Por DON CURZIO NITOGLIA
“Tradición”
espuria guenoniana
René Guénon († 1951) puso de relieve, criticándola,
la crisis del mundo moderno y revalorizó la Tradición. Pero ¿cuál es la
Tradición a la que él se remite y qué aspecto de la Modernidad ha criticado en
sus obras?
La Tradición guenoniana no es la Tradición
apostólica, sino la “Tradición primordial”, es decir, un conocimiento (gnosis)
iniciático/esotérico, autosalvífico e incluso autodivinizado mediante el solo
conocimiento (gnosis) del iniciado en la escuela de un maestro (gurú) o un
sabio (elegido).
La iniciación guenoniana es activa y se adquiere
naturalmente por parte del iniciado mediante la gnosis o conocimiento
esotérico; ella es profundamente diferente de la Mística cristiana, que es
pasiva —aunque luego se deba corresponder a ella—, sobrenatural e infundida por
el Espíritu Santo en el alma del justo.
Guénon
filomasón cabalista anticristiano
En Occidente, según Guénon, la única fuerza capaz
de transmitir la Tradición primordial sería la Masonería especulativa y
mística, es decir, cabalística (dado que la filosofía esotérica de la Masonería
es la cábala judía), y ya no lo sería la Iglesia católica, que habría perdido
desde los primeros siglos la verdadera Tradición esotérica.
Sin embargo, paradójicamente (aunque no tanto),
según los guenonianos la habría reencontrado con los Decretos pastorales del
Concilio Vaticano II Nostra aetate y Unitatis redintegratio, que
propugnan el pan-ecumenismo o la unidad trascendente de todas las religiones,
tan deseada por Guénon y por Schuon.
En Oriente, para Guénon, la filosofía hindú sería aún más perfectamente transmisora de la Tradición primordial que la Masonería cabalística en Occidente. Ahora bien, el hinduismo y el budismo son una filosofía nihilista fundada en la nada, que prefigura el Nihilismo filosófico de la posmodernidad en Nietzsche, la Escuela de Frankfurt y el Estructuralismo francés, que nos ha llevado al cumplimiento y al empeoramiento de la Modernidad, es decir, al paroxismo ultramoderno y posmoderno que estalló en toda su virulencia con el 68.
Pero ¿cómo se puede criticar la crisis de la Modernidad intentando curarla con
la posmodernidad, que es ultramoderna? ¿Acaso se puede curar un resfriado con
una pulmonía? ¿Y una pulmonía con un cáncer de pulmón?
La Tradición primordial es llamada por Guénon también
“metafísica”, es decir, por encima (metà) del mundo material (tà
physiká).
Sin embargo, la metafísica guenoniana no tiene nada
que ver con la platónica, aristotélica y tomista.
De hecho, ella está más allá, por encima no tanto del mundo físico, cuanto sobre todo de la Religión revelada y positiva, especialmente de la católico-romana, que para Guénon sería una Tradición desviada.
Por tanto, más que de metafísica, en Guénon habría
que hablar de meta-religión, término usado por el padre del neomodernismo
Pierre Teilhard de Chardin († 1955), quien con la doctrina panteísta y
pancrística del “Cristo cósmico”, en el cual estarían presentes todas las
religiones, las filosofías, los hombres y el mundo mismo, hablaba de un
“meta-cristianismo”.
Ahora bien, deja más que perplejos el hecho de que
el crítico de la crisis del mundo moderno lo haga remitiéndose al Modernismo
filosófico/teológico, que es la expresión más radical de la Modernidad.
Como deja igualmente perplejo el hecho de que
Julius Evola († 1974) se rebelara contra el mundo moderno siguiendo el
Idealismo absoluto de Schelling, producto último y más paroxístico del Yo
hegeliano, subjetivamente creador de la realidad, corregido con una pizca de
magia.
En el ambiente católico tradicional y
antimodernista a menudo, de buena fe, se confunde respecto del guenonismo (pero
no al contrario), tomando los términos Tradición y Modernidad en el sentido
estrictamente católico, mientras que para Guénon son términos o conceptos
idénticos, que tienen un significado totalmente diferente (equívoco).
