Fragmento del libro “VÉRTIGO, DE ALFRED HITCHCOCK. EL ENIGMA VERTICAL”,
disponible aquí: https://www.amazon.com/-/es/Flavio-Mateos-ebook/dp/B0BJMXJFCK/ref=sr_1_1?__mk_es_US=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&keywords=flavio+mateos+vertigo&qid=1669997615&sr=8-1
Quizás haya que
empezar diciendo con el siempre oportuno y meduloso Chesterton lo siguiente: “Exageración: es la definición del arte”[i].
Pero, el barroco de por sí, tiene una inclinación mayor a ello. ¿Por qué?
Luego de las
dos etapas previas del arte, la del Románico y la del Gótico, que podríamos
llamar de la afirmación primero y la exaltación después del Cristianismo, las
cosas se complican. Es el “Renacimiento”, y el Barroco que aparece en este
período. Es el tiempo en que se produce la “Reforma” o revuelta protestante,
que parece va a arrasar con toda Europa. ¿Qué hace la Iglesia? Contraataca. Se
afirma a partir del Concilio de Trento, de la impetuosa labor de los Jesuitas,
y del Arte barroco. Como dice Hans Seldmayr, “por su actitud ante el culto y el sacramento, el protestantismo no
puede admitir la noción de obra total del arte”. Contra el oscuro pesimismo
protestante, fundamentalmente nórdico, que a despecho de la belleza litúrgica y
la prescindencia de lo simbólico se afirma en la “pura interioridad” (falsa) y
exteriormente en lo crematístico (de allí vendrá primero el capitalismo y más
tarde el socialismo), reacciona la actitud católica de optimismo, confianza y
ascensión hacia lo trascendente a partir de la propia condición humana, en
lucha con el mundo. Monseñor Marcel Lefebvre hablaba del barroco como “ese arte de puro movimiento y de expresiones
a veces patéticas [que] es un grito de triunfo de la Redención, un canto de
victoria del catolicismo sobre el pesimismo de un protestantismo frío y
desesperado”. Sin embargo, la decadencia de las monarquías católicas y el
decaer de la propia Iglesia (en lo cual jugó un papel importante la disolución
de la Compañía de Jesús, a través de las intrigas masónicas), llevaron también
al decaer del arte. A partir del s. XVIII las artes empezaron a separarse unas
de otras, a volverse autónomas, en una tendencia que llevaría al arte moderno,
abstracto, y sobre todo horrible, lo cual ocurrirá, en consonancia, con el
hombre que se “purificará” de todo residuo heredado, incluso de su condición
sexual para elegir aquella que su capricho desee. Dice Seldmayr que no es
posible aislar las artes sin degenerarlas. Debido a que el arte es una gran
unidad en la variedad, un compuesto de fuerzas que se complementan, en el
aislamiento de cada fuerza se ve la autonomía que el hombre pretende respecto
de la realidad que lo rodea, y, finalmente, de Dios, que es el Creador de esa
su propia naturaleza que le resulta al hombre revolucionario (racionalista,
subjetivista) “limitante”. Esa separación “purificadora” iba de la mano de la
irrupción de las ideologías utópicas, y llegaría hasta la separación o división
del átomo, con las consecuencias por todos conocidas.
Pues bien, el
arte barroco, que ha sido –más allá de sus abundantes excesos o desvíos- una
apuesta reaccionaria contra todo esto, fue replegándose a medida que perdía el
soporte tanto del Estado católico (monárquico) como de la Iglesia. La
Cristiandad estaba en retirada, y muy acelerada. El arte barroco se replegó
finalmente en algunos pocos artistas para, tras la disolución del último imperio católico, Austria-Hungría, al
finalizar la Primera Guerra mundial, asumir la última forma de representación
posible: el cine. Y fue en Hollywood donde la unidad del arte se manifestó en
el estilo que hizo posible el rescate del símbolo, que el progresismo
positivista había expulsado de toda manifestación artística. Allí se dieron las
condiciones operativas necesarias para tal supervivencia, pero no por una
supuesta alianza entre judíos y católicos como postula un crítico con
insistencia (como hemos venido viendo, los judíos no han jugado absolutamente
ningún papel en las etapas del Arte que floreció en tiempos de la Cristiandad,
por el contrario, sí lo jugaron en la expansión del protestantismo y también lo
han jugado en la etapa final y decadente del arte moderno, más bien al conocer
el cine entendieron rápidamente, como no podía ser menos, que aquello era una
“mina de oro”) sino porque en medio de una enorme y muy redituable industria de
alcance internacional, financiada y construida (al igual que la industria
editorial/periodística y, más acá en el tiempo, la televisiva y la pornográfica)
por empresarios judíos llegados desde la Europa devastada por la guerra, un
puñado de directores de cine y artistas talentosos aportaban al crecimiento de
esa industria, surgida en unas tierras generosas para toda tendencia. De hecho
el descontrol que había comenzado a producirse obligó a que la misma industria,
merced a la presión sobre todo de los católicos, debiera imponer una ley de
censura para sus filmes. Necesariamente, el cine levantó su puntería. Y las
arcas de las grandes productoras también subieron. Ahora bien, comparar a estos
talentosos productores de cine con el mecenazgo que ejercían, v.gr., los Medici
en Florencia con Miguel Angel, Botticelli o Ghirlandaio, nos parece fuera de
lugar. En primer lugar porque en Hollywood estamos fuera de la órbita de lo
católico, y en segundo lugar porque Hollywood era una industria tremendamente
redituable en términos económicos, de allí la fortuna que ganaban los que
trabajaban allí. No había allí un polo de poder disidente, cuando las finanzas
de Wall Street habían cimentado el poder mediático judío. De hecho, esta
industria soportaba la mentalidad artesanal de grandes autores, pero la
mentalidad industrial hacía que, finalmente, el mismo éxito comercial
significara más un inconveniente que una ayuda para los grandes artistas del
cine, ya que se los encuadraba en determinadas categorías exitosas y les
resultaba muy difícil zafarse de tal condicionamiento. No obstante lo cual era
posible en muchos casos desarrollar una obra artística muy personal, llevada
adelante con mucha inteligencia, pero eso no como parte de una deliberada
política que hubiese surgido de una “alianza”.
