La importancia de la poesía (II): Poesía y contemplación
Por MIGUEL SAMARTIN FENOLLERA
«Todo es símbolo, todo es lo que es y algo
más».
San Juan de la Cruz
«En el pensamiento hay vagabundeo; en la
meditación, estudio; en la contemplación, maravilla. El pensamiento es de la
imaginación; la meditación, de la razón; la contemplación, de la comprensión».
Ricardo de San Víctor
«Este esfuerzo supremo por alcanzar la
belleza sobrenatural (…) es quien ha dado al mundo todo lo que éste ha sido
alguna vez capaz de comprender y de sentir en materia de poesía».
Edgar Allan Poe
«La poesía es un intento de aproximación a
lo absoluto por medio de los símbolos».
Juan Ramón Jiménez
El auténtico acceso a la verdad, entendida
como el «descubrimiento» de la realidad íntima de Dios en su misterio
trinitario, solo nos será accesible a través de la contemplación. Pero esta
contemplación no es propia de este mundo, sino que espera al hombre en la
otra vida. En esta, como señala el padre Louis Bouyer (1913-2004), el hombre
solo puede llegar a conocer un anticipo de ella, y siempre que se oriente
eficazmente «hacia su fin eterno por las virtudes teologales». Bouyer está
hablándonos aquí de la experiencia mística.
Muchos poetas han creído que el arte podría
ser un paso previo para este último tipo de contemplación mística, y, algunos
otros, una vía para la expresión y comunicación de tal experiencia a los
demás. T. S. Eliot (1888-1965) y Gerard Manley Hopkins (1844-1889) eran de la
primera de las opiniones, pero ya antes, santa Teresa de Jesús (1515-1582) o
san Juan de la Cruz (1542-1591) no solo lo creyeron, sino que experimentaron
la visión mística y nos la trataron de mostrar. Y algunos otros lo intuyeron
incluso antes.
Uno de estos fue el monje agustino del
siglo XII, Ricardo de San Víctor, Magnus Contemplator, como se le conocía,
quien en su obra, Ars Mistica, junto a la clásica división entre la
contemplación activa (la que puede reducirse a la meditación) y la pasiva (la
única verdadera, infusa y sobrenatural, y que de ningún modo se puede
adquirir con nuestros esfuerzos), habla de una tercera especie, de carácter
inferior: «el conocimiento de las cosas invisibles de Dios por medio de las
cosas visibles del mundo». Esta tercera especie de contemplación puede ser
identificada con el conocimiento poético, un conocimiento nacido de la
experiencia y adquirido por connaturalidad con la cosa conocida. El filósofo
tomista francés Jacques Maritain (1882-1973), en esta línea, da una
definición de poesía como «la adivinación de lo espiritual en lo sensible,
expresada a su vez en lo sensible». Este conocimiento o experiencia poética
estaría orientado, además, a la expresión (sea a través de la palabra
proferida o de la obra producida), y es pues, un conocimiento creativo; no en
vano la palabra griega de la que procede poesía (ποίησις\poiesis) significa creación.
Contrariamente a ello, en la experiencia
mística, el silencio se impone ante la contemplación pasiva de Dios, y se
trata, consecuentemente, de un conocimiento infuso en el que el único que
llama y actúa es Dios; como decía santa Teresa, «no se suban sin que Dios les
suba». La primera de estas contemplaciones es pobre y deficiente, la segunda,
una excelencia inefable.
Sin embargo, algunos han tratado de salvar
esa inefabilidad de la experiencia mística tratando de hacerla llegar a los
demás a través de su expresión poética. El místico, en su experiencia, es
elevado por encima de este tercer nivel de contemplación hacia el primero de
ellos, y el poeta, en principio, deberá escribir a ese nivel más elemental.
Solo cuando el místico y el poeta se hacen uno se produce una especie de
milagro. Ello podemos verlo, por ejemplo, en san Juan de la Cruz y su Noche
oscura del alma, quien, como poeta, en principio debería de situarse en el
nivel inferior, aunque como místico es elevado al nivel más alto de logro
espiritual, la contemplación pasiva. ¿Cómo es posible que pudieran conjugarse
ambas cosas en la misma persona?