De este modo se cae en la trampa de Guénon, quien
siempre buscó, desde su juventud, infiltrar el catolicismo para erosionarlo
desde dentro, como hicieron el Gnosticismo en el siglo II y el Modernismo en el
siglo XX.
No en vano el Modernismo y el Gnosticismo contienen en su fondo las doctrinas
esotéricas, ocultas e iniciáticas a las que se remite Guénon.
Tradición
cristiana
La Tradición católica es la divino-apostólica.
La Tradición, junto con la Biblia, es una de las
dos “fuentes” de la divina Revelación.
Es también la “transmisión” (tradere,
transmitir) oral de todas las verdades reveladas por Cristo a los Apóstoles o
sugeridas a ellos por el Espíritu Santo, y llegadas a nosotros mediante el Magisterio
siempre vivo de la Iglesia, en la cadena nunca interrumpida de los sucesores de
Pedro, asistida por Dios hasta el fin del mundo.
La Tradición, junto con la Sagrada Escritura, es el
canal contenedor (Tradición pasiva) y el vehículo transmisor (Tradición activa)
de la Palabra divinamente revelada.
La Tradición cristiana se divide en:
·
a) Tradición
divina (enseñada directamente por Cristo a los Apóstoles);
·
b) Tradición
divino-apostólica (los Apóstoles no la escucharon de la boca de Cristo,
sino que la recibieron por inspiración del Espíritu Santo).
Ella consiste en aquellas verdades o preceptos
morales, disciplinarios y litúrgicos que derivan directamente de Cristo o de
los Apóstoles en cuanto promulgadores de la Revelación, iluminados por el
Espíritu Santo, y transmitidos —por medio de los Padres apostólicos,
apologistas y eclesiásticos— a los hombres de todos los tiempos, incorruptos
hasta el fin del mundo; por eso es objeto de Fe divina.
Los primeros “Discípulos” de los Apóstoles
recibieron de manera directa e inmediata la Tradición de la boca de los Doce,
mientras que los posteriores la reciben de manera indirecta y mediada, a través
de la enseñanza de los sucesores de Pedro (los Papas) y de los Apóstoles (los
Obispos) cum Petro et sub Petro: el Magisterio es el órgano de la
transmisión ininterrumpida de la misma herencia recibida de los Apóstoles por
parte de Cristo o del Espíritu Santo.
La Tradición oral no excluye que luego sea puesta
por escrito, pero no bajo la “divina Inspiración” (como lo es la Sagrada
Escritura), puesto que, con el paso del tiempo, la transmisión oral se fija en
documentos escritos o en inscripciones.
Por ejemplo, la validez del Bautismo de los recién nacidos es Tradición, porque
es palabra de Dios no escrita bajo divina inspiración, pero atestiguada
unánimemente por casi todos los antiguos escritores eclesiásticos.
Sin embargo, lo escrito es solo un auxilio de la
Tradición oral.
Por tanto, puede haber Tradiciones o enseñanzas
divino-apostólicas de las que nada se haya escrito.
Será la voz del sucesor de Pedro o de la Iglesia —es
decir, el Magisterio viviente en la persona del Papa actualmente reinante—
quien garantice que tales verdades son de origen divino o divino-apostólico.
Solo en este sentido subjetivo se puede hablar de
Tradición “viviente” o, mejor aún, de Magisterio viviente, en cuanto que la
enseñanza divina o apostólica, objeto de la Tradición, es transmitida
ininterrumpidamente por la cadena de los Papas vivos “todos los días (y en
acto) hasta el fin del mundo”.
Es doctrina comúnmente enseñada que la Tradición es
más rica que la sola Escritura.
Más rica:
1°) en antigüedad (también la Escritura,
antes de ser puesta por escrito, fue Tradición, en cuanto transmisión oral de
la divina Revelación);
2°) en plenitud (en cuanto la Tradición
contiene todas las verdades reveladas, mientras que la Escritura no); y
3°) en suficiencia (porque la Escritura
necesita de la Tradición para establecer su autoridad).
El Tradicionalismo clásico del siglo XIX francés es
un sistema que desvaloriza la capacidad cognoscitiva de la razón humana y la
sustituye por la “Tradición primitiva del género humano” ligada al origen del
lenguaje y a la Monarquía de derecho divino.