De hecho aquello no fue ninguna “toma del poder cultural” contra el establishment (como insiste en hacer
creer un “mítico” teórico del cine ítalo-porteño) ya que Hollywood fue un
eficacísimo motor de la propaganda en todas las guerras imperialistas
emprendidas por los Estados Unidos, país masónico y mayoritariamente
protestante, pero cuya política exterior –como está fehacientemente demostrado-
es controlada por el lobby judío. Esa toma de poder sobre los EE.UU. se dio en
dos fechas decisivas: 1913 y 1929. La industria del cine no podía ser ajena a
esa “movilización total” que implicó a aquel país. Desde luego había directores
de cine con cierto grado de disidencia, pero nada más.
Siguiendo con esta trayectoria que trazamos,
consideramos a Hitchcock el último gran representante del barroco, absorbido a
través de su cultura tradicional y su cultura jesuita recibidas en una Inglaterra
donde todavía se manifestaba la influencia católica, particularmente a través
de los grandes literatos y autores como G. K. Chesterton, R. H. Benson, Maurice
Baring, etc.
Uno de los motivos más fácilmente perceptibles en Vértigo
es la espiral, que a partir del vértigo sufrido por el protagonista, se
reproduce en diferentes objetos y lugares: el peinado de Carlotta Valdes en la
pintura, que reproduce Madeleine en su cabello, el tronco de sequoia, el
travelling circular de la cámara en el siniestro beso. Ese movimiento de cámara
(que De Palma más tarde exagerará hasta cansarnos) nos separa de lo que vemos,
y lejos de exaltar lo que se nos muestra, nos inquieta. Nos advierte: no
estamos ante un simple film policial, no estamos solamente ante un drama psicológico,
el misterio está allí y rodea a los personajes. Hitchcock descarta el realismo
fotográfico al igual que todo intento alegórico, y juega con las formas al
borde del abismo, como dijera Castellani, acerca del Barroco: “…para que un
niño pueda jugar al borde de un abismo (…) es necesario que haya un antepecho a lo largo del abismo; y así el
siglo de la “Reforma” y de las guerras religiosas, vio aparecer el arte más
libre, juguetón y antojadizo que existe”. Y en otro sitio, hablando de las
parábolas de Cristo, decía el maestro argentino: “Esta distorsión de rasgos responde al propósito, como está dicho, de
aludir al misterio, a lo teológico, a lo infinito; y ha sido comparada no sin
propiedad por Chesterton al soplo impetuoso que en la plástica barroca hincha
los ropajes, tuerce los miembros y agita las líneas arquitectónicas,
haciéndolas danzar a veces; como en los cuadros del Greco, las estatuas del
Bernini y los altares del Vignola”[ii].
Como ya lo dijimos, Gavin Elster pone ante los ojos de Scottie una diosa
pagana, una esfinge, una figura salida del (mal llamado) Renacimiento.
Hitchcock desnuda esta figura para que la veamos como es. Su film es Barroco
porque mediante lo simbólico nos conduce al misterio. La alegoría se pierde
finalmente en el abismo. Vértigo es
la obra suprema del barroco en el cine, y probablemente Psycho, de 1960 (comienzo de la más decadente y revolucionaria
década del siglo XX) sea el cierre final, definitivo.
[i] En su libro sobre Charles Dickens, cit. en Un buen puñado de ideas, Renacimiento,
2018, p. 37.
[ii] El Evangelio de
Jesucristo, Jauja/Vórtice, pág.
440.