Por ANÍBAL D’ÁNGELO RODRÍGUEZ
Desde hace muchos siglos sabemos que el
número de los tontos “infinitus est”. Y para que no lo
olvidemos se lo dijo el bachiller Sansón Carrasco nada menos que a nuestro
señor Don Quijote de la Mancha.
Pero también el sentido común nos dice
que el número de tonterías no es ni remotamente tan ancho y que esa es la razón
por la cual les cuenta tanto a los tontos inventar nuevas tonterías y se
repiten sin límite y sin tasa.
Vean sino este caso: en el año del Señor 1931
un impar escritor italiano, Giovanni Papini, publicó un libro
extraordinario que no me canso de recomendar: “Gog”. El título
del libro es el nombre de un personaje al que se pinta como asombrosamente
rico, hastiado de un mundo que ha recorrido de cabo a rabo y en el que no ha
encontrado otra cosa que extravagancias, maldades y necedad y nada de
sabiduría. El libro está compuesto de capítulos cada uno de los cuales relata
una de estas aventuras y de los que las encarnan.
Una de ellas es la de un músico
boliviano con la cara “tallada a cuchillo” que viene a
ofrecerle algo que describe como “la música del silencio”. Gog accede
a oírla y el boliviano llega a la mansión del ricacho con su número. Que
consiste en una orquesta de maniquíes “de ojos vidriosos” que
empuñan los instrumentos comunes de viento, cuerda y percusión. Durante una
hora, el boliviano mima, en el podio, los movimientos de un director de
orquesta sin obtener, claro, otra cosa que silencio.
Al terminar el “concierto” Gog,
irritado, paga al boliviano la suma convenida y no quiere saber nada más de
música. No hay necesidad de decir que, con ironía, Papini muestra en
este (y otros) ejemplos el extravío que ya en la década del ‘30
sufrían las artes plásticas, la literatura y la música. El reemplazo del
talento por la audacia y de la crítica por la mafia de los marchand y otros
negociantes del arte. Pero sobre todo la quiebra del sentido común en
el público,que es en última instancia lo que puede explicar la
proliferación de artistas sin arte, pintores sin tema, músicos sin notas.
Ahora viene lo curioso. Ochenta años
después de Gog la vida imita al arte. Y el necio boliviano de la
música sin música encuentra un imitador y una cohorte de “admiradores” que
jalean su versión de la orquesta muda. En el suplemento ADN de “La
Nación” del 24 de agosto pasado un entusiasta
James Pritchett nos habla de “La(s) pieza(s) silente(s)” de
John Cage. No es boliviano sino inglés, pero es autor de una pieza “para
piano” titulada “0’0’ (4’33’ Nº 2)” cuyo estreno se
relata así: “El virtuoso pianista David Tudor se sentó
al piano, abrió la tapa del teclado y se quedó en silencio durante
treinta segundos. Después cerró la tapa. La volvió a abrir y se quedó sentado
en silencio nuevamente durante dos minutos y veintitrés segundos. Luego cerró y
reabrió la tapa del teclado una vez más y esta vez se quedó en silencio un
minuto y cuarenta segundos. Después cerró la tapa y se fue del escenario”.
Se comprenderá que aquí hay un solo
imbécil sin redención que es el que pagó una entrada para ver (que no oír)
“eso”. El “compositor” y el organizador del concierto silencioso pueden aducir
en su defensa que es una forma indolora de sacarles la plata a los burgueses.
El que paga millones por un tiburón en formol o por un mingitorio, por lo menos
se lleva algo a su casa, algo que —con las complicidades pertinentes— puede
vender con ganancia. Pero el que paga una entrada a este triste “concierto” no
se lleva otra cosa que la sospecha de que le han tomado el pelo.
Como hemos visto, en este caso no tiene
ni siquiera la excusa de la novedad. En 1931
Giovanni Papini había adivinado que llegaría un día en que, cultura
mediante, se pagaría por sacar patente de idiota.
https://www.youtube.com/watch?v=rDgHUj8sJaQ
¿ Y YO QUÉ DIJE?
Después de escrita
la notícula sobre Cage y su música del silencio leo
en “Clarín” del 17 de septiembre de 212 una asombrosa nota que
informa sobre un estudio hecho por el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas de España y publicado en Scientif Records. Según
este estudio “las canciones modernas son cada vez más parecidas,
repetitivas y monótonas”. Después de analizar casi medio millón de
obras musicales contemporáneas la conclusión unánime fue que cada vez la música
popular tiende a repetirse más. Además, “otra de las tendencias que
surgen del estudio es el aumento paulatino del volumen al que se graban las
canciones”.
Nada muy distinto de lo que opinamos los
viejos sometidos a la dictadura de los jóvenes que se casan y nos
obligan a escuchar un concierto de rock en un tono apto para
destruir los tímpanos de cualquiera. Pero esta vez la conclusión
viene avalada por el prestigio de la ciencia. Si uno se siente con
ánimo apocalíptico y conspirativo imagina que hay una voluntad, tras esos
detalles, deseosa de idiotizar a la juventud, de envolverla en una atmósfera
irracional y orgiástica y dejarla indefensa frente a los impulsos instintivos.
Si tal conspiración no existe, ha de
reconocerse que todo sucede “como si” existiera. Porque lo que nadie puede
negar es que el tipo de música estruendosa y simplista en la que el
acompañamiento se ha comido la melodía, ha invadido la sociedad en una escala
imposible de imaginar hace medo siglo. No son sólo los walkman o
los celulares que conectan las veinticuatro horas del día al oyente con la
fábrica de canciones. Son también las decenas de intérpretes que ofrecen semana
tras semana sus conciertos, auxiliados por la tecnología, que se identifican fácilmente
como una liturgia de la modernidad. Si —como parece se hace en las “raves”— se
le agrega la droga, ya tenemos montado un culto. Mejor no preguntar quién es el
sujeto de ese culto. En el mejor (o el peor) de los casos, se entienden las
obras del boliviano de Papini y del inglés Cage como la
única evolución posible en una música insignificante como tal.