San Juan (y por extensión, todos los demás
poetas místicos), en su intento por comunicar lo que es inefable por
definición, se ve impelido –por medio de una inspiración quizá sobrenatural–
a destruir la lengua y a trenzar y engarzar palabras en unas secuencias
ilógicas e incluso anti-semánticas. Él mismo es consciente de esa
incoherencia –en nuestros términos humanos–, admitiendo que sus versos «antes
parecen dislates que dichos puestos en razón». Sin embargo, como decía santo
Tomas de Aquino, «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la
perfecciona». Y así, por muy imperfecto y deficiente que pueda ser cualquier
acto humano, la acción profunda de la gracia divina, afina, depura y pule en
el hombre sus potencias, incluidas las de la creatividad y la comprensión. De
esta manera, con san Juan de la Cruz y los demás místicos poetas, quizá lo
que vemos sea, ni más ni menos, la acción del Espíritu Santo en el lenguaje
de los hombres, perfeccionándolo, potenciándolo, sacándole luz y brillo en lo
posible, y llevándolo a su más alta expresión.
Sin embargo, es a la tercera e inferior
forma de contemplación a la que me refiero. A la poesía como mera y
deficiente aproximación al conocimiento del hombre y del mundo a través de la
experiencia natural de lo creado. A una contemplación más próxima al
conocimiento estético de Platón que al puramente intelectualista de
Aristóteles, y que tiene por objeto el asombro ante el universo que nos
rodea. Y aclaro que no me estoy refiriendo a la Verdad con mayúsculas, a la
revelada sobrenaturalmente, sino a la verdad natural en cuanto escalón al que
trepar para tratar de alcanzar y conocer aquella.
Por ello, lo máximo a lo que puede aspirar
la poesía es a expresar una visión más profunda de la realidad. A intentar
esclarecer en lo posible los misterios del mundo como inicio del camino hacia
la dilucidación del misterio del mundo. Homero, Dante, Cervantes y
Shakespeare amplían nuestro conocimiento sobre nosotros mismos, en parte por
su testimonio de una enorme variedad de tipos humanos, y en parte porque
acrecientan nuestro acervo de modos de acción moral, pero también nos
transportan a un nivel de comprensión que nos hace vislumbrar las conexiones
más profundas que ordenan el cosmos, aunque sea de una forma borrosa y cuasi
intuitiva. Y digo de forma borrosa porque, si bien, como sostenía
Aristóteles, la poesía es superior a la historia ya que puede llevarnos de lo
que es hacia lo que debería ser, por esta misma razón es imperfecta, pues
carece de ser en acto, y, en consecuencia, peca de imprecisión y de falta de
certeza.
No obstante, ella nos da algo a lo que
difícilmente podríamos acceder de otro modo, porque, como nos dice Romano
Guardini (1885-1968), ante un poema «el lector toma una nueva actitud hacia
la existencia que es más profunda que la postura que adoptamos en nuestra
vida cotidiana y más viva que la seguida por un filósofo» (…), ya que «sus
palabras, que ofrecen una comprensión más profunda del mundo, tienen más
poder que las de la costumbre y son más originales que el discurso de un
intelectual». El poeta francés Paul Claudel (1868-1955) era de esta misma
opinión: «El objeto de la poesía, –escribió– no es como dicen a menudo, los
sueños, las ilusiones y las ideas. Es esta santa realidad, en el medio de la
cual estamos situados. Es el Universo de las cosas visibles, al cual la Fe
añade el de las cosas invisibles. Todo lo que a nosotros mira y a lo que
nosotros miramos. Todo eso es la obra de Dios, que forma la materia
inagotable de las historias y los cantos, tanto del más grande de los poetas
como del más pobre pajarillo. (…) Hay una «poesía perennnis» que no inventa
sus temas, sino que regresa eternamente a los que la creación le
proporciona». Es también lo que viene a decir el padre Leonardo Castellani
(1899-1981) cuando señala que en el poeta el «trato no es con las cosas
eternas, sino con las temporales, pero para volver a las eternas». Así lo
expresa en uno de sus versos Claudel:
«No puedo nombrar nada más que lo eterno.
La hoja se vuelve amarilla y el fruto cae,
Pero la hoja de mis versos no perece».
Sin embargo, los poetas que hacen eso son
muy escasos. La mayoría no nos dan nada parecido al conocimiento, ni siquiera
en el sentido habitual de la palabra.
