“Ante nuestros ojos aparecen en lucha dos tradiciones; lejos de conducir el mismo contenido nocional son antagonistas. La una transmite sin disimulo la religión del verdadero Dios, y es la Tradición apostólica, en la cual la tradición primordial está totalmente incluida. La otra, llamada por los neognósticos Tradición primordial, transmite, bajo un disfraz de luz, la religión tenebrosa que quiere ponerse en el lugar de Dios”. (Jean Vaquié, Ocultismo y fe católica: los principales temas gnósticos).

miércoles, 22 de octubre de 2025

EL EQUÍVOCO GUENONIANO

 



Por DON CURZIO NITOGLIA

 

“Tradición” espuria guenoniana

 

René Guénon († 1951) puso de relieve, criticándola, la crisis del mundo moderno y revalorizó la Tradición. Pero ¿cuál es la Tradición a la que él se remite y qué aspecto de la Modernidad ha criticado en sus obras?

La Tradición guenoniana no es la Tradición apostólica, sino la “Tradición primordial”, es decir, un conocimiento (gnosis) iniciático/esotérico, autosalvífico e incluso autodivinizado mediante el solo conocimiento (gnosis) del iniciado en la escuela de un maestro (gurú) o un sabio (elegido).

La iniciación guenoniana es activa y se adquiere naturalmente por parte del iniciado mediante la gnosis o conocimiento esotérico; ella es profundamente diferente de la Mística cristiana, que es pasiva —aunque luego se deba corresponder a ella—, sobrenatural e infundida por el Espíritu Santo en el alma del justo.

 

Guénon filomasón cabalista anticristiano

 

En Occidente, según Guénon, la única fuerza capaz de transmitir la Tradición primordial sería la Masonería especulativa y mística, es decir, cabalística (dado que la filosofía esotérica de la Masonería es la cábala judía), y ya no lo sería la Iglesia católica, que habría perdido desde los primeros siglos la verdadera Tradición esotérica.

Sin embargo, paradójicamente (aunque no tanto), según los guenonianos la habría reencontrado con los Decretos pastorales del Concilio Vaticano II Nostra aetate y Unitatis redintegratio, que propugnan el pan-ecumenismo o la unidad trascendente de todas las religiones, tan deseada por Guénon y por Schuon.

En Oriente, para Guénon, la filosofía hindú sería aún más perfectamente transmisora de la Tradición primordial que la Masonería cabalística en Occidente. Ahora bien, el hinduismo y el budismo son una filosofía nihilista fundada en la nada, que prefigura el Nihilismo filosófico de la posmodernidad en Nietzsche, la Escuela de Frankfurt y el Estructuralismo francés, que nos ha llevado al cumplimiento y al empeoramiento de la Modernidad, es decir, al paroxismo ultramoderno y posmoderno que estalló en toda su virulencia con el 68.

Pero ¿cómo se puede criticar la crisis de la Modernidad intentando curarla con la posmodernidad, que es ultramoderna? ¿Acaso se puede curar un resfriado con una pulmonía? ¿Y una pulmonía con un cáncer de pulmón?

La Tradición primordial es llamada por Guénon también “metafísica”, es decir, por encima (metà) del mundo material (tà physiká).

Sin embargo, la metafísica guenoniana no tiene nada que ver con la platónica, aristotélica y tomista.

De hecho, ella está más allá, por encima no tanto del mundo físico, cuanto sobre todo de la Religión revelada y positiva, especialmente de la católico-romana, que para Guénon sería una Tradición desviada.

Por tanto, más que de metafísica, en Guénon habría que hablar de meta-religión, término usado por el padre del neomodernismo Pierre Teilhard de Chardin († 1955), quien con la doctrina panteísta y pancrística del “Cristo cósmico”, en el cual estarían presentes todas las religiones, las filosofías, los hombres y el mundo mismo, hablaba de un “meta-cristianismo”.

Ahora bien, deja más que perplejos el hecho de que el crítico de la crisis del mundo moderno lo haga remitiéndose al Modernismo filosófico/teológico, que es la expresión más radical de la Modernidad.