Louis de Bonald, seguido por Vincenzo Gioberti,
enseña que la palabra humana fue entregada o transmitida (tradere/traditio)
por Dios al hombre directamente y oralmente al inicio del género humano
(Tradición primordial).
Tradicionalismo político,
filosofía política tomista y doctrina social de la Iglesia
Según De Bonald
(Teoría
del poder político y religioso en la sociedad civil, 1796), también
la doctrina política sobre el origen de la sociedad civil y sobre la única
forma de gobierno (para él) verdaderamente buena —la monarquía hereditaria y
absoluta de derecho divino— habría sido entregada, como el lenguaje, por Dios a
la humanidad. Por tanto, el monarquismo absoluto de Bonald constituye una sola
cosa con la doctrina del Tradicionalismo fideísta acerca del origen del
lenguaje.
Según esta
teoría, el poder vendría inmediatamente de Dios al jefe, sin pasar por el
pueblo como canal. Dios elegiría a un individuo al que conferiría el poder.
Ahora bien, esto es cierto para la Iglesia Católica y para los Reyes del
Antiguo Testamento, pero no para la autoridad humana en el Nuevo Testamento.
En cambio
—según Aristóteles y Santo Tomás— la autoridad viene de Dios como causa remota,
pero Dios no manifiesta (por sí mismo o normalmente) directamente cuál debe ser
la persona o el régimen de gobierno que haya de ejercer el poder (puede hacerlo
per
accidens o excepcionalmente, pero en filosofía se considera el per
se, es decir, la regla, no la excepción). La persona es elegida por
el cuerpo social. El pueblo, sin embargo —¡atención!— no crea el poder, sino
que designa a las personas que deben ejercerlo.
La monarquía
de derecho divino, en la que el rey obtiene el poder directamente de Dios, se
presta a una doble interpretación:
·
a)
el poder deriva, como de fuente remota, de Dios, y esto es de fe: “toda
autoridad viene de Dios” (Rom. XIII, 1);
·
b)
la autoridad real deriva directamente al Príncipe de Dios y, por tanto, está
desligada (ab-soluta)
de todo vínculo o dependencia (del Papa, de la Iglesia y del pueblo, incluso
cuando el monarca se convierte en tirano); y esto es contrario a la sana
doctrina.
El “poder
delegado por el pueblo-canal” es la tesis enseñada por la primera escolástica
(Santo Tomás), la segunda escolástica (Belarmino y Suárez), la tercera
escolástica, los teólogos aprobados de los siglos XX y XXI y —de manera
ininterrumpida— por el Magisterio eclesiástico desde Gregorio XVI hasta Pío XII.
La elección del jefe pertenece al cuerpo social, entendido como la sanior
pars, de modo que la autoridad trabaje por el bien común. Conviene
precisar que el pueblo (que no es la masa informe) “tiene” el poder solo para
comunicarlo al jefe; es decir, el pueblo es sujeto imperfecto o transitivo o
“canal” del poder, mientras que el jefe “es” su sujeto perfecto y permanente;
es decir, el jefe posee establemente el poder como propio una vez que se le ha
otorgado, y no puede serle retirado por el pueblo a su capricho (salvo en el
caso de tiranía). El jefe no es el diputado o representante del pueblo; él
posee la autoridad de modo estable, porque le viene, por medio del
pueblo-canal, de Dios.
Esta es la
doctrina escolástica y católica, o teoría tradicional del poder delegado,
diametralmente opuesta a la tradicionalista y fideísta de De Bonald, De Maistre
y sus seguidores. Dios es fuente remota del poder; el pueblo es solo el canal
de transmisión y, como la comunidad normalmente no sabe ejercer el poder de
manera perfecta y estable, surge la necesidad de elegir una persona (o varias,
según la forma de gobierno) a quien transferir el poder y en quien el poder
permanezca de modo estable.
