«El poeta es
aquel que lleva la sencillez de la infancia a los poderes de la virilidad».
Samuel
Taylor Coleridge
«El que no
cree en mitos cree en patrañas».
Nicolás
Gómez Dávila
Por MIGUEL SANMARTIN FENOLLERA
El pasado es aquel tiempo dónde aconteció lo
trascendente. Siempre apunta al origen, al principio, y por tanto a la pureza y
a la claridad. Por ello es lugar de referencia al que volver los ojos para
comprender.
A su vez, la acción es la madre de los hechos, esos
retazos de realidad que el hombre deja tras de sí y que en ocasiones ama más
que a sí mismo: núcleo de identidad y flujo de experiencia al que también
volver para así intentar comprender el porqué de nuestra existencia.
Ambos factores confluyen en la épica, definida muy
precisamente por el reciente académico Carlos García Gual como “la
actuación ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo memorable y
lejano”.
Creo que el pasado, como dijo el profesor Stephen
Gilman, “es un tiempo verbal que comunica importancia en vez de
tiempo” y que los “hechos míticos” tienen siempre un
poso de verdad, pues como decía Tolkien, “así como el lenguaje es
invención de objetos e ideas, el mito es invención de la verdad. Venimos de
Dios, e inevitablemente los mitos que tejemos, aunque contienen errores,
reflejan también un astillado fragmento de la luz verdadera, la eterna verdad
de Dios”.
Cierto que al primero, al pasado, al principio de
todas las cosas, se aproxima uno mejor y más profundamente con la Filosofía y,
más allá aún y hasta dónde se puede, con la Teología, y que el segundo, la
realidad fáctica, se corresponde mejor con un saber más técnico, recolector y
relator, como es la Historia. Pero la confluencia de los dos caminos en la
épica de la mitología y la leyenda supone una ventaja nada desdeñable para
iniciar con ella una aproximación básica y fundamental a eso que es nuestra
historia y nuestras tradiciones. Es por tanto un primer escalón por el que
empezar a ascender. Como bien señaló Chesterton, “los hechos no vienen
antes, la verdad es la primera”, pero a pesar de ello muchos hoy la
tienen olvidada y el resto la estamos olvidando, por ello los mitos y las
leyendas, como retazos de verdad que son, pueden ayudarnos para un necesario
reencuentro.
Por todo ello, los mitos, las leyendas y su épica, resultan instrumentos necesarios en la formación y educación de los niños. De entrada, pueden representar prefiguraciones de la Verdad. Ya nos decía C. S. Lewis que “los buenos sueños de los paganos” ––como a él le gustaba llamarlos–– han venido preparando al hombre para la comprensión del mayor acontecimiento de todos, la Encarnación.
Además de lo anterior ––que es lo fundamental––,
desde tiempos inmemoriales los mitos y las leyendas han constituido
entretenimiento para niños (y también, sin duda, para adultos), y no solo eso,
sino que de igual forma han facilitado el mantenimiento de una estrecha
relación con la historia, ya que ayudan a los niños a desarrollar la percepción
de un pasado común y a adquirir una identidad cultural propia; así mismo,
muchas leyendas encarnan los más altos valores de nuestra cultura y contribuyen
así a formar la conciencia moral de los niños. Por último, el carácter
fantástico y preternatural de las mismas desarrolla las capacidades
imaginativas y poéticas de los pequeños.
Pero, ¿quién encarna hoy día tales valores, tales
regalos? ¿dónde un niño de 8 años puede hallar, profunda y bellamente
expuestas, esas verdades? Pues no crean que resulta necesario ir muy lejos, ya
que las podemos encontrar en los cuentos de hadas.
¿Los cuentos de hadas? No sé …, puede ser, pero
esos cuentos solo son apropiados para niños pequeños o, en todo caso, niñas
¿no?
¡Oh, prejuicio, oh recelo! Es cierto que se ha
extendido entre las gentes la errónea idea de que los cuentos de hadas son solo
para niñas o cuanto menos para pequeñuelos, pero créanme, es un tonto
escrúpulo, una prevención vana … Y es que nuestra modernidad, encerrada en sí
misma en múltiples contradicciones, nos muestra en este caso una más, como no
podía ser de otra manera.