Como deja igualmente perplejo el hecho de que Julius Evola († 1974) se rebelara contra el mundo moderno siguiendo el Idealismo absoluto de Schelling, producto último y más paroxístico del Yo hegeliano, subjetivamente creador de la realidad, corregido con una pizca de magia.

En el ambiente católico tradicional y antimodernista a menudo, de buena fe, se confunde respecto del guenonismo (pero no al contrario), tomando los términos Tradición y Modernidad en el sentido estrictamente católico, mientras que para Guénon son términos o conceptos idénticos, que tienen un significado totalmente diferente (equívoco).

De este modo se cae en la trampa de Guénon, quien siempre buscó, desde su juventud, infiltrar el catolicismo para erosionarlo desde dentro, como hicieron el Gnosticismo en el siglo II y el Modernismo en el siglo XX.
No en vano el Modernismo y el Gnosticismo contienen en su fondo las doctrinas esotéricas, ocultas e iniciáticas a las que se remite Guénon.

 

Tradición cristiana

 

La Tradición católica es la divino-apostólica.

La Tradición, junto con la Biblia, es una de las dos “fuentes” de la divina Revelación.

Es también la “transmisión” (tradere, transmitir) oral de todas las verdades reveladas por Cristo a los Apóstoles o sugeridas a ellos por el Espíritu Santo, y llegadas a nosotros mediante el Magisterio siempre vivo de la Iglesia, en la cadena nunca interrumpida de los sucesores de Pedro, asistida por Dios hasta el fin del mundo.

La Tradición, junto con la Sagrada Escritura, es el canal contenedor (Tradición pasiva) y el vehículo transmisor (Tradición activa) de la Palabra divinamente revelada.

La Tradición cristiana se divide en:

·         a) Tradición divina (enseñada directamente por Cristo a los Apóstoles);

·         b) Tradición divino-apostólica (los Apóstoles no la escucharon de la boca de Cristo, sino que la recibieron por inspiración del Espíritu Santo).

Ella consiste en aquellas verdades o preceptos morales, disciplinarios y litúrgicos que derivan directamente de Cristo o de los Apóstoles en cuanto promulgadores de la Revelación, iluminados por el Espíritu Santo, y transmitidos —por medio de los Padres apostólicos, apologistas y eclesiásticos— a los hombres de todos los tiempos, incorruptos hasta el fin del mundo; por eso es objeto de Fe divina.

Los primeros “Discípulos” de los Apóstoles recibieron de manera directa e inmediata la Tradición de la boca de los Doce, mientras que los posteriores la reciben de manera indirecta y mediada, a través de la enseñanza de los sucesores de Pedro (los Papas) y de los Apóstoles (los Obispos) cum Petro et sub Petro: el Magisterio es el órgano de la transmisión ininterrumpida de la misma herencia recibida de los Apóstoles por parte de Cristo o del Espíritu Santo.

La Tradición oral no excluye que luego sea puesta por escrito, pero no bajo la “divina Inspiración” (como lo es la Sagrada Escritura), puesto que, con el paso del tiempo, la transmisión oral se fija en documentos escritos o en inscripciones.
Por ejemplo, la validez del Bautismo de los recién nacidos es Tradición, porque es palabra de Dios no escrita bajo divina inspiración, pero atestiguada unánimemente por casi todos los antiguos escritores eclesiásticos.

Sin embargo, lo escrito es solo un auxilio de la Tradición oral.

Por tanto, puede haber Tradiciones o enseñanzas divino-apostólicas de las que nada se haya escrito.

Será la voz del sucesor de Pedro o de la Iglesia —es decir, el Magisterio viviente en la persona del Papa actualmente reinante— quien garantice que tales verdades son de origen divino o divino-apostólico.

Solo en este sentido subjetivo se puede hablar de Tradición “viviente” o, mejor aún, de Magisterio viviente, en cuanto que la enseñanza divina o apostólica, objeto de la Tradición, es transmitida ininterrumpidamente por la cadena de los Papas vivos “todos los días (y en acto) hasta el fin del mundo”.

Es doctrina comúnmente enseñada que la Tradición es más rica que la sola Escritura.