Santo Tomás
enseña que las posibles formas de gobierno son tres: monarquía, aristocracia y politia
(hoy “democracia” clásica, esencialmente distinta del “democratismo” moderno de
Rousseau). Él considera la monarquía como la primera forma de gobierno (el
gobierno de uno solo), que, sin embargo, puede degenerar en tiranía. La segunda
forma de gobierno considerada por el Aquinate es la aristocracia (gobierno de
los mejores o virtuosos), que puede degenerar en oligarquía, es decir, tiranía
de pocos. La tercera forma es la politia (gobierno de
los magistrados o de los ciudadanos/militares) o timocracia
(gobierno en que los cargos se asignan según el honor y la fuerza de la sanior
pars populi), la cual puede degenerar en democratismo o democracia
moderna (tiranía del pueblo). Hoy, en lugar de politia
o timocracia,
ha prevalecido el uso de la palabra “democracia” —que para los clásicos y los
escolásticos tenía ya de por sí un valor negativo—, la cual puede degenerar en
demagogia, como se dice comúnmente hoy.
La mejor forma de gobierno según Santo Tomás y el
Magisterio
no es la de De Bonald
Según la
tradición escolástica, la mejor forma de gobierno no es la monarquía absoluta y
hereditaria de derecho inmediatamente divino (como quisiera De Bonald), sino
una forma “mixta”, dada la malicia del hombre herido por el pecado original,
que fácilmente tiende a degenerar. En la Suma Teológica (I-II,
q. 95, a. 4), Santo Tomás escribe: “hay un cierto régimen que es una mezcla de
estas tres formas, el cual es el mejor”. Y aún más: “la mejor forma de poder
está bien equilibrada por la unión de la monarquía, en la que manda uno solo;
de la aristocracia, en la que mandan los mejores o los virtuosos; y de la
democracia, que es el poder del pueblo, en cuanto los príncipes pueden ser
elegidos del pueblo mismo y por el pueblo” (S. Th., I-II, q. 105,
a. 1). Todo buen régimen debe, por tanto, ser mixto y estar enraizado en el
principio del pueblo-canal, que transmite las funciones de gobierno a hombres
idóneos, preparados y honestos (los mejores), mientras que en la cúspide la
suprema unidad de gobierno pertenece a un hombre prudente y maduro (el
monarca).
Santo Tomás,
retomando y perfeccionando la enseñanza de Aristóteles, subraya que la
monarquía es más noble que la aristocracia, y esta lo es más que la democracia.
Sin embargo, Santo Tomás advierte de los peligros de la monarquía, no porque
sea peligrosa en sí, sino a causa de la malicia del hombre. Se puede, pues,
concluir que la forma más noble de gobierno, la monarquía, conviene que sea
moderada por la aristocracia y la timocracia o
democracia (obviamente no la democracia moderna o demagogia, según la cual el
poder no deriva de Dios, sino del hombre).
En su obra De
regimine principum, Santo Tomás explica que es necesario que los
hombres, viviendo en sociedad, sean gobernados por alguien: “si es natural para
el hombre vivir en sociedad, es necesario que entre los hombres haya alguien
que gobierne al pueblo. En efecto, cuando los hombres son muchos, si cada uno
se preocupara solo de lo que le conviene, el pueblo se fragmentaría en sus
componentes, si no hubiera quien cuidase también del bien común; así como el
hombre se disolvería si en el cuerpo no existiese una facultad coordinadora
general (el cerebro) orientada al bien común de todos los miembros […]. Si una
multitud de hombres está ordenada por el jefe al bien común de todos, el
gobierno será recto y justo. Si, en cambio, el gobierno está ordenado no al
bien común, sino al bien privado del jefe, será injusto y perverso”.
El Aquinate explica, además, que es más útil que una
multitud de hombres sea gobernada por uno solo que por muchos. Esto porque uno,
por su misma esencia, puede garantizar la unidad mejor que muchos individuos.
Por tanto, es más útil el gobierno de uno solo que de muchos. Pero Santo Tomás
advierte del peligro de que incluso la mejor forma de gobierno, a causa de las
consecuencias del pecado original, pueda degenerar y convertirse en tiranía de
uno solo, que es peor que la tiranía de pocos (oligarquía), así como esta es
peor que la tiranía de muchos (demagogia). A lo mejor se opone lo peor, y un
gobierno es tanto más injusto cuanto más se aleja del bien común, como el de un
solo tirano. Es preciso, sin embargo, considerar también el enorme daño al bien
común que derivaría de la caótica participación de muchos, ineptos y moralmente
corruptos, en la gestión del poder.