Probablemente, uno de los poetas que
ejerció esta misión con más cierto –aunque, obviamente, sin llegar a la
altura de los místicos– fue William Blake (1757-1827). Nacido cuando el mundo
renacentista estaba llegando a su fin, y desarrollando la plenitud de su obra
en el apogeo del Romanticismo, desconfiaba profundamente del intelecto como
medio para encontrar la verdad y de la ciencia como medio para explorarla.
Blake sintetizó esta visión en los siguientes versos:
«Alguna vez debemos creer una mentira
Cuando vemos con, no a través, del ojo».
El poeta inglés vislumbró, aunque
deficientemente, la realidad de las cosas, en esa suerte de contemplación de
tercer nivel a la que me refiero, no con el ojo, sino a su través. Y dejó dicho
sobre la poesía:
«Ver un mundo en un grano de arena.
Y un cielo en una flor silvestre,
Sostener el infinito en la palma de tu mano.
Y la eternidad en una hora».
En todo caso, aun ante esta deficiente
visión, algo hay de trascendente en el poeta, hay en él un algo de profeta, y
aunque aquello que canta trate de un conocimiento o experiencia natural,
aquello que le mueve e impulsa –¿lo que los antiguos denominaban Musas?–
puede no llegar a ser del todo inmanente.
Baudelaire, el poeta maldito, y Poe, el
narrador maldito que deseaba más que nada ser poeta, nos lo cuentan. Dice el
primero, casi parafraseando al segundo, que:
«Es a la vez por la poesía y a través de la
poesía, por y a través de la música, cómo el alma entrevé los esplendores
situados más allá de la tumba; y cuando un poema exquisito hace asomar las
lágrimas a los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo,
sino más bien son el testimonio de una melancolía irritada, de una exigencia
de los nervios, de una naturaleza exilada en lo imperfecto y que quisiera
entrar en posesión inmediata, ya sobre ésta misma tierra, de un paraíso
revelado».
La poeta católica Denise Levertov
(1923-1997) también nos dice algo interesante al respecto de esta relación
entre la poesía y su fuente y fin trascendentes:
«Diría que para mí escribir poesía,
recibirla, es una experiencia religiosa. Por lo menos si uno quiere decir con
esto que está experimentando algo que es más profundo, diferente de lo que su
propio pensamiento e inteligencia puede experimentar en sí mismos. La
escritura en sí misma puede ser un acto religioso, si uno se deja poner a su
servicio. No quiero hacer una religión de la poesía, no. Pero ciertamente
podemos asumir lo que la poesía no es: definitivamente no es solo un acto
antropocéntrico». (Estees, 1996).
Pero esta no es una idea nueva, más de un
siglo antes, el cardenal John Henry Newman (1801-1890) en un artículo del año
1839 (reimpreso por él mismo en 1877), escribía que «la poesía es nuestro
misticismo», siendo para él la fuente de lo poético Dios mismo. De esta
forma, nos dice, el poeta se aproximará o se alejará de la autenticidad, y,
por tanto, del carácter religioso, según se encuentre más o menos próximo a
Aquel de quien emana ese don.
Y a no olvidar: para ello, el poeta habrá
de volverse niño, para así, transformar la existencia en un poema, tal cual
hacen los niños, ya que el camino de la infancia y su pureza conduce al
misterio a través del poema. Porque, como versa Charles Péguy:
«Y la voz de los niños es más pura que la
voz del viento en la calma del valle.
Y la mirada de los niños es más pura que el
azul del cielo».
Pero, en todo caso, aun siendo así, esos
grandes poetas, incluso los mayores de todos, los místicos, en último término
no son sino aprendices que balbucean torpemente aquello que les es dado
cantar. Como dice J. R. R. Tolkien (1892-1973) en su poema Mitopoeia:
«Hombre, subcreador, luz refractada
a través de quien se astilla un único Blanco
de numerosos matices, que se combinan sin fin
en formas vivas que van de mente en mente.
(…)
«Benditos sean los hacedores de leyendas con sus rimas
sobre cosas que no se hallan en el registro del tiempo».
Y aunque nada de esto responde a la siempre
perenne pregunta de qué poetas deben ser atendidos, sin duda apunta a ello.
Así que dejaré el tema para la próxima entrada.
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