Más rica:

1°) en antigüedad (también la Escritura, antes de ser puesta por escrito, fue Tradición, en cuanto transmisión oral de la divina Revelación);

2°) en plenitud (en cuanto la Tradición contiene todas las verdades reveladas, mientras que la Escritura no); y

3°) en suficiencia (porque la Escritura necesita de la Tradición para establecer su autoridad).

El Tradicionalismo clásico del siglo XIX francés es un sistema que desvaloriza la capacidad cognoscitiva de la razón humana y la sustituye por la “Tradición primitiva del género humano” ligada al origen del lenguaje y a la Monarquía de derecho divino.

Louis de Bonald, seguido por Vincenzo Gioberti, enseña que la palabra humana fue entregada o transmitida (tradere/traditio) por Dios al hombre directamente y oralmente al inicio del género humano (Tradición primordial).

 

Tradicionalismo político, filosofía política tomista y doctrina social de la Iglesia

 

Según De Bonald (Teoría del poder político y religioso en la sociedad civil, 1796), también la doctrina política sobre el origen de la sociedad civil y sobre la única forma de gobierno (para él) verdaderamente buena —la monarquía hereditaria y absoluta de derecho divino— habría sido entregada, como el lenguaje, por Dios a la humanidad. Por tanto, el monarquismo absoluto de Bonald constituye una sola cosa con la doctrina del Tradicionalismo fideísta acerca del origen del lenguaje.

Según esta teoría, el poder vendría inmediatamente de Dios al jefe, sin pasar por el pueblo como canal. Dios elegiría a un individuo al que conferiría el poder. Ahora bien, esto es cierto para la Iglesia Católica y para los Reyes del Antiguo Testamento, pero no para la autoridad humana en el Nuevo Testamento.

En cambio —según Aristóteles y Santo Tomás— la autoridad viene de Dios como causa remota, pero Dios no manifiesta (por sí mismo o normalmente) directamente cuál debe ser la persona o el régimen de gobierno que haya de ejercer el poder (puede hacerlo per accidens o excepcionalmente, pero en filosofía se considera el per se, es decir, la regla, no la excepción). La persona es elegida por el cuerpo social. El pueblo, sin embargo —¡atención!— no crea el poder, sino que designa a las personas que deben ejercerlo.

La monarquía de derecho divino, en la que el rey obtiene el poder directamente de Dios, se presta a una doble interpretación:

·         a) el poder deriva, como de fuente remota, de Dios, y esto es de fe: “toda autoridad viene de Dios” (Rom. XIII, 1);

·         b) la autoridad real deriva directamente al Príncipe de Dios y, por tanto, está desligada (ab-soluta) de todo vínculo o dependencia (del Papa, de la Iglesia y del pueblo, incluso cuando el monarca se convierte en tirano); y esto es contrario a la sana doctrina.

El “poder delegado por el pueblo-canal” es la tesis enseñada por la primera escolástica (Santo Tomás), la segunda escolástica (Belarmino y Suárez), la tercera escolástica, los teólogos aprobados de los siglos XX y XXI y —de manera ininterrumpida— por el Magisterio eclesiástico desde Gregorio XVI hasta Pío XII. La elección del jefe pertenece al cuerpo social, entendido como la sanior pars, de modo que la autoridad trabaje por el bien común. Conviene precisar que el pueblo (que no es la masa informe) “tiene” el poder solo para comunicarlo al jefe; es decir, el pueblo es sujeto imperfecto o transitivo o “canal” del poder, mientras que el jefe “es” su sujeto perfecto y permanente; es decir, el jefe posee establemente el poder como propio una vez que se le ha otorgado, y no puede serle retirado por el pueblo a su capricho (salvo en el caso de tiranía). El jefe no es el diputado o representante del pueblo; él posee la autoridad de modo estable, porque le viene, por medio del pueblo-canal, de Dios.

