Por Juan Manuel de Prada
Aunque
reeditado con profusión durante los últimos años, Gilbert Keith Chesterton
sigue corriendo el riesgo de ser un escritor malinterpretado. Pues el rescate
'literario' que de él se ha hecho es en gran medida el que conviene a la
curiosidad diletante del mundo, que nos presenta a un Chesterton devoto de las
formas más juguetonas y paradójicas de la inteligencia, clarividente biógrafo
de literatos insignes, rendido admirador de las intrigas detectivescas; y,
mientras se exalta a este Chesterton exquisitamente hemipléjico, se nos
escamotea al paladín de la ortodoxia, al polemista moral, al refutador
incansable de todas las herejías modernas, al divulgador gozosamente empeñado
en enseñar el catecismo a los hombres de su generación. A Chesterton no
conviene leerlo en 'antologías' que con frecuencia lo desfiguran, sino en las
obras íntegras que entregó a la imprenta.
En
una época en la que triunfaban el modernismo religioso, el positivismo, el
darwinismo y tantas otras filosofías falsas, en volandas siempre de una visión
'progresista' del hombre y de la historia, Chesterton ataca la idea misma de
progreso, que con la excusa de elevar al hombre lo impulsa hacia un vacío sin
asideros. «Quizá sería injusto –escribió Chesterton– decir que el hombre
moderno sólo trata de pensar; o, en otras palabras, que sólo hace un esfuerzo
desesperado por pensar. Pero sería cierto decir que el hombre moderno, con
frecuencia, sólo ensaya o intenta llegar a una conclusión. En cambio, el hombre
medieval creía que no merecía la pena pensar si no podía llegar a una
conclusión». ¿No está lanzando Chesterton aquí, en unas pocas líneas, una
refutación completa de todo el pensamiento moderno, cuya principal aspiración
es arrebatar al hombre todas las certezas y arrojarlo a un mar de dudas? En
Chesterton es constante el esfuerzo por mostrar al lector que toda filosofía
que carece de tesis es puro diletantismo, o un mero intento de arrojar al
hombre hacia el caos. Y también es constante su afán por demostrar que la
recuperación de la tradición no es, como pretende el moderno, la vuelta a un
pasado de oscurantismo, sino el único modo de aclarar nuestro futuro: «La
verdadera objeción a ciertas novedades no es la novedad –escribe–. Se trata de
algo que la mayoría de la gente no asocia con la novedad, sino más bien con lo
que podría llamarse estrechez. Algo que hace fijarse la mente a una moda hasta
olvidarse de que es una moda. Y esa clase de novedad estrecha la mente no sólo
por hacerla olvidar el pasado, sino también por hacerla olvidar el futuro».
Chesterton
insistió mucho en esta cuestión: para salvarse, al hombre no le bastará con
bajarse del tren del progreso, sino que tendrá que darse la vuelta, hasta
llegar a la encrucijada donde tomó el camino errado. Esa fortaleza para
desandar el camino errado la halló Chesterton en la tradición católica, que le
mostró el modo de iluminar el futuro con una luz traída del pasado. Pretender
que el pasado sea un páramo de barbarie, como pretende la modernidad, es una
falacia semejante a la del hombre «que dijera al amanecer que, si estaba más
oscuro cuatro horas antes, tendría que estar todavía más oscuro catorce horas
antes», ignorando que esas catorce horas lo devolverían al día anterior, en el
que lució un sol radiante. Chesterton sabe que las modas son un aborto y una
falsificación de la costumbre; y se enfrenta a las filosofías falsas que
triunfaban en su época (versiones medrosas y germinales de las que hoy se han
hecho hegemónicas) con la certeza de que los hombres terminarían abjurando de
ellas, porque cuando los hombres han hecho cosas realmente dignas han deseado
siempre que perduren. Y, para que algo perdure, tiene que afianzar al hombre en
la búsqueda de sentido, no arrojarlo al extravío y el desconcierto, como hacen
siempre las filosofías falsas, después de embriagarlo con vinos que después le
dejan una pésima resaca.
Claro
que, para desmontar el trampantojo de las filosofías falsas, Chesterton sabe
que los hombres tienen que recuperar antes su capacidad para espantarse de las
monstruosidades morales. «La gente sencilla no siente horror por las
monstruosidades físicas, así como la gente culta no lo siente por las
monstruosidades morales». No habrá restauración del bien, de la verdad, de la
belleza, mientras nos siga pastoreando esa 'gente culta' que nos 'liberó' del
cristianismo. «Y, al liberarnos del cristianismo –concluye Chesterton–, nos
hemos liberado de la libertad. Ahora no podemos volver a un humorismo meramente
pagano, pues el nuevo paganismo es cualquier cosa menos humorístico». Tenías
toda la razón del mundo, amado Gilbert, y la sigues teniendo.