. 87.
[35] — Ibid., p. 157-158.
[36] —
Autun, Dejussieu,
1846 ; voir Jean-Pierre Laurant : Le Regard ésotérique,
p. 83.
[37] — Chacornac, ibid., p. 259.
[38] — Cours de philosophie occulte, t. 2,
rédaction 1861, parution 1933, p. 13 et p.75 ; cité par Henri de
Lubac S. J., La Postérité spirituelle de Joachim de Flore, tome
II : de Saint-Simon à nos jours, Paris, Lethielleux, 1981,
p. 325.
[39] — Cours de philosophie occulte, t. I,
p. 49, cité ibid.
[40] — La Clef des grands mystères, Baillière, 1861,
p. 52, cité par H. de Lubac, ibid., p. 325, note 3.
[41] — Ibid.
[42] — Cité par H. de Lubac, ibid., p. 325.
[43] — Clefs majeures et Clavicules de Salomon,
rédaction 1868, 1ère impression 1895, 2e éd., Chacornac,
1926, p. 94-95, cité par H. de Lubac, ibid., p. 326.
[44] — La clef des grands mystères, p. 28,
cité par H. de Lubac, ibid., p. 326-327.
[45] — H. de Lubac, ibid., p. 327.
[46] — En un estudio titulado « Les grands thèmes
de la pensée messianique en France de Wronski à Esquiros : christianisme
ou laïcisme ? », extrait de Messianisme et Slavophilie,
colloque franco-polonais d’octobre 1985, université Jagellon, Cracovie, 1987,
p. 55-66.
[47] — Escritor y político que terminó como
senador por los Bouches-du-Rhône ; era miembro de la logia masónica de
Marsella La Réforme.
[48] — Ibid. Las citaciones
siguientes también son sacadas del trabajo de Drouin.
[49] — Paris, P.U.F., 1987.
[50] — Mission des Souverains, Paris,
Nord-Sud, 1848, p. 433-434.
[51] — Citado por Alain Tilloy, Le Père
Teilhard de Chardin, Père de l’Église ou pseudo-prophète ? (publié avec une lettre approbative de Mgr Lefebvre), Saint-Cénéré
(Mayenne), Éditions Saint-Michel, 1968, p. 75.
[52] — Les Infiltrations maçonniques dans
l’Église, p. 1.
[53] — Ibid.
[54] — ¡Es imposible no advertir la similitud que
existe entre las ideas del Sillon de 1910 y las de la nueva Iglesia salida del
Vaticano II! (Nota del autor del artículo).
[55] — Les infiltrations maçonniques dans
l’Église, p. 244-245.
[56] — Les infiltrations maçonniques dans
l’Église, p. 246-248.
[57] — Cartas aparecidas en Genèse d’une
pensée, Lettres (1914-1919), Paris, Grasset, 1962. Las citamos de acuerdo a
Alain Tilloy, Le Père Teilhard de Chardin, Père de l’Église ou
pseudo-prophète ?, p. 90.
[58] — Carta a Marguerite Teilhard-Chambon ; Genèse
d’une pensée, p. 334.
[59] — Ibid., p. 349. Se notará la precaución oratoria del
P. Teilhard que inserta su gnosis en la corriente ocultista, pretendiendo
no « alterar el dogma » ; ¡siguipo el consejo de Éliphas
Lévi !
[60] — Carta a la misma, ibid.,
p. 114.
[61] — Carta a la misma, ibid.,
p. 163.
[62] — Alain Tilloy, Le Père Teilhard de
Chardin, Père de l’Église ou pseudo-prophète ?, p. 90-91.
[63] — Carta publicada en Psyché, revista
dirgida por Maryse Choisy, nº 99-100, citada por Alain Tilloy, ibid.,
p. 77.
[64] — Teilhard de Chardin, Journal,
p. 220, citado por Romano Amerio, Iota Unum Étude des variations de
l’Église catholique au XXe siècle, Paris, Nouvelles Éditions Latines,
1987, p. 67.
[65] — Extracto del discurso del Gran-Maestre en
la Asamblea General del G.O.D.F. tenida en Paris del 3 al 7 de septiembre de
1962., rue Cadet ; cité par Alain
Tilloy, ibid., p. 5.