Esta es la doctrina escolástica y católica, o teoría tradicional del poder delegado, diametralmente opuesta a la tradicionalista y fideísta de De Bonald, De Maistre y sus seguidores. Dios es fuente remota del poder; el pueblo es solo el canal de transmisión y, como la comunidad normalmente no sabe ejercer el poder de manera perfecta y estable, surge la necesidad de elegir una persona (o varias, según la forma de gobierno) a quien transferir el poder y en quien el poder permanezca de modo estable.

Santo Tomás enseña que las posibles formas de gobierno son tres: monarquía, aristocracia y politia (hoy “democracia” clásica, esencialmente distinta del “democratismo” moderno de Rousseau). Él considera la monarquía como la primera forma de gobierno (el gobierno de uno solo), que, sin embargo, puede degenerar en tiranía. La segunda forma de gobierno considerada por el Aquinate es la aristocracia (gobierno de los mejores o virtuosos), que puede degenerar en oligarquía, es decir, tiranía de pocos. La tercera forma es la politia (gobierno de los magistrados o de los ciudadanos/militares) o timocracia (gobierno en que los cargos se asignan según el honor y la fuerza de la sanior pars populi), la cual puede degenerar en democratismo o democracia moderna (tiranía del pueblo). Hoy, en lugar de politia o timocracia, ha prevalecido el uso de la palabra “democracia” —que para los clásicos y los escolásticos tenía ya de por sí un valor negativo—, la cual puede degenerar en demagogia, como se dice comúnmente hoy.

 

La mejor forma de gobierno según Santo Tomás y el Magisterio

no es la de De Bonald

 

Según la tradición escolástica, la mejor forma de gobierno no es la monarquía absoluta y hereditaria de derecho inmediatamente divino (como quisiera De Bonald), sino una forma “mixta”, dada la malicia del hombre herido por el pecado original, que fácilmente tiende a degenerar. En la Suma Teológica (I-II, q. 95, a. 4), Santo Tomás escribe: “hay un cierto régimen que es una mezcla de estas tres formas, el cual es el mejor”. Y aún más: “la mejor forma de poder está bien equilibrada por la unión de la monarquía, en la que manda uno solo; de la aristocracia, en la que mandan los mejores o los virtuosos; y de la democracia, que es el poder del pueblo, en cuanto los príncipes pueden ser elegidos del pueblo mismo y por el pueblo” (S. Th., I-II, q. 105, a. 1). Todo buen régimen debe, por tanto, ser mixto y estar enraizado en el principio del pueblo-canal, que transmite las funciones de gobierno a hombres idóneos, preparados y honestos (los mejores), mientras que en la cúspide la suprema unidad de gobierno pertenece a un hombre prudente y maduro (el monarca).

Santo Tomás, retomando y perfeccionando la enseñanza de Aristóteles, subraya que la monarquía es más noble que la aristocracia, y esta lo es más que la democracia. Sin embargo, Santo Tomás advierte de los peligros de la monarquía, no porque sea peligrosa en sí, sino a causa de la malicia del hombre. Se puede, pues, concluir que la forma más noble de gobierno, la monarquía, conviene que sea moderada por la aristocracia y la timocracia o democracia (obviamente no la democracia moderna o demagogia, según la cual el poder no deriva de Dios, sino del hombre).

En su obra De regimine principum, Santo Tomás explica que es necesario que los hombres, viviendo en sociedad, sean gobernados por alguien: “si es natural para el hombre vivir en sociedad, es necesario que entre los hombres haya alguien que gobierne al pueblo. En efecto, cuando los hombres son muchos, si cada uno se preocupara solo de lo que le conviene, el pueblo se fragmentaría en sus componentes, si no hubiera quien cuidase también del bien común; así como el hombre se disolvería si en el cuerpo no existiese una facultad coordinadora general (el cerebro) orientada al bien común de todos los miembros […]. Si una multitud de hombres está ordenada por el jefe al bien común de todos, el gobierno será recto y justo. Si, en cambio, el gobierno está ordenado no al bien común, sino al bien privado del jefe, será injusto y perverso”.