Por un lado es cierto que las artes audiovisuales
(pienso en Disney y sus adaptaciones cinematográficas de relatos clásicos), ha
difundido (e infundido) una idea acuosa e inexacta de los cuentos de
hadas, poniendo la atención en historias protagonizadas por personajes
femeninos, con difusión de clichés falsos sobre las hadas y demás seres
espirituales y fantásticos como los enanos o los trasgos, y dónde prevalecen
las apariencias y los valores y caracteres femeniles, con olvido manifiesto de
los masculinos (piensen en los ridículos e inútiles príncipes de las
películas de Cenicienta y la Bella durmiente y
los risibles y grotescos enanos de Blancanieves).
Pero eso no es todo, pues, corriendo en pareja
senda a este significado “popular” de las hadas como seres femeninos (o más
bien feminoides), recientemente encontramos que, en casi todos los ámbitos de
la cultura, sean académicos o no lo sean, se maneja una opinión bastante
negativa sobre el cuento de hadas como portador de valores caducos y
trasnochados. Ya saben, el feminismo rampante y sus vasallos, criticando los
“estereotipos de género”, la imagen “antigua” de las mujeres, y, mira por
donde, la masculinidad “tóxica”, de los que dicen están impregnados los relatos
de hadas. Por ello, las “tendencias imperantes” han decidido desterrar los ya
ridículos roles masculinos de los cuentos y eliminar de un plumazo a las
clásicas “princesas Disney” antes comentadas, centrando exclusivamente la
atención en féminas masculinizadas y “empoderadas” sin partenaires masculinos
que les den la réplica (vean sino las películas Brave o Múlan
––y últimamente ese “invento” de la corrección política que es el
filme La Capitana Marvel–– o los múltiples álbumes
ilustrados sobre hadas que recogen las deconstrucciones y reconstrucciones de
cuentos clásicos y que abundan en el mercado para mayor gloria de la imperante,
intimidante y deletérea “ideología de género”).
Por lo tanto, lo que se esconde entre esas páginas
antiguas no es solo ––que también–– un catálogo de caracteres y roles
femeninos, sino que, en igual forma, pueden encontrase hombres valientes,
héroes honrados y buenos que sacrifican su vida por otros y por algo mayor que
ellos mismos; nos lo están diciendo los estudiosos, rabiosos por descubrir en
dichos cuentos tanta testosterona patriarcal y tanto valor y virtud
tradicional.
Quien haya leído alguna de las historias que el
señor Andrew Lang compiló en sus libros de colores (Los
libros de hadas de colores de Andrew Lang) o aquellos relatos
populares que el señor Afanasiev reunió en sus tomos de cuentos y leyendas de
la Rusia campesina (Los
cuentos rusos), o los recolectados y reescritos con cuidado y esmero por
los hermanos Grimm para ser leídos “a la luz de la lumbre” (Los
cuentos de hadas germánicos), podrá desmentirles la generalizada calumnia
de que los cuentos de hadas son solo para niñas o infantes y confirmarles lo
que hoy sostengo aquí.
Así que desterremos de la palabra hada su
significado actual de sensiblería y emotividad banal, y volvamos a llenarla de
su originaria naturaleza sobrenatural y por tanto de ese componente aterrador
que, junto a otros más amables y fascinantes, puede encontrase en su corazón
mismo. En los cuentos de hadas, al lado del amor, la familia, el matrimonio, la
piedad y el amparo de los débiles, no falta el misterio, la aventura, el miedo
y el valor, el sacrificio y la entrega, la vida y la muerte, la lucha y el
combate, en múltiples y variadas historias pobladas por dragones y ogros,
trasgos, duendes y trolls, caballeros y soldados, leñadores y campesinos,
músicos y pintores, damas y damiselas, doncellas y campesinas, cocineras y
ayas, y sí, por supuesto, también hadas. Un mundo inmenso y fascinador,
subyugante y mágico.
Así que, si no saben qué lectura dar a sus chavales
entre 8 y 16 años, si no encuentran qué leerles o qué leer con ellos, en
familia, acudan a los cuentos de hadas, les aseguro que no se equivocarán y
hallarán consuelo y deleite por igual.
