Hoy 21 de febrero se cumplen diez
años de la muerte del maestro Aníbal D’Angelo Rodríguez. Reproducimos un
escrito suyo a manera de homenaje.
Por ANÍBAL D'ANGELO RODRÍGUEZ (1927-2015)
Como hemos dicho, la modernidad es, primero, una de las dos
formas culturales de la civilización occidental. Ello no significa olvidar que
surgió en un momento determinado y que, en consecuencia, puede servir también
para identificar una etapa de nuestra civilización. Y que así como la
cristiandad tiene una «prehistoria» (los siglos I a V de nuestra era), un
desarrollo (siglos V a X) un apogeo (siglos XI a XIII) y una crisis (siglos XIV
a XX)[1],
la modernidad recorre también una trayectoria paralela, con una prehistoria
(siglos XI a XIII), una transición (siglos XIV a XVII), un desarrollo (siglos
XVIII y XIX) y una crisis (siglo XX).
En efecto, la modernidad como forma cultural comienza a construirse en
Occidente en los mismos siglos en que la Cristiandad llega a su apogeo. Está
representada, al principio, por un simple «cambio de acento» en los temas a
estudiar, un nuevo interés por la naturaleza, apenas uno de esos «aleteos de la
mariposa», que a la vuelta de los años se convertirá en un ciclón.
En los siglos de transición el cambio se irá profundizando y precisando. Es el
nominalismo (siglo XIV), el renacimiento y el humanismo (siglo XV), la reforma
protestante (siglo XVI) y el racionalismo (siglo XVII). Todo ello acompañado,
como una música de fondo, por el crecimiento de la ciencia moderna y la
expansión de Europa por el mundo.
Si se observa con cuidado, se notará que todos estos movimientos preparatorios
de la modernidad propiamente dicha se producen dentro de la civilización
occidental, que por entonces se llamaba –y se comprendía a sí misma como– la
cristiandad. Todos ellos son claras herejías (los protestantismos) o
desarrollos filosóficos (el nominalismo, el humanismo y el racionalismo) o
movimientos artísticos de superficie que expresaban cambios del punto de vista
(el renacimiento). Pero todos con clara dependencia de un patrón cultural
cristiano, del cual se distinguían o separaban sin dejar de tenerlo por punto
de referencia. Todo eso estalla –en el siglo XVIII– en tres grandes
revoluciones que completan la obra precedente de la etapa (y los movimientos)
de transición. Al comenzar el siglo, la revolución cultural del iluminismo, en
donde reside el verdadero meollo de la modernidad. A mediados del siglo, la
llamada «revolución industrial», y a fines de la centuria, las revoluciones
políticas, cuyo modelo es la francesa.
En cuanto al iluminismo, éste consiste en una nueva visión del mundo que se
edifica con la herencia de los siglos precedentes y con la obligada –y ya
mencionada– relación con la cristiandad. Sólo que parte (como dijimos más
arriba) de la negación del punto de partida de la religión que había edificado
a esa otra forma cultural: la existencia de un Dios providente, omnipotente y
omnisciente que gobierna al mundo, y su reemplazo por la humanidad, sujeto de
la historia humana que recorre una trayectoria necesaria: la del progreso,
mediante la cual esa humanidad llegará a saberlo todo, gracias a la ciencia, y
a dominar la naturaleza, haciéndose «dueño y señor» de ella.
Véase cómo expresaban esto los pensadores del siglo XVIII: «La
naturaleza no ha establecido límite alguno al perfeccionamiento de nuestras
facultades humanas. La perfectibilidad del hombre es verdaderamente indefinida
y el progreso de esta perfectibilidad de ahora en adelante es por lo tanto
independiente de lo que pudiera hacer cualquier poder que quisiera detenerlo y
no tiene más límites que la duración del globo terráqueo [...] Este progreso
[...] no podrá ser nunca detenido ni nada podrá hacernos volver atrás mientas
la tierra siga ocupando su sitio en el vasto sistema del universo»[2].
Obsérvese
que el progreso actúa aquí como una fuerza «divina» en el sentido de que es
«independiente de lo que pudiera hacer» cualquier hombre en particular. Es una
fuerza cuya sede está en una humanidad que adquirirá los caracteres de Dios, su
providencia (el Progreso conduce al mundo como Dios lo hacía en la cosmovisión
cristiana), su omnisapiencia (la humanidad llegará a saberlo todo) y su
omnipotencia (la naturaleza será puesta a su servicio mediante las técnicas que
derivan de la ciencia). Pero lo importante de la visión que Condorcet traduce
es su necesidad: ya no es un camino que el hombre puede elegir sino
que «la perfectibilidad» se ha hecho independiente del hombre: no es una meta,
es un destino ineluctable.
Es esta nueva visión del hombre la que está en la raíz de la modernidad, la que
explica su desarrollo y también su crisis, como veremos más adelante. Y es una
visión con la que Belloc tropezó y a la que dedicó sus principales obras que
–como la presente– son de Filosofía de la Historia más que de Historia.
Es también la que explica nuestro tiempo, puesto que setenta y cinco años
después de este libro todavía el debate intelectual de fondo sigue siendo el de
progresismo y anti-progresismo (así lo ve la mayoría de los contemporáneos) o
–como diría Belloc– el de cristianismo o modernismo.
*
En el «Estudio preliminar» al libro «Sobrevivientes y recién
llegados» de Hilaire Belloc, Ed. Pórtico – 2004.
[1] Obsérvese que hablamos de la
Cristiandad –forma cultural– y no del cristianismo ni de la Iglesia Católica.
[2] Boceto de una imagen histórica del
progreso del espíritu humano,
por el Marqués de Condorcet, 1795. Citado por R. Nisbet en Historia
de la idea del Progreso, Gedisa, Barcelona 1981.
https://blogdeciamosayer.blogspot.com/2019/09/construccion-de-la-modernidad-anibal.html