El Aquinate explica, además, que es más útil que una multitud de hombres sea gobernada por uno solo que por muchos. Esto porque uno, por su misma esencia, puede garantizar la unidad mejor que muchos individuos. Por tanto, es más útil el gobierno de uno solo que de muchos. Pero Santo Tomás advierte del peligro de que incluso la mejor forma de gobierno, a causa de las consecuencias del pecado original, pueda degenerar y convertirse en tiranía de uno solo, que es peor que la tiranía de pocos (oligarquía), así como esta es peor que la tiranía de muchos (demagogia). A lo mejor se opone lo peor, y un gobierno es tanto más injusto cuanto más se aleja del bien común, como el de un solo tirano. Es preciso, sin embargo, considerar también el enorme daño al bien común que derivaría de la caótica participación de muchos, ineptos y moralmente corruptos, en la gestión del poder.

Para Aristóteles y Santo Tomás, la democracia es la degeneración de la politia o timocracia, en cuanto se basa en el pueblo reducido a masa informe, mientras que la timocracia se funda en la participación equitativa en el poder por parte del pueblo, compuesto de personas racionales, libres y honestas. En este sistema, la soberanía reside en la ley y no en la multitud y sus deliberaciones. En la democracia (hoy diríamos demagogia), entendida como degeneración de la politia o timocracia, la ley pierde su fuerza y la masa informe y amorfa se convierte en árbitro del Estado. En tal sistema, los demagogos —y no los mejores— tienen las riendas del gobierno, y las leyes positivas, como especificaciones de la ley natural (entendida como participación en la ley eterna o divina), inscrita por el Creador en el alma humana, dejan de ser soberanas y dependen del capricho de la multitud despótica.

La politia o timocracia (hoy diríamos democracia clásica) se funda en la participación en el poder por parte del pueblo de manera responsable y ordenada. Todo civis debe tener la posibilidad de participar, si es capaz y digno, en la vida política de la nación. Cualquiera sea la forma del poder, es esencial que quien lo ejerce legítimamente tenga conciencia de no ser el origen de la soberanía y, por consiguiente, de no tener ningún derecho al ejercicio del poder en sentido absoluto. Quien gobierna —ya sea el rey, el jefe de una república o los miembros de un gobierno— debe considerarse vasallo de Dios, es decir, subordinado al único Señor, origen de la autoridad y de la soberanía, quien —a través del instrumento del pueblo/canal— transmite a quien está legítimamente destinado a guiar el Estado la institución encargada de gobernar la vida del consorcio humano asociado.

Una subordinación que se concreta en la adhesión integral, por parte precisamente del Estado, a la ética natural y cristiana. Como se ve, con el tomismo nos hallamos en las antípodas del bonaldismo o Tradicionalismo político, de esa Tradición primordial que, según De Bonald, reúne a todas las religiones positivas, las engloba y las supera (así como a todos los gobiernos). L. de Bonald, como J. de Maistre, enseña que el hombre tendría ideas innatas y no las abstraería del conocimiento sensible, como enseñan Aristóteles, Santo Tomás y toda la primera, segunda y tercera escolástica. El hombre habría recibido de Dios un “lenguaje primitivo” y una “Tradición primordial” lingüística y política desde la creación.

Según éstos, el lenguaje y las ideas que son expresadas por el lenguaje no son obra del hombre mediante la abstracción del concepto inteligible a partir de la cosa sensible y luego mediante una convención por la cual los hombres decidieron dar tal nombre a un concepto (por ejemplo, “hombre” al animal racional). El lenguaje primordial, transmitido de generación en generación, mantendría la Tradición primordial según ellos (incluido el panteísta medieval Escoto Erígena, al que se remiten).

Como se ve, la Tradición cristiana es diametralmente distinta de la esotérica y fideísta. Todos los hombres, cualquiera que sea su religión, tendrían la misma Tradición y verdad primordial transmitida por un lenguaje infundido primitivamente en la mente humana por la Divinidad. Las diversas religiones (diferentes por elementos accidentales, postizos y adventicios) son, por tanto, inferiores a la pura Tradición primordial, a la metarreligión guenoniana, y deben considerarse iniciáticamente según la unidad trascendente de toda religión (F. Schuon †1998).