Para Aristóteles y Santo Tomás, la
democracia es la degeneración de la politia o timocracia,
en cuanto se basa en el pueblo reducido a masa informe, mientras que la
timocracia se funda en la participación equitativa en el poder por parte del pueblo,
compuesto de personas racionales, libres y honestas. En este sistema, la
soberanía reside en la ley y no en la multitud y sus deliberaciones. En la
democracia (hoy diríamos demagogia), entendida como degeneración de la politia
o timocracia, la ley pierde su fuerza y la masa informe y amorfa se convierte
en árbitro del Estado. En tal sistema, los demagogos —y no los mejores— tienen
las riendas del gobierno, y las leyes positivas, como especificaciones de la
ley natural (entendida como participación en la ley eterna o divina), inscrita
por el Creador en el alma humana, dejan de ser soberanas y dependen del
capricho de la multitud despótica.
La politia
o timocracia (hoy diríamos democracia clásica) se funda en la participación en
el poder por parte del pueblo de manera responsable y ordenada. Todo civis
debe tener la posibilidad de participar, si es capaz y digno, en la vida
política de la nación. Cualquiera sea la forma del poder, es esencial que quien
lo ejerce legítimamente tenga conciencia de no ser el origen de la soberanía y,
por consiguiente, de no tener ningún derecho al ejercicio del poder en sentido
absoluto. Quien gobierna —ya sea el rey, el jefe de una república o los
miembros de un gobierno— debe considerarse vasallo de Dios, es decir, subordinado
al único Señor, origen de la autoridad y de la soberanía, quien —a través del
instrumento del pueblo/canal— transmite a quien está legítimamente destinado a
guiar el Estado la institución encargada de gobernar la vida del consorcio
humano asociado.
Una
subordinación que se concreta en la adhesión integral, por parte precisamente
del Estado, a la ética natural y cristiana. Como se ve, con el tomismo nos
hallamos en las antípodas del bonaldismo o Tradicionalismo político, de esa
Tradición primordial que, según De Bonald, reúne a todas las religiones
positivas, las engloba y las supera (así como a todos los gobiernos). L. de
Bonald, como J. de Maistre, enseña que el hombre tendría ideas innatas y no las
abstraería del conocimiento sensible, como enseñan Aristóteles, Santo Tomás y
toda la primera, segunda y tercera escolástica. El hombre habría recibido de
Dios un “lenguaje primitivo” y una “Tradición primordial” lingüística y
política desde la creación.
Según éstos,
el lenguaje y las ideas que son expresadas por el lenguaje no son obra del
hombre mediante la abstracción del concepto inteligible a partir de la cosa
sensible y luego mediante una convención por la cual los hombres decidieron dar
tal nombre a un concepto (por ejemplo, “hombre” al animal racional). El
lenguaje primordial, transmitido de generación en generación, mantendría la
Tradición primordial según ellos (incluido el panteísta medieval Escoto
Erígena, al que se remiten).
Como se ve, la
Tradición cristiana es diametralmente distinta de la esotérica y fideísta.
Todos los hombres, cualquiera que sea su religión, tendrían la misma Tradición
y verdad primordial transmitida por un lenguaje infundido primitivamente en la
mente humana por la Divinidad. Las diversas religiones (diferentes por
elementos accidentales, postizos y adventicios) son, por tanto, inferiores a la
pura Tradición primordial, a la metarreligión guenoniana, y deben considerarse
iniciáticamente según la unidad trascendente de toda religión (F. Schuon
†1998).
Según De
Maistre y De Bonald, la religión más cercana a la Tradición primitiva es el
cristianismo, mientras que para Guénon lo es el hinduismo junto con el
esoterismo islámico y el extremo-oriental; y para Evola, el neopaganismo
panteísta. Pero, en realidad, es la cábala —o falsa mística judía— la que reúne
todas estas diversas falsas concepciones esotéricas.
