viernes, 2 de diciembre de 2022

BARROCO


 

Fragmento del libro “VÉRTIGO, DE ALFRED HITCHCOCK. EL ENIGMA VERTICAL”, disponible aquí: https://www.amazon.com/-/es/Flavio-Mateos-ebook/dp/B0BJMXJFCK/ref=sr_1_1?__mk_es_US=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&keywords=flavio+mateos+vertigo&qid=1669997615&sr=8-1

 

Quizás haya que empezar diciendo con el siempre oportuno y meduloso Chesterton lo siguiente: “Exageración: es la definición del arte[i]. Pero, el barroco de por sí, tiene una inclinación mayor a ello. ¿Por qué?

Luego de las dos etapas previas del arte, la del Románico y la del Gótico, que podríamos llamar de la afirmación primero y la exaltación después del Cristianismo, las cosas se complican. Es el “Renacimiento”, y el Barroco que aparece en este período. Es el tiempo en que se produce la “Reforma” o revuelta protestante, que parece va a arrasar con toda Europa. ¿Qué hace la Iglesia? Contraataca. Se afirma a partir del Concilio de Trento, de la impetuosa labor de los Jesuitas, y del Arte barroco. Como dice Hans Seldmayr, “por su actitud ante el culto y el sacramento, el protestantismo no puede admitir la noción de obra total del arte”. Contra el oscuro pesimismo protestante, fundamentalmente nórdico, que a despecho de la belleza litúrgica y la prescindencia de lo simbólico se afirma en la “pura interioridad” (falsa) y exteriormente en lo crematístico (de allí vendrá primero el capitalismo y más tarde el socialismo), reacciona la actitud católica de optimismo, confianza y ascensión hacia lo trascendente a partir de la propia condición humana, en lucha con el mundo. Monseñor Marcel Lefebvre hablaba del barroco como “ese arte de puro movimiento y de expresiones a veces patéticas [que] es un grito de triunfo de la Redención, un canto de victoria del catolicismo sobre el pesimismo de un protestantismo frío y desesperado”. Sin embargo, la decadencia de las monarquías católicas y el decaer de la propia Iglesia (en lo cual jugó un papel importante la disolución de la Compañía de Jesús, a través de las intrigas masónicas), llevaron también al decaer del arte. A partir del s. XVIII las artes empezaron a separarse unas de otras, a volverse autónomas, en una tendencia que llevaría al arte moderno, abstracto, y sobre todo horrible, lo cual ocurrirá, en consonancia, con el hombre que se “purificará” de todo residuo heredado, incluso de su condición sexual para elegir aquella que su capricho desee. Dice Seldmayr que no es posible aislar las artes sin degenerarlas. Debido a que el arte es una gran unidad en la variedad, un compuesto de fuerzas que se complementan, en el aislamiento de cada fuerza se ve la autonomía que el hombre pretende respecto de la realidad que lo rodea, y, finalmente, de Dios, que es el Creador de esa su propia naturaleza que le resulta al hombre revolucionario (racionalista, subjetivista) “limitante”. Esa separación “purificadora” iba de la mano de la irrupción de las ideologías utópicas, y llegaría hasta la separación o división del átomo, con las consecuencias por todos conocidas.