Según De Maistre y De Bonald, la religión más cercana a la Tradición primitiva es el cristianismo, mientras que para Guénon lo es el hinduismo junto con el esoterismo islámico y el extremo-oriental; y para Evola, el neopaganismo panteísta. Pero, en realidad, es la cábala —o falsa mística judía— la que reúne todas estas diversas falsas concepciones esotéricas.

Es curioso observar cómo un conocido estudioso y veterano adepto del guenonismo, Jacques-Albert Cuttat, define el guenonismo como un “neo-Tradicionalismo”. Parece que Guénon retomó y sublimó, a la luz de la filosofía oriental, las tres tesis fundamentales del Tradicionalismo francés del siglo XIX (especialmente el de J. de Maistre, L. de Bonald y F. Lamennais), a saber:

1.º) el antirracionalismo;

2.º) la unanimidad de la Tradición primordial, expresada por el lenguaje, como único criterio de verdad; y sobre todo

3.º) el primado espiritual de Oriente (Le néo-Traditionalisme: René Guénon, Aananda K. Coomaraswamy, Frithjof Schuon, in Annuaire de l’E.P.H.E., V section: Sciences Religieuses, 19581959, p. 68).

La masonería mística (cuya alma es la cábala) es para todos éstos la fragua de la transmisión esotérica de la Tradición primordial. Como se ve, todos ellos, consciente o inconscientemente, están impregnados de gnosticismo cabalístico, masónico y, en último término, luciferino.

Por tanto, el Tradicionalismo fideísta francés del siglo XIX no es sólo un error filosófico que devalúa la razón humana, sino también una desviación teológica, lingüística y política que condujo al rechazo del magisterio de León XIII en 1892 y al de Pío XI en 1926, sobre todo en Francia, que es deudora a la cábala espuria judía y a la masonería de sus doctrinas más características.

Los principales exponentes del tradicionalismo francés del siglo XIX son Joseph de Maistre († 1821), Louis de Bonald († 1840), Félicité de Lamennais —o más exactamente La Mennais— († 1854), Louis Bautain († 1867) y Augustin Bonnety († 1897). El único impenitente que no quiso retractar sus errores fue De Lamennais, mientras que los demás (salvo De Maistre, que no había explicitado su error y, por tanto, no fue condenado) se sometieron a la condena de la Iglesia (DB 1613 ss.; DB 1622 ss.; DB 1649 ss., Conc. Vat. I, sess. III, DB 1781 ss.).

De ellos derivarán dos escuelas políticamente divergentes:

1.º) el monarquismo absoluto (Joseph de Maistre, Louis de Bonald, Louis Bautain y Augustin Bonnety), del cual deriva la oposición al llamado Ralliement de León XIII de 1892 y la revuelta de Charles Maurras contra Pío XI en 1926;

2.º) el democratismo católico-liberal (Félicité de Lamennais), del cual deriva el catolicismo liberal condenado desde 1832 por Gregorio XVI ininterrumpidamente hasta 1958 con Pío XII.

 

Conclusión

 

La Modernidad es combatida real y eficazmente por la filosofía metafísica del ser (especialmente la tomista, que retoma lo mejor del platonismo y del aristotelismo y los sublima).

En efecto, la noción tomista

1.º) del ser como acto supremo de la sustancia aristotélica, y

2.º) de la participación, que perfecciona la platónica, resuelven todos los problemas a los que el platonismo, el aristotelismo y la patrística —aún no sistematizada ni completada por la escolástica— no habrían podido hacer frente de manera plenamente adecuada.

Piénsese, por ejemplo, en las cuestiones suscitadas por la filosofía moderna (de Descartes hasta Hegel), como el inmanentismo panteísta, que es refutado por el Ser por esencia o a se (que subsiste independientemente de otro) realmente distinto del ente por participación o ab alio, compuesto de esencia y de ser, que no es su ser, sino que tiene o recibe y participa del ser.

Toda la modernidad, incluso aquella no explícitamente hostil al cristianismo (de Malebranche a Rosmini), así como la abiertamente incompatible con la Revelación (Descartes, Kant, Fichte, Schelling, Hegel), encuentra una respuesta (la primera) y una refutación radical (la segunda) en la teoría tomista del actus essendi ultimus et perfectus, de la composición ens/esse y de la participación.