Es curioso
observar cómo un conocido estudioso y veterano adepto del guenonismo,
Jacques-Albert Cuttat, define el guenonismo como un “neo-Tradicionalismo”.
Parece que Guénon retomó y sublimó, a la luz de la filosofía oriental, las tres
tesis fundamentales del Tradicionalismo francés del siglo XIX (especialmente el
de J. de Maistre, L. de Bonald y F. Lamennais), a saber:
1.º) el antirracionalismo;
2.º) la unanimidad de la Tradición
primordial, expresada por el lenguaje, como único criterio de verdad; y sobre
todo
3.º) el primado espiritual de
Oriente (Le néo-Traditionalisme: René Guénon, Aananda K. Coomaraswamy, Frithjof
Schuon, in Annuaire
de l’E.P.H.E., Vᵉ section: Sciences Religieuses,
1958–1959,
p. 68).
La masonería
mística (cuya alma es la cábala) es para todos éstos la fragua de la
transmisión esotérica de la Tradición primordial. Como se ve, todos ellos,
consciente o inconscientemente, están impregnados de gnosticismo cabalístico,
masónico y, en último término, luciferino.
Por tanto, el
Tradicionalismo fideísta francés del siglo XIX no es sólo un error filosófico
que devalúa la razón humana, sino también una desviación teológica, lingüística
y política que condujo al rechazo del magisterio de León XIII en 1892 y al de
Pío XI en 1926, sobre todo en Francia, que es deudora a la cábala espuria judía
y a la masonería de sus doctrinas más características.
Los
principales exponentes del tradicionalismo francés del siglo XIX son Joseph de
Maistre († 1821), Louis de Bonald († 1840), Félicité de Lamennais —o más
exactamente La Mennais— († 1854), Louis Bautain († 1867) y Augustin Bonnety (†
1897). El único impenitente que no quiso retractar sus errores fue De
Lamennais, mientras que los demás (salvo De Maistre, que no había explicitado
su error y, por tanto, no fue condenado) se sometieron a la condena de la
Iglesia (DB 1613 ss.; DB 1622 ss.; DB 1649 ss., Conc. Vat. I, sess. III, DB 1781
ss.).
De ellos derivarán dos escuelas políticamente
divergentes:
1.º) el monarquismo absoluto
(Joseph de Maistre, Louis de Bonald, Louis Bautain y Augustin Bonnety), del
cual deriva la oposición al llamado Ralliement de León
XIII de 1892 y la revuelta de Charles Maurras contra Pío XI en 1926;
2.º) el democratismo
católico-liberal (Félicité de Lamennais), del cual deriva el catolicismo
liberal condenado desde 1832 por Gregorio XVI ininterrumpidamente hasta 1958
con Pío XII.
Conclusión
La Modernidad
es combatida real y eficazmente por la filosofía metafísica del ser
(especialmente la tomista, que retoma lo mejor del platonismo y del
aristotelismo y los sublima).
En efecto, la
noción tomista
1.º) del ser como acto supremo de
la sustancia aristotélica, y
2.º) de la participación, que
perfecciona la platónica, resuelven todos los problemas a los que el
platonismo, el aristotelismo y la patrística —aún no sistematizada ni
completada por la escolástica— no habrían podido hacer frente de manera
plenamente adecuada.
Piénsese, por
ejemplo, en las cuestiones suscitadas por la filosofía moderna (de Descartes
hasta Hegel), como el inmanentismo panteísta, que es refutado por el Ser por
esencia o a
se (que subsiste independientemente de otro) realmente distinto del
ente por participación o ab alio, compuesto de
esencia y de ser, que no es su ser, sino que tiene o recibe y participa del
ser.
Toda la
modernidad, incluso aquella no explícitamente hostil al cristianismo (de
Malebranche a Rosmini), así como la abiertamente incompatible con la Revelación
(Descartes, Kant, Fichte, Schelling, Hegel), encuentra una respuesta (la
primera) y una refutación radical (la segunda) en la teoría tomista del actus
essendi ultimus et perfectus, de la composición ens/esse
y de la participación.
