domingo, 3 de diciembre de 2023

NUMERUS STULTORUM

 



 

Por ANÍBAL D’ÁNGELO RODRÍGUEZ

 

Desde hace muchos siglos sabemos que el número de los tontos “infinitus est”. Y para que no lo olvidemos se lo dijo el bachiller Sansón Carrasco nada menos que a nuestro señor Don Quijote de la Mancha.

Pero también el sentido común nos dice que el número de tonterías no es ni remotamente tan ancho y que esa es la razón por la cual les cuenta tanto a los tontos inventar nuevas tonterías y se repiten sin límite y sin tasa.

Vean sino este caso: en el año del Señor  1931 un impar escritor italiano, Giovanni Papini, publicó un  libro extraordinario que no me canso de recomendar: “Gog”. El título del libro es el nombre de un personaje al que se pinta como asombrosamente rico, hastiado de un mundo que ha recorrido de cabo a rabo y en el que no ha encontrado otra cosa que extravagancias, maldades y necedad y nada de sabiduría. El libro está compuesto de capítulos cada uno de los cuales relata una de estas aventuras y de los que las encarnan.

Una de ellas es la de un músico boliviano con la cara “tallada a cuchillo” que viene a ofrecerle algo que describe como “la música del silencio”. Gog accede a oírla y el boliviano llega a la mansión del ricacho con su número. Que consiste en una orquesta de maniquíes “de ojos vidriosos” que empuñan los instrumentos comunes de viento, cuerda y percusión. Durante una hora, el boliviano mima, en el podio, los movimientos de un director de orquesta sin obtener, claro, otra cosa que silencio.

Al terminar el “concierto” Gog, irritado, paga al boliviano la suma convenida y no quiere saber nada más de música. No hay necesidad de decir que, con ironía, Papini muestra en este (y otros) ejemplos  el extravío que ya en la década del ‘30 sufrían las artes plásticas, la literatura y la música. El reemplazo del talento por la audacia y de la crítica por la mafia de los marchand y otros negociantes del arte. Pero sobre todo la quiebra del sentido común en el público,que es en última instancia lo que puede explicar la proliferación de artistas sin arte, pintores sin tema, músicos sin notas.

Ahora viene lo curioso. Ochenta años después de Gog la vida imita al arte. Y el necio boliviano de la música sin música encuentra un imitador y una cohorte de “admiradores” que jalean su versión de la orquesta muda. En el suplemento ADN de “La Nación” del 24 de agosto pasado un entusiasta James Pritchett nos habla de “La(s) pieza(s) silente(s)” de John Cage. No es boliviano sino inglés, pero es autor de una pieza “para piano” titulada “0’0’ (4’33’ Nº 2)” cuyo estreno se relata así: “El virtuoso pianista David Tudor se sentó al  piano, abrió la tapa del teclado y se quedó en silencio durante treinta segundos. Después cerró la tapa. La volvió a abrir y se quedó sentado en silencio nuevamente durante dos minutos y veintitrés segundos. Luego cerró y reabrió la tapa del teclado una vez más y esta vez se quedó en silencio un minuto y cuarenta segundos. Después cerró la tapa y se fue del escenario”.

Se comprenderá que aquí hay un solo imbécil sin redención que es el que pagó una entrada para ver (que no oír) “eso”. El “compositor” y el organizador del concierto silencioso pueden aducir en su defensa que es una forma indolora de sacarles la plata a los burgueses. El que paga millones por un tiburón en formol o por un mingitorio, por lo menos se lleva algo a su casa, algo que —con las complicidades pertinentes— puede vender con ganancia. Pero el que paga una entrada a este triste “concierto” no se lleva otra cosa que la sospecha de que le han tomado el pelo.

Como hemos visto, en este caso no tiene ni siquiera la excusa de la novedad.  En 1931 Giovanni Papini había adivinado que llegaría un día en que, cultura mediante, se pagaría por sacar patente de idiota.

 

https://www.youtube.com/watch?v=rDgHUj8sJaQ

 

¿ Y YO QUÉ DIJE?

 

Después de escrita la notícula sobre Cage y su música del silencio leo en “Clarín” del 17 de septiembre de 212 una asombrosa nota que informa sobre un estudio hecho por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España y publicado en Scientif Records. Según este estudio “las canciones modernas son cada vez más parecidas, repetitivas y monótonas”. Después de analizar casi medio millón de obras musicales contemporáneas la conclusión unánime fue que cada vez la música popular tiende a repetirse más. Además, “otra de las tendencias que surgen del estudio es el aumento paulatino del volumen al que se graban las canciones”.

Nada muy distinto de lo que opinamos los viejos sometidos a la dictadura de los jóvenes que  se casan y nos obligan a escuchar un concierto de rock en un tono apto para destruir los tímpanos de cualquiera. Pero esta vez la conclusión viene  avalada por el prestigio de la ciencia. Si uno se siente con ánimo apocalíptico y conspirativo imagina que hay una voluntad, tras esos detalles, deseosa de idiotizar a la juventud, de envolverla en una atmósfera irracional y orgiástica y dejarla indefensa frente a los impulsos instintivos.

Si tal conspiración no existe, ha de reconocerse que todo sucede “como si” existiera. Porque lo que nadie puede negar es que el tipo de música estruendosa y simplista en la que el acompañamiento se ha comido la melodía, ha invadido la sociedad en una escala imposible de imaginar hace medo siglo.  No son sólo los walkman o los celulares que conectan las veinticuatro horas del día al oyente con la fábrica de canciones. Son también las decenas de intérpretes que ofrecen semana tras semana sus conciertos, auxiliados por la tecnología, que se identifican fácilmente como una liturgia de la modernidad. Si —como parece se hace en las “raves”— se le agrega la droga, ya tenemos montado un culto. Mejor no preguntar quién es el sujeto de ese culto. En el mejor (o el peor) de los casos, se entienden las obras del boliviano de Papini y del inglés Cage como la única evolución posible en una  música insignificante como tal.