En cuanto a la posmodernidad (de Nietzsche a Freud y sus prolongaciones: la Escuela de Fráncfort y el estructuralismo francés), caracterizada por un sustancial nihilismo metafísico (gnoseológico y ético) o destrucción del ser (conocible y moralmente bueno), encuentra en la metafísica del ser el dique que se interpone entre lo que es y la nada hacia la cual tiende la posmodernidad, la cual, por odio satánico contra el Ser mismo subsistente, busca destruir el ser por participación, en cuanto existente (“enticidio”), en cuanto cognoscible (“raciocidio”) y en cuanto bueno (“moricidio”); precisamente como Satanás tienta al hombre, ente por participación (creado “a imagen y semejanza de Dios”, inteligente y libre), para golpear indirectamente a Dios, el Acto puro, el Ser por esencia.

Así, el inmanentismo panteísta (orgullo autoexaltador), el nihilismo teórico (odio autolesivo) y el neomodernismo quedan refutados in nuce por el tomismo originario, y no por el guenonismo, que, al contrario, los asume en cierto modo.

León XIII, con la encíclica Aeterni Patris de 1879, lanzó el renacimiento del neotomismo en contraposición a la filosofía moderna y subjetivista, que bajo el pontificado de Pío IX y el suyo había engendrado el tradicionalismo (De Maistre —de modo encubierto—, De Bonald, De Lamennais, Bautain, Bonnetty, abiertamente) o fideísmo francés, el ontologismo italiano (Gioberti y Rosmini) y el neoidealismo germánico (Hermes y Günther). El papa Pecci invitaba a desconfiar de toda síntesis directa entre la doctrina cristiana y la filosofía moderna, y a presentar el tomismo como la antítesis total del subjetivismo inmanentista de la modernidad, la cual, por su parte, con Feuerbach (La esencia del cristianismo, 1841), había comprendido perfectamente que la antigua doctrina teológica que debía ser destruida para reemplazarla por el “nuevo cristianismo” era el tomismo.

En realidad, es la misma Modernidad filosófica la que está en la fuente teórica del Tradicionalismo fideísta (aunque políticamente sea monarquicista y antirrevolucionario), especialmente con el nominalismo, el luteranismo, el kantismo y el romanticismo intuicionista de Friedrich Jacobi (Las cosas divinas y su revelación, 1811), que —romántica e irracionalmente— sitúa en el hombre una capacidad de intuir puramente a Dios sin necesidad de la Revelación; con el pragmatismo de William James y, finalmente, con el modernismo, que coloca la experiencia o el sentimiento religioso como base del conocimiento de lo divino y en lugar de la Tradición primordial.

El concepto de experiencia religiosa pertenece sobre todo al subjetivismo protestante y modernista. El padre Cornelio Fabro define la experiencia religiosa como una “disociación de la conciencia respecto al contenido objetivo de la fe” (voz Experiencia religiosa, en Enciclopedia Cattolica, Ciudad del Vaticano, 1950, vol. V, col. 603).

En filosofía, la Modernidad laicista ha elevado la experiencia religiosa subjetiva a criterio absoluto e independiente de todo dato objetivo. Tiene como jefe de escuela a Kant, para quien Dios mismo no es un Ser real y objetivo, independiente del sujeto humano, sino un postulado de la “Razón práctica”, que siente la necesidad de una experiencia religiosa de la divinidad a la cual la “Razón pura” o teórica no puede llegar. De Kant nace una doble corriente de pensamiento:

·         1.º) una más filosófica y racionalista: el idealismo-trascendental de Fichte, Schelling y Hegel, que —siguiendo a Kant— busca subordinar la religión a la filosofía subjetivista;

·         2.º) otra más bien espiritual y misticoide: el irracionalismo fideísta y ontologista de Jacobi y Schleiermacher, los cuales siguen a Kant privilegiando especialmente el sentimentalismo religioso subjetivista; es más, para Schleiermacher y Jacobi el «sentimiento es el único criterio de la verdad» (cit., col. 603), por lo cual «la Fe es puro sentimiento inmediato» (ibid.).

