sábado, 3 de agosto de 2024

NOTA SOBRE LA POSESION DE LA VERDAD

 


Por Louis Jugnet

 

La pretensión de “estar en la verdad”, de “tener la verdad" indigna a mucha gente que replica: “Eso es orgullo” o también: “Entonces, todos los otros están en el error”, etc... En la medida en que tal prejuicio es curable, tratemos de eliminarlo aclarando algunas confusiones.

  1.-Pensar, por razones bien fundadas, que uno está en la verdad no es de ningún modo índice de orgullo, sino —por sorprendente que esto pueda parecer a algunos— de humildad. El conocimiento humano, en efecto, pre­cisamente en cuanto limitado e imperfecto, no constituye la realidad, sino que debe someterse a ella. La verdad es el acuerdo entre el espíritu y la co­sa conocida. Cuanto más modesto y fiel sea el espíritu humano, tanto más probabilidades tendrá de ver que la realidad (científica, filosófica, teológica) se descubre ante él, gracias a una especie de ascesis de la inteligencia y de la voluntad.

  2.-“Conocer la verdad”, “estar en la verdad” es considerado por algu­nos de nuestros adversarios de una manera tan estúpida que uno se pregun­ta si a veces esta confusión que cometen no es voluntaria. Disipémosla sin embargo:

a) “tener razón”, “estar en la verdad”, “poseer la verdad”, no significa en absoluto ni que el filósofo o teólogo que afirma poseer este privilegio se­pa todo y que no se equivoque nunca en nada, lo que sería pura y simple­mente grotesco (y sin embargo, ¡es lo que algunos parecen creer!),

b) ni que su doctrina no contenga ninguna obscuridad, ninguna franja inexplicable, o que agote totalmente la realidad en todas sus profundidades. “Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que puede soñar vuestra filosofía” (Hamlet). Nada más verdadero. También aquí, un “dogmá­tico” sabe afirmar cuando hace falta, y respetar el misterio dondequiera lo encuentra. (¿Hará falta repetir, por enésima vez, que la expresión escolástica “adaequatio rei et ¡ntellectus” no significa de ninguna manera “correspon­dencia absolutamente perfecta entre la cosa y el pensamiento”, sino rela­ción de conformidad objetiva y válida, aunque limitada, no siendo ningún co­nocimiento humano exhaustivo?).

c) Eso no significa tampoco que fuera de la doctrina que se defiende todo sea falso en las doctrinas adversas. Los filósofos tomistas no piensan en absoluto cuestionar que haya verdades en Berkeley, Kant, Hegel, Marx, Bergson; los teólogos católicos no quieren negar en modo alguno que haya verdades en el protestantismo, en el judaísmo, en el brahmanismo. Pero la cuestión que se plantea es muy distinta. Se trata de saber si esas verdades es­tán, por así decir, a su gusto, en libertad, y como en su casa, en las doctri­nas adversarias. Ahora bien, lo que pensamos es que esas verdades no cumplen allí sino un papel parcial, fragmentario, incompleto, que están en­vueltas por errores flagrantes que las deforman, falseando su verdadero al­cance; y que de este modo, lo que domina en una doctrina falsa, y por lo cual corre el riesgo de ser propiamente desastrosa, es el espíritu de esta doc­trina, espíritu de error y de negación.

Ejemplos: El judaísmo y el islamismo insisten siempre en la unidad de Dios (lo cual es verdad), pero lo hacen intencionalmente, de un modo unila­teral, que excluye el dogma cristiano de la Trinidad. Lutero insiste en el he­cho de que la gracia sola justifica y, en estado bruto, esta fórmula es verdade­ra. Pero en él, esto excluye la economía católica de los sacramentos, etc...

Igualmente, Kant ve con justeza que el conocimiento es activo, pero con­cibe esta actividad como ciega y constructiva, que no alcanza al ser. Marx ve bien el papel con frecuencia demasiado desconocido del factor económico. Pero le adjudica un alcance exclusivo e inaceptable, etc… Todo no es falso, en detalles, en las doctrinas, pero el espíritu lo infecta todo. Si esas verdades son admisibles y asimilables, lo son con la condición de que sean extraídas de esas falsas doctrinas (por consiguiente, primero crítica del error) y en cierto modo sean “bautizadas”, repensándoselas en otra perspectiva.

  3.-Estas pretensiones, a pesar de ser tan limitadas, chocan todavía a al­gunos. Es porque no creen en la posibilidad para el espíritu humano de al­canzar la verdad con certeza. Son escépticos o relativistas por temperamen­to. No hay que pensar que tal actitud sea el máximo exponente de la cultura o de la inteligencia. Hay allí, por el contrario, una pura y simple anemia (o im­potencia) intelectual. El escepticismo no es una posición normal. La historia del pensamiento, como la patología mental, muestra en él una degradación del espíritu, una impotencia para cumplir nuestras funciones intelectuales. Tal actitud debe corregirse y reformarse mediante una verdadera reeducación moral, intelectual y espiritual. No hay que hundirse beatamente en ella, si se quiere ser verdaderamente hombre. Algunos dicen cuando escuchan a al­guien que les expone una doctrina determinada: “Él dice esto, es su punto de vista, pero otro diría otra cosa sobre la misma cuestión”. Quienes esto dicen muestran a las claras que son subjetivistas hasta los tuétanos, incapa­ces de considerar por si mismos el contenido de una doctrina (punto de vis­ta del objeto estudiado, del ser) y capaces sólo de considerar el sujeto que juzga, que se sirve de su inteligencia.

   

LOUIS JUGNET