En cuanto a la
posmodernidad (de Nietzsche a Freud y sus prolongaciones: la Escuela de
Fráncfort y el estructuralismo francés), caracterizada por un sustancial
nihilismo metafísico (gnoseológico y ético) o destrucción del ser (conocible y
moralmente bueno), encuentra en la metafísica del ser el dique que se interpone
entre lo que es y la nada hacia la cual tiende la posmodernidad, la cual, por
odio satánico contra el Ser mismo subsistente, busca destruir el ser por
participación, en cuanto existente (“enticidio”), en cuanto cognoscible
(“raciocidio”) y en cuanto bueno (“moricidio”); precisamente como Satanás
tienta al hombre, ente por participación (creado “a imagen y semejanza de
Dios”, inteligente y libre), para golpear indirectamente a Dios, el Acto puro,
el Ser por esencia.
Así, el
inmanentismo panteísta (orgullo autoexaltador), el nihilismo teórico (odio
autolesivo) y el neomodernismo quedan refutados in nuce
por el tomismo originario, y no por el guenonismo, que, al contrario, los asume
en cierto modo.
León XIII, con
la encíclica Aeterni
Patris de 1879, lanzó el renacimiento del neotomismo en
contraposición a la filosofía moderna y subjetivista, que bajo el pontificado
de Pío IX y el suyo había engendrado el tradicionalismo (De Maistre —de modo
encubierto—, De Bonald, De Lamennais, Bautain, Bonnetty, abiertamente) o
fideísmo francés, el ontologismo italiano (Gioberti y Rosmini) y el
neoidealismo germánico (Hermes y Günther). El papa Pecci invitaba a desconfiar
de toda síntesis directa entre la doctrina cristiana y la filosofía moderna, y
a presentar el tomismo como la antítesis total del subjetivismo inmanentista de
la modernidad, la cual, por su parte, con Feuerbach (La esencia del
cristianismo, 1841), había comprendido perfectamente que la antigua
doctrina teológica que debía ser destruida para reemplazarla por el “nuevo
cristianismo” era el tomismo.
En realidad,
es la misma Modernidad filosófica la que está en la fuente teórica del
Tradicionalismo fideísta (aunque políticamente sea monarquicista y antirrevolucionario),
especialmente con el nominalismo, el luteranismo, el kantismo y el romanticismo
intuicionista de Friedrich Jacobi (Las cosas divinas y su revelación,
1811), que —romántica e irracionalmente— sitúa en el hombre una capacidad de
intuir puramente a Dios sin necesidad de la Revelación; con el pragmatismo de
William James y, finalmente, con el modernismo, que coloca la experiencia o el
sentimiento religioso como base del conocimiento de lo divino y en lugar de la
Tradición primordial.
El concepto de experiencia religiosa pertenece sobre
todo al subjetivismo protestante y modernista. El padre Cornelio Fabro define
la experiencia religiosa como una “disociación de la conciencia respecto al
contenido objetivo de la fe” (voz Experiencia
religiosa, en Enciclopedia
Cattolica, Ciudad del Vaticano, 1950, vol. V, col. 603).
En filosofía, la Modernidad
laicista ha elevado la experiencia religiosa subjetiva a criterio absoluto e
independiente de todo dato objetivo. Tiene como jefe de escuela a Kant, para quien
Dios mismo no es un Ser real y objetivo, independiente del sujeto humano, sino
un postulado de la “Razón práctica”, que siente la necesidad de una experiencia
religiosa de la divinidad a la cual la “Razón pura” o teórica no puede llegar.
De Kant nace una doble corriente de pensamiento:
·
1.º)
una más filosófica y racionalista: el idealismo-trascendental de Fichte,
Schelling y Hegel, que —siguiendo a Kant— busca subordinar la religión a la
filosofía subjetivista;
·
2.º)
otra más bien espiritual y misticoide: el irracionalismo fideísta y ontologista
de Jacobi y Schleiermacher, los cuales siguen a Kant privilegiando
especialmente el sentimentalismo religioso subjetivista; es más, para
Schleiermacher y Jacobi el «sentimiento es el único criterio de la verdad» (cit.,
col. 603), por lo cual «la Fe es puro sentimiento inmediato» (ibid.).