Esta concepción subjetivista y sentimentalista, con el Modernismo, comienza a tomar una orientación cada vez más irracionalista, y la experiencia religiosa se sustituye totalmente tanto a la recta razón como a la divina Revelación y a la Fe teologal. Auguste Sabatier, con su obra Esquisse d’une philosophie de la religion (París, 1879), y el protestantismo francés fueron la punta de lanza de la experiencia religiosa subjetivista/irracionalista, que insistía en el primado de la vida y de la experiencia sobre la razón especulativa y la Fe objetiva. La influencia de Sabatier fue tan fuerte que la teología evangélica/protestante ha sido, durante los últimos ciento cincuenta años, esencialmente una fenomenología de la experiencia.

En el campo católico, Maurice Blondel introdujo el subjetivismo y la experiencia con la nueva definición de la verdad como “adequatio rei et vitae” y ya no “rei et intellectus”. El vitalismo de Henri Bergson buscaba resolver la religión en una experiencia psicológica íntima. El pragmatismo, con William James, y el americanismo o modernismo ascético, reducen la religión a un sentimiento subjetivo que irrumpe desde el “subconsciente”, hundiéndose cada vez más en el inmanentismo sentimentalista o racionalista y abriendo de par en par las puertas al psicoanálisis cabalístico/freudiano, convertido en fenómeno de masas por la Escuela de Frankfurt.

Guénon, al modo del Tradicionalismo y del Fideísmo franceses del siglo XIX, no solo desvaloriza la razón, sino que además desacredita la Fe sobrenatural para sustituir la Fe y la razón por la iniciación ocultista auto-salvífica y auto-divinizante.

Así como el Fideísmo tradicionalista exalta y exagera la función de la Fe o de la “Tradición primordial” en el conocimiento de la verdad (y de la filosofía política), no solo de orden ético y trascendente sino también natural, poniendo en lugar de la razón el conocimiento de la verdad natural mediante la Tradición primordial y la Fe, así también Guénon pone en lugar de la razón y de la Fe teologal la gnosis o intuición de la verdad mediante la Tradición primordial o la meta-religión, y combate la política moderna, pero para remitirla a una concepción absolutista y teocrática (que no distingue, aun dentro de la subordinación jerárquica, la autoridad temporal y el poder espiritual) del poder político.

Existen, por tanto, dos metafísicas, o mejor dicho, una metafísica y una contra-metafísica (de modo análogo a la Iglesia y a la contraiglesia): la verdadera metafísica del ser y la falsa metafísica o contra-metafísica de la experiencia religiosa subjetiva y del no-ser.

El subjetivismo esotérico, la metafísica de la nada posmoderna, se han convertido en la filosofía de la época contemporánea. La modernidad, después de la exaltación iluminista que había conducido al hombre hasta los umbrales del cielo, ha pasado, en el siglo XX, a la desesperación irracionalista, que no solo ha pretendido haber matado a Dios, apagando la antorcha de toda esperanza, sino que también ha hecho precipitar al hombre hacia el abismo de la nada. Así, de la metafísica del ser se ha pasado al primado del Yo y de la Idea, y luego se ha resbalado hacia la metafísica de la nada. Hoy el principio ya no es el ser, sino el sentimentalismo irracional y animal, la nada y el Nihilismo constituyen el carácter dominante de nuestra época.

Guénon se inserta, con su gnosis esotérica, oculta e infernal, precisamente en esta corriente y la empeora mediante la iniciación, que no está exenta de vínculos con el mundo preternatural y demoníaco. Por tanto, no es posible curar ni combatir la Modernidad con el guenonismo, el cual no hace sino agravar el mal del mundo moderno y posmoderno.

Por consiguiente, es necesario elegir: o la Tradición divina y apostólica, o la contra-tradición infernal y esotérica guenoniana; tertium non datur, “Por la contradicción que no lo consiente”.

 

d. Curzio Nitoglia

19/5/2015

 

http://doncurzionitoglia.net/2015/06/02/lequivoco-guenoniano/

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