Pues bien, el arte barroco, que ha sido –más allá de sus abundantes excesos o desvíos- una apuesta reaccionaria contra todo esto, fue replegándose a medida que perdía el soporte tanto del Estado católico (monárquico) como de la Iglesia. La Cristiandad estaba en retirada, y muy acelerada. El arte barroco se replegó finalmente en algunos pocos artistas para, tras la disolución del último imperio católico, Austria-Hungría, al finalizar la Primera Guerra mundial, asumir la última forma de representación posible: el cine. Y fue en Hollywood donde la unidad del arte se manifestó en el estilo que hizo posible el rescate del símbolo, que el progresismo positivista había expulsado de toda manifestación artística. Allí se dieron las condiciones operativas necesarias para tal supervivencia, pero no por una supuesta alianza entre judíos y católicos como postula un crítico con insistencia (como hemos venido viendo, los judíos no han jugado absolutamente ningún papel en las etapas del Arte que floreció en tiempos de la Cristiandad, por el contrario, sí lo jugaron en la expansión del protestantismo y también lo han jugado en la etapa final y decadente del arte moderno, más bien al conocer el cine entendieron rápidamente, como no podía ser menos, que aquello era una “mina de oro”) sino porque en medio de una enorme y muy redituable industria de alcance internacional, financiada y construida (al igual que la industria editorial/periodística y, más acá en el tiempo, la televisiva y la pornográfica) por empresarios judíos llegados desde la Europa devastada por la guerra, un puñado de directores de cine y artistas talentosos aportaban al crecimiento de esa industria, surgida en unas tierras generosas para toda tendencia. De hecho el descontrol que había comenzado a producirse obligó a que la misma industria, merced a la presión sobre todo de los católicos, debiera imponer una ley de censura para sus filmes. Necesariamente, el cine levantó su puntería. Y las arcas de las grandes productoras también subieron. Ahora bien, comparar a estos talentosos productores de cine con el mecenazgo que ejercían, v.gr., los Medici en Florencia con Miguel Angel, Botticelli o Ghirlandaio, nos parece fuera de lugar. En primer lugar porque en Hollywood estamos fuera de la órbita de lo católico, y en segundo lugar porque Hollywood era una industria tremendamente redituable en términos económicos, de allí la fortuna que ganaban los que trabajaban allí. No había allí un polo de poder disidente, cuando las finanzas de Wall Street habían cimentado el poder mediático judío. De hecho, esta industria soportaba la mentalidad artesanal de grandes autores, pero la mentalidad industrial hacía que, finalmente, el mismo éxito comercial significara más un inconveniente que una ayuda para los grandes artistas del cine, ya que se los encuadraba en determinadas categorías exitosas y les resultaba muy difícil zafarse de tal condicionamiento. No obstante lo cual era posible en muchos casos desarrollar una obra artística muy personal, llevada adelante con mucha inteligencia, pero eso no como parte de una deliberada política que hubiese surgido de una “alianza”.  De hecho aquello no fue ninguna “toma del poder cultural” contra el establishment (como insiste en hacer creer un “mítico” teórico del cine ítalo-porteño) ya que Hollywood fue un eficacísimo motor de la propaganda en todas las guerras imperialistas emprendidas por los Estados Unidos, país masónico y mayoritariamente protestante, pero cuya política exterior –como está fehacientemente demostrado- es controlada por el lobby judío. Esa toma de poder sobre los EE.UU. se dio en dos fechas decisivas: 1913 y 1929. La industria del cine no podía ser ajena a esa “movilización total” que implicó a aquel país. Desde luego había directores de cine con cierto grado de disidencia, pero nada más.

Siguiendo con esta trayectoria que trazamos, consideramos a Hitchcock el último gran representante del barroco, absorbido a través de su cultura tradicional y su cultura jesuita recibidas en una Inglaterra donde todavía se manifestaba la influencia católica, particularmente a través de los grandes literatos y autores como G. K. Chesterton, R. H. Benson, Maurice Baring, etc.

Uno de los motivos más fácilmente perceptibles en Vértigo es la espiral, que a partir del vértigo sufrido por el protagonista, se reproduce en diferentes objetos y lugares: el peinado de Carlotta Valdes en la pintura, que reproduce Madeleine en su cabello, el tronco de sequoia, el travelling circular de la cámara en el siniestro beso. Ese movimiento de cámara (que De Palma más tarde exagerará hasta cansarnos) nos separa de lo que vemos, y lejos de exaltar lo que se nos muestra, nos inquieta. Nos advierte: no estamos ante un simple film policial, no estamos solamente ante un drama psicológico, el misterio está allí y rodea a los personajes. Hitchcock descarta el realismo fotográfico al igual que todo intento alegórico, y juega con las formas al borde del abismo, como dijera Castellani, acerca del Barroco: “…para que un niño pueda jugar al borde de un abismo (…) es necesario que haya un antepecho a lo largo del abismo; y así el siglo de la “Reforma” y de las guerras religiosas, vio aparecer el arte más libre, juguetón y antojadizo que existe”. Y en otro sitio, hablando de las parábolas de Cristo, decía el maestro argentino: “Esta distorsión de rasgos responde al propósito, como está dicho, de aludir al misterio, a lo teológico, a lo infinito; y ha sido comparada no sin propiedad por Chesterton al soplo impetuoso que en la plástica barroca hincha los ropajes, tuerce los miembros y agita las líneas arquitectónicas, haciéndolas danzar a veces; como en los cuadros del Greco, las estatuas del Bernini y los altares del Vignola[ii]. Como ya lo dijimos, Gavin Elster pone ante los ojos de Scottie una diosa pagana, una esfinge, una figura salida del (mal llamado) Renacimiento. Hitchcock desnuda esta figura para que la veamos como es. Su film es Barroco porque mediante lo simbólico nos conduce al misterio. La alegoría se pierde finalmente en el abismo. Vértigo es la obra suprema del barroco en el cine, y probablemente Psycho, de 1960 (comienzo de la más decadente y revolucionaria década del siglo XX) sea el cierre final, definitivo.

 



[i] En su libro sobre Charles Dickens, cit. en Un buen puñado de ideas, Renacimiento, 2018, p. 37.

[ii] El Evangelio de Jesucristo, Jauja/Vórtice, pág. 440.