Esta
concepción subjetivista y sentimentalista, con el Modernismo, comienza a tomar
una orientación cada vez más irracionalista, y la experiencia religiosa se
sustituye totalmente tanto a la recta razón como a la divina Revelación y a la
Fe teologal. Auguste Sabatier, con su obra Esquisse d’une philosophie de la
religion (París, 1879), y el protestantismo francés fueron la punta
de lanza de la experiencia religiosa subjetivista/irracionalista, que insistía
en el primado de la vida y de la experiencia sobre la razón especulativa y la
Fe objetiva. La influencia de Sabatier fue tan fuerte que la teología
evangélica/protestante ha sido, durante los últimos ciento cincuenta años,
esencialmente una fenomenología de la experiencia.
En el campo
católico, Maurice Blondel introdujo el subjetivismo y la experiencia con la
nueva definición de la verdad como “adequatio rei et vitae” y ya no “rei et
intellectus”. El vitalismo de Henri Bergson buscaba resolver la religión en una
experiencia psicológica íntima. El pragmatismo, con William James, y el
americanismo o modernismo ascético, reducen la religión a un sentimiento
subjetivo que irrumpe desde el “subconsciente”, hundiéndose cada vez más en el inmanentismo
sentimentalista o racionalista y abriendo de par en par las puertas al
psicoanálisis cabalístico/freudiano, convertido en fenómeno de masas por la
Escuela de Frankfurt.
Guénon, al
modo del Tradicionalismo y del Fideísmo franceses del siglo XIX, no solo
desvaloriza la razón, sino que además desacredita la Fe sobrenatural para
sustituir la Fe y la razón por la iniciación ocultista auto-salvífica y
auto-divinizante.
Así como el Fideísmo tradicionalista exalta y exagera
la función de la Fe o de la “Tradición primordial” en el conocimiento de la
verdad (y de la filosofía política), no solo de orden ético y trascendente sino
también natural, poniendo en lugar de la razón el conocimiento de la verdad
natural mediante la Tradición primordial y la Fe, así también Guénon pone en
lugar de la razón y de la Fe teologal la gnosis o intuición de la verdad
mediante la Tradición primordial o la meta-religión, y combate la política
moderna, pero para remitirla a una concepción absolutista y teocrática (que no
distingue, aun dentro de la subordinación jerárquica, la autoridad temporal y
el poder espiritual) del poder político.
Existen, por tanto, dos
metafísicas, o mejor dicho, una metafísica y una contra-metafísica (de modo
análogo a la Iglesia y a la contraiglesia): la verdadera metafísica del ser y
la falsa metafísica o contra-metafísica de la experiencia religiosa subjetiva y
del no-ser.
El subjetivismo esotérico, la
metafísica de la nada posmoderna, se han convertido en la filosofía de la época
contemporánea. La modernidad, después de la exaltación iluminista que había
conducido al hombre hasta los umbrales del cielo, ha pasado, en el siglo XX, a
la desesperación irracionalista, que no solo ha pretendido haber matado a Dios,
apagando la antorcha de toda esperanza, sino que también ha hecho precipitar al
hombre hacia el abismo de la nada. Así, de la metafísica del ser se ha pasado
al primado del Yo y de la Idea, y luego se ha resbalado hacia la metafísica de
la nada. Hoy el principio ya no es el ser, sino el sentimentalismo irracional y
animal, la nada y el Nihilismo constituyen el carácter dominante de nuestra
época.
Guénon se
inserta, con su gnosis esotérica, oculta e infernal, precisamente en esta
corriente y la empeora mediante la iniciación, que no está exenta de vínculos
con el mundo preternatural y demoníaco. Por tanto, no es posible curar ni
combatir la Modernidad con el guenonismo, el cual no hace sino agravar el mal
del mundo moderno y posmoderno.
Por
consiguiente, es necesario elegir: o la Tradición divina y apostólica, o la
contra-tradición infernal y esotérica guenoniana; tertium non
datur, “Por la contradicción que no lo consiente”.
d.
Curzio Nitoglia
19/5/2015
http://doncurzionitoglia.net/2015/06/02/lequivoco-guenoniano/
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